Poetas con los que aprendí el oficio,
compañeros del Cheshire Cheese,
he aquí un relato que rehice
imaginando que os agradaría
más que los relatos hoy en boga,
aunque penséis que malgasto mi aliento
si digo que existe una pasión
que tiene en sí más vida que muerte,
y aunque el viejo e intachable Goban no tuvo
parte en embotellar vuestro vino;
la moraleja es vuestra porque es mía.
Cuando las copas circulaban al acabar el día
—¿no comienzan así los buenos relatos?—,
los dioses se sentaban a la mesa
en su mansión de Slievanamon.
Cantaban soñolientos, o roncaban,
de vino atiborrados y de carne.
Humeantes antorchas relumbraban
sobre el metal que martilleara Goban
en plata antigua y honda que rodaba
o sobre una quieta copa sin vaciar
que, cuando el brío agitaba sus músculos,
él había forjado en la colina
para contener la sagrada pócima
que tan sólo los dioses comprar pueden.
Con ese zumo que los hizo sabios
todos alzaron los oscuros
ensueños de sus ojos,
pues alguien con aspecto de mujer
corrió ante sus párpados cansados
y temblando apasionada les dijo:
—Id a cavar, buscad un muerto
que se oculta no sé dónde bajo tierra;
burlaos de él en su cara, y después
con caballos y canes dadle caza,
pues él es el peor de los muertos.
Quedaríamos aturdidos, temerosos,
con sólo ver en sueños esa sala,
los ojos empapados en vino, maldiciendo
el sino que vació nuestro futuro.
Conocí a una mujer incontentable
porque cuando era niña soñaba
con hombres y mujeres como éstos;
y después, cuando su sangre enloqueció
enmarañó su propio relato
y dijo: —Dentro de dos o tres años
me vi a casá con un gamberro.
Y dicho esto, prorrumpió en lágrimas.
Camaradas de tasca, pues moristeis,
tal vez vuestras imágenes se yergan,
meros huesos y músculos dispersos,
ante ese aposento, u otro igual.
Afrontasteis el fin cuando erais jóvenes:
—el vino, las mujeres o una maldición—
mas nunca hicisteis el más mínimo canto
para poder llenar la bolsa,
ni proclamasteis vuestra fe en una causa
para conseguir un tropel de amigos.
Observasteis las leyes de las Musas
y afrontasteis el fin sin pesadumbre,
y por ello os ganasteis el derecho
—y aun así, alabo a Dowson y Johnson—
de aliaros con los olvidados del mundo
y copiar su mirada fija, altiva.
—La danesa hueste fue expulsada
entre el alba y el ocaso —dijo ella;
aunque estuvieron en liza largo tiempo,
aunque el Rey de Irlanda está muerto
y la mitad de los reyes, antes de la puesta de sol
todo se cumplió.
Cuando este día
Murrough, hijo del Rey de Irlanda,
fue cediendo un paso tras otro,
sus mejores tropas y él, espalda con espalda
allí habrían perecido si los daneses no huyen
presas del pánico por el ataque,
el gritar de un hombre invisible;
y agradecido Murrough descubrió
guiado por la planta de un pie mojado en sangre
que había dejado huellas por el suelo,
donde junto a viejos espinos ese hombre se alzaba;
y aunque cuando miró por doquier
no vio más que espinos, dijo;
—¿Quién es este amigo que parece aire
y aun así supo dar golpes certeros?
Entonces un joven apareció ante su vista,
y así habló: —Pues que ella me entregó
su amor, y no deseaba que muriera,
Aoife la que se crió de rocas cogió un alfiler
y apretándolo contra mi camisa
prometió que por un alfiler
nadie pudiera verme para hacerme daño:
pero ya todo acabó; no tomaré
la fortuna que había sido mi vergüenza
viendo, hijo de Rey, qué heridas tienes.
Así dijo rotundo, mas al llegar la noche
me reveló su tumba, pues él
y el hijo del Rey estaban muertos.
Le había prometido doscientos años
y cuando a pesar de todo lo que yo había hecho o dicho
—y estos ojos inmortales vertieron lágrimas—
proclamó que la necesidad de su país era lo más,
le había salvado la vida, pues por un nuevo amigo
se había convertido en un fantasma.
¿Qué se le da a él si mi corazón se rompe?
Reclamo azada, caballo y can
para poder acosarlo. Después
se arrojó al suelo,
rasgó sus vestiduras y gimió:
—¿Por qué han de ser infieles si su fuerza
surge de sacras sombras que recorren
la roca gris y la ventosa luz?
¿Por qué el corazón más infiel prefiere
el amargo dulzor de falsos rostros?
¿Por qué muere el amor más duradero
y traicionan los hombres a los dioses?
Mas entonces todo dios se levantó
con lenta sonrisa y sin hacer ruido,
y alargando su brazo y copa
adonde ella gemía sobre el suelo
de pronto la caló hasta los huesos;
y chorreándole el vino de Goban,
sin recordar lo que había sucedido,
se quedó riendo mirando a los dioses.
He sido fiel, aunque fui puesto a prueba,
a la nacida de las rocas, al pie errante entre las rocas,
y ha cambiado el mundo tras tu muerte.
Y ya no tengo buena fama
entre la escandalosa hueste frente al mar
que cree que los golpes de espada son mejores
que música de amante. Mas sea así,
para que esté contento el pie errante.