LA DOBLE VISIÓN DE MICHAEL ROBARTES

I

Sobre la roca gris de Cashel el ojo de la mente

ha evocado los espíritus fríos nacidos

cuando la luna vieja ha desaparecido del cielo

y la nueva aún esconde su cuerno.

Bajo ojos en blanco y dedos nunca quietos

lo particular se muele hasta ser hombre.

¿Cuándo tuve lo que deseaba?

Oh, jamás desde que empezó la vida.

Constreñidos, acusados, desconcertados, doblados

y desdoblados por estas fauces unidas por alambre

y miembros de madera, obedientes,

sin conocer el mal ni el bien;

obedientes a algún aliento oculto y mágico.

No sienten ni siquiera, tan abstractos,

tan muertos más allá de nuestra muerte,

el triunfo que acatamos.

II

Sobre la roca gris de Cashel vi de súbito

una Esfinge con pechos de mujer y garras de león,

un Buda, con una mano en reposo,

y la otra elevada para bendecir;

y justo entre los dos a una niña jugando

y que, tal vez, bailando consumió su vida,

pues muerta ahora parecía

que soñaba con bailar.

Aunque lo vi con el ojo de la mente

no puede existir nada más sólido hasta que muera;

lo vi a la luz de la luna

ya en su decimoquinta noche.

Una agitó su cola; sus ojos iluminados por la luna

se posaron en todas las cosas conocidas y desconocidas,

un triunfo del intelecto

con la cabeza erguida, inmóvil.

Las pupilas del otro iluminadas por la luna no se movieron,

fijas en todas las cosas amadas o no amadas,

aunque poca paz tuvo,

pues tristes están quienes aman.

Poco les importaba quién bailaba entre ellos,

y poco a aquella cuyo baile observaban,

tanto había superado con el baile el pensamiento.

El cuerpo trajo perfección,

pues ¿qué si no ojo y oído silencian el pensamiento

con los menudos particulares de la naturaleza humana?

La mente se movía pero parecía pararse

como si fuera una peonza.

En la contemplación habían obrado los tres

sobre un instante, y tanto lo habían dilatado

que, derrocado el tiempo,

aunque carne y hueso estaban muertos.

III

Supe que había visto, había visto por fin

a la niña que mis noches sin memoria estrechan

o mis sueños que vuelan

si me froto los ojos,

y aun volando arrojan en mi carne

un jugo enloquecido que acelera el pulso

como si yo hubiese sido deshecho

por el Ideal de Homero

que no se paró a pensar en la ciudad que ardía;

a tal pozo de locura soy llevado

cogido como estoy entre la atracción

de la luna nueva y de la llena,

lo ordinario del pensamiento y las imágenes

que tienen la furia de nuestros mares occidentales.

Sobre esto hice mi lamento,

y después besé una piedra,

y después lo ordené en un canto

viendo que, después de ignorarlo mucho tiempo,

así había sido recompensado

en la mansión en ruinas de Cormac.