No me hace feliz soñar con Brocelianda,
ni con Avalón, el hoyo de verde hierba, ni con la Isla Jubilosa,
donde una halló a Lanzarote enloquecido y lo ocultó;
ni con el Ulster, cuando Naoise desplegó una vela al viento;
ni con tierras harto borrosas como para ser un peso en el corazón:
el País bajo las Olas, donde de la luz de la luna y el sol
siete viejas hermanas devanan los hilos de los longevos,
el País de la Torre, donde Aengus ha abierto de par en par las puertas,
y el Bosque Prodigioso, donde alguien mata un buey al alba,
para hallarlo cuando cae la noche en un féretro de oro.
Allí hay muchas reinas como Branwen y Ginebra;
y Niamh y Laban y Fand, que se podían transformar en nutria o cervato,
y la mujer del bosque, cuyo amante se volvió un halcón de ojos azules;
y cuando paso en sueños junto a una arboleda, o un fortín, o una playa,
o sobre las olas deshabitadas con reyes para tirar de los remos,
oigo que la cuerda del arpa las alaba, u oigo sus lastimeras palabras.
Porque de algo dicho bajo el famélico cuerno
de la luna del cazador, suspensa entre la noche y el día,
soñar con mujeres cuya belleza se vino abajo consternada,
incluso en un viejo relato, es una carga insoportable.