Grité cuando la luna musitaba a las aves:
“Que la avefría y el zarapito griten donde quieran,
yo anhelo tus palabras alegres, tiernas y dolientes,
pues los caminos no acaban y no hay lugar para mí.”
La luna pálida como la miel lucía baja sobre la ladera,
y yo caí dormido sobre el solitario Echtge de los arroyos.
No se han marchitado las ramas por el viento invernal;
se han marchitado porque les he contado mis sueños.
Conozco los caminos frondosos que toman las brujas
que vienen con coronas de perlas y sus husos de lana,
y su sonrisa secreta, de lo hondo del lago;
sé adonde va una luna borrosa, donde la raza de los Danaan
devana sus bailes cuando la luz se enfría
en los prados de las islas, sus pies donde brilla la pálida espuma.
No se han marchitado las ramas por el viento invernal;
se han marchitado porque les he contado mis sueños.
Conozco el país somnoliento que sobrevuelan los cisnes
emparejados con cadenas de oro, y cantan al volar.
Un rey y una reina vagan por allí, y el ruido
les ha dejado tan felices y abatidos, tan sordos y ciegos
con el saber, que vagan hasta que han pasado todos los años;
lo conozco, y al zarapito y la avefría en Echtge de los arroyos.
No se han marchitado las ramas por el viento invernal;
se han marchitado porque les he contado mis sueños.