Perdón, antepasados, si aún estáis

ahí para oír el final del relato,

mercader del Viejo Dublín “exento del diez y el cuatro”,

comerciante de Galway con España;

viejo sabio rural, amigo de Emmet,

recordado cien años por los pobres;

mercader y sabio que me habéis dado sangre

que no ha pasado por las entrañas de ningún buhonero,

soldados que disteis sin importar la muerte:

un Butler o un Armstrong que resistieron

en las salobres aguas del río Boyne

a James y sus irlandeses al cruzar el de Holanda;

viejo marino mercante que saltaste por la borda

tras un sombrero astroso en el Golfo de Vizcaya;

y tú más que nadie, viejo callado y temible,

por el espectáculo diario que espoleó

mi fantasía, e hizo que mis labios niños dijeran

“Sólo las virtudes que se derrochan ganan el sol”;

perdonad que por una pasión estéril,

a punto de cumplir cuarenta y nueve,

no tenga hijos; no tengo más que un libro,

sólo eso que pruebe vuestra sangre y la mía.