En la estridente popa mecía
el gobernalle en su extremo,
y veía por doquiera iba pasando
una multitud en la orilla.
Y aunque acallé a la multitud,
todo hijo de hombre me dijo:
“¿Qué es esa figura con sudario
en un estridente lecho?”
Y tras correr por el borde,
clamé a esa cosa que abajo estaba
—tan dignos eran sus brazos y piernas—
por el dulce nombre de la Muerte.
Aunque me llevé el dedo al labio,
¿qué podía sino aceptar el canto?
El tropel que corría, el estridente bosque,
toda la noche clamaron,
clamando ante el mar reluciente,
con extasiado hálito nombrándola,
—porque tenía tal dignidad—
con el dulce nombre de la Muerte.