Si tan sólo yacieras fría y muerta,
la luz palideciendo en el oeste,
vendrías inclinando la cabeza,
y yo pondría la mía en tu pecho;
tú me susurrarías cosas tiernas,
perdonándome, porque estabas muerta;
no te alzarías, yéndote deprisa,
libre como los pájaros salvajes;
tu pelo envolvería, recogido,
la luna, el sol y las estrellas.
Quisiera, amada mía, que yacieras
bajo hojas de acedera sobre el suelo
mientras una a una las luces palidecen.