La noche ha sido extraña. Parecía
que el pelo se erizaba en mi cabeza.
Soñé desde el ocaso que mujeres,
con un frufrú de encajes o de sedas,
tímidas o alocadas, ascendían
mi crujiente escalera. Habían leído
mis versos sobre esa monstruosidad:
el mutuo amor jamás correspondido.
Pararon en la puerta y se quedaron
ante mi gran atril, junto a la lumbre,
hasta que oí latir sus corazones:
una es una ramera, otra una niña
que nunca miró a un hombre con deseo,
y la otra, quizás, una reina.