LA MALDICIÓN DE ADÁN

Sentados a finales de un verano,

esa hermosa mujer —tu buena amiga—

y tú y yo, hablando de poesía,

dije: “Un verso quizá nos cueste horas,

mas si ese mismo verso no parece

haber sido pensado en un instante,

todo nuestro coser y descoser

no habrá servido entonces para nada.

Mejor, si no, doblar el espinazo

y fregar la cocina o picar piedras

como un pobre, haga tiempo bueno o malo.

Que articular sonidos melodiosos

es trabajar más duro, y sin embargo,

que sea el pensamiento un haragán

junto al ruidoso hatajo de banqueros,

clérigos y maestros, que los mártires

denominan el mundo.”

                                        Ante lo cual

esta hermosa mujer por cuya causa

muchos conocerán grandes congojas

hallando que su voz es dulce y débil,

contestó: “Nacer mujer es saber

—aunque no te lo enseñen en la escuela—

que hemos de esforzarnos por ser bellas.”

A lo que dije yo:

“Es cierto que no existe nada hermoso

desde la caída de Adán a hoy

que no requiera esfuerzos denodados.

Amantes ha habido que creyeron

que el amor era sólo cortesía,

y, eruditos, citaban, suspirando,

precedentes de libros venerables,

mas hoy esto parece algo muy fútil.”

Al hablar del amor enmudecimos

y vimos expirar la luz del día:

en el trémulo azul glauco del cielo,

una luna gastada, cual la concha

que las aguas del tiempo van lavando

días y años, y en torno las estrellas.

Solamente pensaba en tus oídos,

que tú eras bella, y en cómo me esforzaba

en amarte de un modo ya anticuado;

que aunque todo parecía feliz,

los dos teníamos

cansado el corazón como la luna.