EL PESCADOR

Aunque aún puedo verlo,

ese hombre pecoso que va

a un paraje gris en un cerro

con ropa gris de Connemara

al alba para echar sus moscas,

hace mucho que empecé

a evocar con los ojos

a este hombre sabio y sencillo.

Todo el día miré en la cara

lo que había esperado que fuera

escribir para mi raza

y la realidad;

los vivos a quienes odio,

los muertos a quienes amé,

el pusilánime en su asiento,

el insolente no recriminado,

y ningún truhán impune

por el que hayan brindado los borrachos,

el ingenioso con su chiste

dirigido al oído más vulgar,

el hombre inteligente que corea

los lemas del payaso,

la humillación de los sabios

y el gran Arte humillado.

Quizá haga ya doce meses

desde que repentinamente empecé,

con desdén por el público,

a imaginar a un hombre,

y su rostro con pecas del sol,

y la ropa gris de Connemara,

encaramándose a un paraje

donde la piedra es oscura bajo la espuma,

y la torsión de su muñeca

cuando las moscas caen en el arroyo;

un hombre que no existe,

un hombre que no es más que un sueño;

y grité: —Antes de que sea viejo

le habré escrito

un poema quizá tan frío

y apasionado como el alba.