Ahora, casi asentados ya en esta casa,
nombraré a los amigos que ya no pueden cenar
junto a un fuego de turba en este torreón,
ni habiendo conversado hasta altas horas
subir la escalera de caracol para acostarse:
descubridores de una olvidada verdad
o simples compañeros de mi juventud,
en todos, en todos pienso esta noche, ya muertos.
Siempre presentábamos el nuevo al viejo amigo
y nos dolía si alguno se mostraba frío,
y hay sal para prolongar el escozor
en los sentimientos de nuestro corazón,
y por esa causa estallan discusiones;
pero ningún amigo que trajese
esta noche puede hacernos discutir,
pues todos los que acuden están muertos.
Lionel Johnson es el primero que recuerdo,
que prefería la erudición a los hombres,
aunque cortés con los peores; en su caída
mucho meditó sobre la santidad
hasta que todos sus saberes de latín y griego
parecieron un largo resonar de un cuerno que acercara
un poco más a su pensamiento
la inconmensurable consumación con que soñaba.
Y aquel indagador, John Synge, le sigue,
quien muriendo escogió el mundo vivo como texto
y jamás habría reposado en su tumba
si, tras largo viaje, no hubiese descubierto
al caer la noche una gente remota
en un lugar muy yermo y pedregoso,
al caer la noche una raza
sencilla y apasionada como él.
Pienso después en el viejo George Pollexfen,
muy conocido en Mayo en su juventud robusta
por lo bien que montaba en partidas o carreras,
que pudo haber mostrado cómo los purasangres
y los hombres recios, a pesar de su pasión, viven
según se inclinan los arrogantes astros
por oposición, cuadrado y trino;
luego se tornó contemplativo y lento.
Fueron mis camaradas muchos años,
por así decir una parte de mi alma y mi vida,
y ahora sus rostros sin aliento semejan
asomarse desde algún libro ilustrado;
me he habituado a su falta de aliento,
pero no a que el querido hijo de mi querida amiga,
nuestro Sidney y nuestro hombre perfecto,
comparta con ellos la descortesía de la muerte.
Pues todo en cuanto el ojo se deleita
lo amó él; los viejos árboles tronchados
que vierten sombra por caminos y puentes;
la torre sobre el borde del arroyo;
el vado en el que abreva la manada
por la tarde, y asustado por el ruido
tiene que levantar el campo el urogallo;
te daba la más franca bienvenida.
Cazando el zorro con los galgos de Galway
de Castle Taylor a la vera de Roxborough
o el llano de Esserkelly, pocos aguantaban su ritmo;
en Moneen saltó en un lugar tan peligroso
que la mitad de la partida de caza, helada,
cerró los ojos; ¿y dónde fue
que cabalgó en una carrera sin freno?
Y con todo, su pensamiento era más veloz que los caballos.
Soñábamos que había nacido un gran pintor
para la fría roca de Clare y la roca y los espinos de Galway,
para ese color austero y esa línea delicada
que son nuestra secreta disciplina
y en los que corazón que observa dobla su fuerza.
Militar, estudioso, caballista,
y aun así tenía la intensidad
de publicarlo todo para gozo del mundo.
¿Qué otro nos podría haber aconsejado tan bien
sobre todas las encantadoras complejidades de una casa
como él, que practicaba o comprendía
el trabajo en metal o madera,
en escayola o en piedra labrada?
Militar, estudioso, caballista,
y en todo lo que hacía era perfecto
como si sólo tuviera esa ocupación solamente.
Unos queman leña húmeda, otros consumen
todo el mundo inflamable en una pequeña habitación
como paja seca, y si nos damos la vuelta
la desnuda chimenea se ha apagado
pues la obra terminó con esa llamarada.
Militar, estudioso, caballista,
como si fuera todo el epítome de la vida.
¿Qué nos hizo soñar que peinaría canas?
Había pensado, viendo el brusco viento
que sacude el postigo, traer a la memoria
a todos cuanto la hombría probó, o amó la infancia
o aprobó el intelecto juvenil,
con un comentario apropiado a cada uno;
hasta que la imaginación trajese
una bienvenida más justa; pero un pensamiento
de esa última muerte me enmudeció el corazón.