LOS DOS REYES

El rey Eochaid fue, una tarde, a un bosque

al oeste de Tara. Hacia su reina

yendo al galope, adelantó a sus hombres

cansados de luchar, que con ganado

cautivo caminaban por el lodo,

y donde el hayedo era una luz verde

con el azul de la hiedra sobre el suelo,

halló un ciervo más blanco que la nata,

del color del océano los ojos.

Pues cortaba el camino y parecía

más alto que cualquier ciervo del mundo,

sentóse en su caballo tembloroso

y luego picó espuelas; pero el ciervo

se inclinó y corrió hacia él; pasó rasgando

la ijada del corcel. Tambaleándose,

el rey sacó su espada y con la punta

al ciervo señaló. Cuando chocaron

asta y acero, el asta resonó

como si fuera plata, con un ruido

terrible, musical y milagroso.

Enzarzada aquel asta con la espada,

tiraron y lucharon como un ciervo

y un unicornio, juntos, que pisaran

los Montes Africanos de la Luna;

hasta que al fin las dobles astas, vueltas,

dieron sobre la sola, atravesando

del corcel las entrañas. El Rey Eochaid

dejó caer la espada, y entre sus recias

manos tomó las astas y miró

con fijeza a los ojos verde mar,

y de aquí para allá fueron sus pasos

hasta que todo se sumió en el cieno.

El fuerte muslo y el ágil se enfrentaron,

las manos que el vigor del mundo asían

y las pezuñas y astas que absorbieron

su gran velocidad del vasto aire.

Cayeron entre arbustos y raíces,

y allí donde en la roca prendió el fuego,

al tiempo que en las hojas una ardilla

se quejaba y chillaban unos pájaros.

Mas cuando por fin apretó los briosos

¡jares contra el gran tronco de un haya,

tiró a la bestia y fuerte la retuvo

empuñando un cuchillo. Mas de súbito

cual sombra se esfumó, con alaridos

tan dolientes que se dirían de alguien

al que hubieran hurtado un gran tesoro,

y erró sobre el follaje verdiazul,

y ascendió por el aire, deshaciéndose,

hasta que todo pareció una sombra

o una extraña visión, si no quedasen

las huellas en el lodo, tanta sangre

y el corcel destripado. Fue el Rey Eochaid

a la poblada Tara, sin descanso,

y llegó a las murallas esmaltadas,

los postes de bruñido tejo y bronce

del enorme portal, y aunque las lámparas

mostraban su luz tenue en las ventanas

ni puerta, boca o suela resonaron,

ni en los viejos senderos que corrían

entre pozos o prados hubo ruido;

y ningún ser viviente ruido hacía

si no era que mugían muy remotos

allende el horizonte los rebaños.

Pues vil es el silencio con los reyes

si ignora al que regresa victorioso,

pasó entre los pilares palpitando

y vio donde en el centro de la sala,

demudada, en un banco se sentaba

Edain con una espada ante los pies.

Sus manos agarraban aquel banco;

fríos, fijos, estaban los dos ojos,

y apretados los labios, ¿qué pasión

la había petrificado? Oyendo

pasos, supo nerviosa de quién eran;

mas cuando él fue a tomarla entre sus brazos,

ella lo apartó, levantóse y dijo:

—He enviado a los campos o a los bosques

a los guardias o siervos de esta casa,

pues deseaba que juzgaras a alguien

que se acusa a sí misma. Si inocente,

no volverá a mirar a hombre ninguno

hasta que hayas juzgado, y si es culpable

no volverá a mirar jamás a un hombre.

Y, oyendo estas palabras, demudóse

lo mismo que ella estaba demudada,

sabiendo que hallaría de sus labios

el sentido de aquel día monstruoso.

Entonces ella dijo:

-Me llevaste

donde estaba sentado Ardan, tu hermano,

inmóvil en su asiento, y me mandaste

cuidarlo en la asombrosa enfermedad

que allí lo había clavado, y si moría

levantarle su túmulo, y grabar

su nombre en Ogham. Dijo entonces Eochaid:

—¿Vive? —Vive y tiene buena salud.

—Mientras os tenga a los dos, poco importa

a quién haya perdido o qué mal halle.

—Mandé su cama hacer bajo este techo,

y le llevé comida con mis manos;

transcurrieron semanas de este modo,

mas cada vez que yo le preguntaba

“¿qué te sucede?” nada respondía,

aunque siempre le turbaban mis palabras;

y yo no hacía más que preguntarle,

hasta que, harto, gritó que algunas cosas

equiparan el alma a piedra muda.

Entonces contesté que aunque ocultara

un secreto fatal, desesperado

u horrendo, lo dijera, y buscaría

por todo el ancho mundo su remedio.

Entonces exclamó: “Un día tras otro,

me preguntas, y yo, porque padezco

tan gran tormenta en medio del cerebro

que el viento me alzará, mando, prohíbo,

suplico y malgasto mi aliento”. Entonces

dije: “Aunque fuese malo lo que ocultas,

decirlo no podría hacerte mal,

y, si es malo, sería aún peor

que el túmulo o la piedra que preservan

dentro toda virtud y nos arrojan

mil sueños que devastan nuestra vida,

luces, sombras, que agitan el cerebro”.

