LAS FASES DE LA LUNA

En un puente aguzó el oído un viejo;

con las caras al sur, él y su amigo

habían caminado por la senda

escabrosa. Con botas empolvadas,

y desgastados tweeds de Connemara

habían mantenido un paso firme,

tal si sus camas, pese a una luna

muy tardía y menguante, aún quedaran

lejanas. Aguzó el oído un viejo.

Aherne. ¿Qué ha sido ese ruido?

Robartes.                                          El chapoteo

de ratas o urogallos, o una nutria

que se haya deslizado en el arroyo.

Éste es el puente; esa sombra, la torre:

la luz muestra que lee todavía.

Al modo de los suyos, él ha hallado

imágenes sólo; eligió este sitio

para vivir, quizá, por la bujía

de la torre en que aislado el platonista

de Milton se sentaba hasta muy tarde,

o el visionario príncipe de Shelley:

la solitaria luz que dibujara

Samuel Palmer, imagen de una arcana

sabiduría hallada con esfuerzo;

y ahora busca entre libros y códices

lo que nunca hallará.

Aherne.                      ¿Por qué no llamas,

tú que todo lo sabes, a su puerta,

y dices la verdad —que mientras viva

apenas verá un trozo de corteza

de la verdad que es tu pan cotidiano—,

y luego retomamos el camino?

Robartes. Ha escrito sobre mí con ese estilo

extravagante que aprendiera en Pater,

y para redondear más su historia

dijo que estaba muerto; y muerto escojo

estar.

Aherne. Canta los cambios de la luna

una vez más; un canto verdadero,

aunque discurso: “Mi autor me cantó.”

Robartes. Veintiocho son las fases de la luna,

—luna llena, la nueva y las crecientes—,

veintiocho, y son sólo veintiséis

las cunas en que un hombre es mecido:

pues no hay vida humana en la llena o nueva.

Del primer creciente a la media, el sueño

impele a la aventura, y siempre el hombre,

como pájaro o bestia, está feliz;

mas en tanto la luna se hace llena,

persigue cualquier ardua fantasía

entre otras no imposibles, y con marcas

como del cruel azote de la mente,

su cuerpo moldeado en su interior

se hace más hermoso. Pasan once

y Atenea coge a Aquiles por el pelo,

Héctor cae en el polvo, Nietzsche nace,

que el doce es el creciente de los héroes.

Mas dos veces nacido y dos sepulto,

antes del plenilunio crecer debe,

indefenso lo mismo que un gusano.

La luna decimotercera pone

en guerra al alma con su propio ser,

y cuando da comienzo esa contienda

no hay músculo en el brazo; y de seguido,

con el fervor de la decimocuarta

el alma se estremece y queda inmóvil

¡muere en el laberinto de sí misma!

Aherne. Completa tu canción, dale fin, canta

el premio extraño de esa disciplina.

Robartes. Pues todo pensamiento se hace imagen,

y el alma se hace cuerpo: cuerpo y alma

demasiado perfectos en la llena

para yacer en cuna, demasiado

solos para el estrépito del mundo:

cuerpo y alma se expulsan y naufragan

más allá del mundo visible.

Aherne.                                  Todos

los sueños de las almas finalizan

en un cuerpo de hombre o de mujer.

Robartes. ¿No lo has sabido siempre?

Aherne.                                                        El canto dice

que los seres que amamos recibieron

sus largos dedos de la muerte, y heridas,

o en la cima del monte Sinaí,

o de un sangriento látigo en sus manos.

Fueron de cuna en cuna hasta que al fin

su belleza rebosó de la orfandad

de cuerpo y alma.

Robartes.               El corazón lo sabe.

Aherne. El horror en sus ojos debe ser

recuerdo o antelación de aquella hora

en que todo es de luz, desnudo el cielo.

Robartes. Cuando la luna está llena, las criaturas

del plenilunio tienen sus encuentros

en las colinas desiertas con granjeros

que tiemblan y rehuyen: cuerpo y alma

se extrañan extrañados de sí mismos,

atrapados en la contemplación,

el ojo de la mente sobre imágenes

que fueron una vez sus pensamientos;

pues que aisladas, puras, inmutables,

la soledad aquéllas quebrar pueden

de ojos hermosos, fatuos, displicentes.

Luego con voz aguda, avejentada,

Aherne rió, pensando en aquel hombre,

su vela insomne y su esforzada pluma.

Robartes. Y luego, el hundimiento de la luna.

El alma recordando su orfandad

tiembla en muchas cunas; todo cambia,

quisiera ser sierva del mundo, y mientras

escoge la tarea más difícil

entre otras no imposibles, adquiriendo

sobre el cuerpo y el alma la rudeza

del esclavo.

Aherne.        Antes de la luna llena

se buscaba a sí misma, y luego al mundo.

Robartes. Porque estás olvidado, y casi fuera

de la vida, y jamás hiciste un libro,

tu pensamiento es claro. Mercader,

reformador, estadista, erudito,

marido responsable, en cada hora,

cuna tras cuna, y todo en vuelo, y todo

deforme porque no hay deformidad

que no salve de un sueño.

Aherne.                                ¿Y qué sucede

a aquellos liberados por el último

creciente servil?

Robartes. Pues son todo oscuros,

como quienes son todo luz, se arrojan

por el borde, y en una nube gritándose

cual murciélagos; sin deseo ignoran

lo que es bueno o malo, o lo que es triunfar

en la propia obediencia; deformados

más allá de la amorfidad, informes,

insípidos cual masa no cocida,

una palabra los transmuta.

Aherne.

                                                ¿Y luego?

Robartes. Cuando toda la masa se ha amasado

tanto que adoptar puede cualquier forma

que a la Naturaleza se le antoje,

el primer creciente sutil regresa.

Aherne. Pero la fuga; el canto no ha acabado.

Robartes. El Jorobado, el Santo y el Loco son

las fases últimas. El arco ardiente

que antes una flecha disparara

sin arriba o abajo, la gran rueda

de la belleza cruel y el parloteo

de la sabiduría,

fuera de esa marea delirante,

son traídas entre la

deformidad del cuerpo y de la mente.

Aherne. Si no estuvieran lejos nuestras camas,

llamaría, y ya dentro, bajo el techo

de vigas en la sala del castillo,

donde todo es de austera sencillez,

un lugar para el saber que él nunca

hallará, yo actuaría; tantos años

después, él no me reconocería,

creyendo que era un ebrio campesino;

y murmuraría hasta que cogiese

“Jorobado y Santo y Loco”, y vinieran

las tres últimas fases de la luna,

y después me iría tambaleándome.

Se quebraría la cabeza a diario

sin jamás comprender qué significa.

Y entonces rió al pensar que lo difícil

fuese tan fácil; se elevó un murciélago

de un avellano y dio vueltas chillando.

La luz en la ventana se apagó.