EN MEMORIA DEL COMANDANTE ROBERT GREGORY

I

Ahora, casi asentados ya en esta casa,

nombraré a los amigos que ya no pueden cenar

junto a un fuego de turba en este torreón,

ni habiendo conversado hasta altas horas

subir la escalera de caracol para acostarse:

descubridores de una olvidada verdad

o simples compañeros de mi juventud,

en todos, en todos pienso esta noche, ya muertos.

II

Siempre presentábamos el nuevo al viejo amigo

y nos dolía si alguno se mostraba frío,

y hay sal para prolongar el escozor

en los sentimientos de nuestro corazón,

y por esa causa estallan discusiones;

pero ningún amigo que trajese

esta noche puede hacernos discutir,

pues todos los que acuden están muertos.

III

Lionel Johnson es el primero que recuerdo,

que prefería la erudición a los hombres,

aunque cortés con los peores; en su caída

mucho meditó sobre la santidad

hasta que todos sus saberes de latín y griego

parecieron un largo resonar de un cuerno que acercara

un poco más a su pensamiento

la inconmensurable consumación con que soñaba.

IV

Y aquel indagador, John Synge, le sigue,

quien muriendo escogió el mundo vivo como texto

y jamás habría reposado en su tumba

si, tras largo viaje, no hubiese descubierto

al caer la noche una gente remota

en un lugar muy yermo y pedregoso,

al caer la noche una raza

sencilla y apasionada como él.

V

Pienso después en el viejo George Pollexfen,

muy conocido en Mayo en su juventud robusta

por lo bien que montaba en partidas o carreras,

que pudo haber mostrado cómo los purasangres

y los hombres recios, a pesar de su pasión, viven

según se inclinan los arrogantes astros

por oposición, cuadrado y trino;

luego se tornó contemplativo y lento.

VI

Fueron mis camaradas muchos años,

por así decir una parte de mi alma y mi vida,

y ahora sus rostros sin aliento semejan

asomarse desde algún libro ilustrado;

me he habituado a su falta de aliento,

pero no a que el querido hijo de mi querida amiga,

nuestro Sidney y nuestro hombre perfecto,

comparta con ellos la descortesía de la muerte.

VII

Pues todo en cuanto el ojo se deleita

lo amó él; los viejos árboles tronchados

que vierten sombra por caminos y puentes;

la torre sobre el borde del arroyo;

el vado en el que abreva la manada

por la tarde, y asustado por el ruido

tiene que levantar el campo el urogallo;

te daba la más franca bienvenida.

VIII

Cazando el zorro con los galgos de Galway

de Castle Taylor a la vera de Roxborough

o el llano de Esserkelly, pocos aguantaban su ritmo;

en Moneen saltó en un lugar tan peligroso

que la mitad de la partida de caza, helada,

cerró los ojos; ¿y dónde fue

que cabalgó en una carrera sin freno?

Y con todo, su pensamiento era más veloz que los caballos.

IX

Soñábamos que había nacido un gran pintor

para la fría roca de Clare y la roca y los espinos de Galway,

para ese color austero y esa línea delicada

que son nuestra secreta disciplina

y en los que corazón que observa dobla su fuerza.

Militar, estudioso, caballista,

y aun así tenía la intensidad

de publicarlo todo para gozo del mundo.

X

¿Qué otro nos podría haber aconsejado tan bien

sobre todas las encantadoras complejidades de una casa

como él, que practicaba o comprendía

el trabajo en metal o madera,

en escayola o en piedra labrada?

Militar, estudioso, caballista,

y en todo lo que hacía era perfecto

como si sólo tuviera esa ocupación solamente.

XI

Unos queman leña húmeda, otros consumen

todo el mundo inflamable en una pequeña habitación

como paja seca, y si nos damos la vuelta

la desnuda chimenea se ha apagado

pues la obra terminó con esa llamarada.

Militar, estudioso, caballista,

como si fuera todo el epítome de la vida.

¿Qué nos hizo soñar que peinaría canas?

XII

Había pensado, viendo el brusco viento

que sacude el postigo, traer a la memoria

a todos cuanto la hombría probó, o amó la infancia

o aprobó el intelecto juvenil,

con un comentario apropiado a cada uno;

hasta que la imaginación trajese

una bienvenida más justa; pero un pensamiento

de esa última muerte me enmudeció el corazón.