Remota, secretísima, inviolada
Rosa, envuélveme en la hora de mis horas;
donde aquellos que en el Santo Sepulcro
o en el tonel de vino te buscaran
habitan más allá del alboroto
y el fragor de los sueños derrotados;
hundida entre los párpados muy pálidos,
cargada con el sueño que los hombres
han llamado Belleza. Con tus hojas
envuelves viejas barbas y los yelmos
de oro y de rubí de coronados
Magos; y a aquel rey cuyos ojos vieron
las Manos Traspasadas y la Cruz
de saúco elevarse entre un vapor
druídico y nublarse las antorchas,
y luego enajenado se murió;
y aquel que a Fand halló junto a las llamas
en una costa gris sin viento alguno
y perdió al mundo y a Emer por un beso;
y a aquel que echó a los dioses de su castro
y cien auroras rojas hizo fiestas
y lloró junto al túmulo a sus muertos;
y aquel rey soñador que desterrara
lejos de sí corona y pesadumbres,
y convocando a bardos y bufones
vivió entre vagabundos en la fronda;
y a quien vendió sus tierras y sus bienes
y buscó muchos años por países
hasta hallar, entre lágrimas y risas,
a una bella mujer, tan luminosa
que trillaban maíz a medianoche
junto a una trenza suya que le hurtaran.
Así también yo aguardo la hora grave
de tu gran vendaval de amor y de odio.
¿Cuándo se apagarán las luminarias
del cielo, como chispas de una forja,
y morirán? ¿Llegada es ya tu hora?
¿Sopla ya tu gran vendaval, oh Rosa
remota, secretísima, inviolada?