Viendo que aún callaba, me agaché

y le dije al oído, muy en secreto:

“Y si es una mujer quien lo ha causado,

quiera ella o no quiera, mis guerreros,

aunque hayan de pasar a Escandinavia

y tengan que prenderla entre sus huestes,

le harán mirar su obra, porque apague

el almiar que encendiera; y aunque ella luzca

ropas de seda o porte una corona,

no estará orgullosa conociendo

en el interior de su corazón

que nuestro gran tesoro en este mundo

es el dar, aunque sea brevemente,

la dicha a nuestros hijos y a los hombres”.

Entonces él, pensando sin pensar,

diciendo lo que apenas deseaba,

suspiró: “Tú podrías sanarme, Edain”.

Al oír esta frase me marché,

y nueve días otros lo cuidaron,

y nueve días dio vueltas mi mente

en redor del zodiaco catastrófico,

murmurando que el túmulo incurable

rebasa nuestras dudas y piedad.

Mas después de pasar los nueve días

volví junto a su silla, e inclinándome

dije que mientras todos descansaban

a la choza de un leñador se fuera

—pues le daría fuerzas la esperanza—

al oeste de Tara, entre avellanos,

y allí oculto aguardara a que un amigo,

según le había dicho, lo sanara,

un amigo cordial.

En noche oscura

a tientas fui por hayas y avellanos

hasta hallar el lugar que iluminaba

el chisporretear de una tea; Ardan

dormido estaba en un montón de pieles,

y a pesar de llamarlo y de intentarlo

sacar del sueño, no lo desperté.

Esperé a que la noche terminara,

y después, con temor de que un labriego

camino de la trilla o de sus pastos,

pudiera verme, me marché.

Entre rocas

cubiertas por la hiedra, cual la luz

celeste de una espada, apareció

un ser de majestad extraordinaria

con ojos como los de un gran milano

batiendo el bosque. Toda temblorosa,

lo vi como al milano el urogallo,

mas con mágica voz muy melodiosa

dijo: “Un largo cortejo extenuante

es el hablar de amor por boca ajena

y ver bajo los párpados de otro,

pues mis artes le dieron la pasión

a ese durmiente, y ya con mi deseo

cumplido, aquí te traje, para a solas

contigo hablar. Después mis artes dieron

final a su pasión, dejando sólo

sueño. Despertará al hacerlo el sol,

se pondrá en pie y se frotará los ojos

y no sabrá qué acceso padeciera

por doce meses”. Yo retrocedí

asustada, pero la voz siguió:

“Mujer, yo fui tu esposo en otro tiempo

en que el aire montabas y bailabas

en la espuma que gira y con el polvo

en días que olvidaste, traicionada

a estar en una cuna. Hoy he venido

a tomarte de nuevo como esposa”.

Dejé de tener miedo; con su voz

consiguió despertar viejos recuerdos,

mas respondí: “Soy esposa del Rey Eochaid,

y a su lado he tenido cuanta dicha

aguarda a las mujeres”. Imperiosa,

su voz hizo que el cuerpo pareciera

como una cuerda bajo un arco, y dijo:

“¿Qué dicha alcanzar pueden los amantes

si saben que ésta acaba en piedra muda?

Pero allí donde alzamos nuestros súbitos

palacios en el aire, los placeres

no acaban en fatiga, ni corrompe

el tiempo la mejilla, ni pie existe

que llegue a fatigarse de la danza,

ni boca que no ría; mas mis labios

lamentan entre labios que celebran

a su amor, el vacío de tu lecho”.

¿Cómo podría amar, le contesté,

si no es que cuando el alba alumbra el lecho

y muestra a mi marido que allí duerme

he suspirado “El brío y la nobleza

desaparecerán”? ¿O cómo puede

enjugar el amor sus sinsabores

si no es porque al dormir entre mis brazos,

cansado, al niño amo en el adulto?

¿Qué pueden del amor saber, si ignoran

que éste erige su nido en un repecho

al cual, sobre un barranco, azota el viento?

“Sabiendo que en el lecho mortuorio”,

entonces dijo él, “has de devolver,

quiéraslo o no, esta vida ya olvidada,

¿a qué vivir cuarenta años o treinta

yo solo, con toda esta dicha inútil?”

Entonces me tomó en sus brazos, pero

mis manos lo apartaron, y grité:

“No creo que jamás exista un cambio

que consiga tachar de mi memoria

esta vida que es dulce por la muerte;

pero si lo creyera, que tuviesen

un ansia redoblada mis dos labios

por lo que es doblemente breve”.

Luego,

la forma que mis manos apretaban

se evaporó de súbito. Caí,

pero un haya detuvo mi desplome

y agarrándome oí cantar los gallos

sobre Tara.

El Rey Eochaid, cabizbajo,

le dio gracias por lo hecho por su hermano,

sus promesas y aquello que rehusó.

Al punto los mugidos del ganado

se oyeron tras los muros, y la puerta

de bronce vio pasar a los guerreros

cansados de luchar vociferando,

y el hermano de Eochaid en el medio

ignorante les dio la bienvenida.