Veinticinco años han pasado
desde que el viejo William Pollexfen
depusiera sus fuertes huesos en la muerte
al lado de su esposa Elizabeth
en la sepultura de roca gris que construyó.
Y después de veinticinco años enterraron
en aquella tumba, junto a él y ella,
a su hijo George, el astrólogo;
y vinieron masones de millas a la redonda
para esparcir el rocío de la Acacia
sobre un hombre melancólico
finado donde alentó por vez primera.
Cuántos hijos e hijas yacen
lejos del cielo acostumbrado,
el Malí y el colegio de Eades,
en Londres o Liverpool;
mas, ¿dónde yace el marinero John
que había conocido tantas tierras,
tranquilas tierras o mares turbulentos,
en los que comercian indios o nipones?
Nunca halló reposo en tierra firme,
inquieto por un próximo viaje.
¿Dónde han enterrado al marinero John?
Y ayer el hijo más pequeño,
un hombre divertido y sin anhelos
fue sepultado junto al astrólogo,
ayer en el décimo año desde que aquel
que había estado largo tiempo satisfecho,
un don nadie en una multitud,
decidió regresar a casa,
ahora que había cumplido ya cincuenta años
y ser de nuevo “El Sr. Alfred”
en labios de hombres corrientes
que conservaban en su recuerdo
su infancia y su familia.
En todos estos lechos de muerte las mujeres oyeron
un pájaro marino blanco y fantasmagórico
lamentándose de que un hombre deba morir;
y con ese grito he elevado yo mi grito.