El bufón entró en el jardín,
el jardín había caído en el silencio;
y mandó a su alma que se alzara
y posarse en el alféizar de ella.
Con un ropaje azul liso se alzó
cuando empezaban a cantar las lechuzas;
su lengua se había hecho sabia pensando
en su pisada leve y silenciosa.
Pero la joven reina no quiso escuchar;
se levantó con su pálido camisón
y se metió tras el pesado marco
y echó los pestillos de la ventana.
Él mandó a su corazón ir a ella
cuando ya no cantaban las lechuzas;
con un ropaje rojo y tembloroso
a través de la puerta la cantó.
Su lengua se había hecho sabia soñando;
en su pelo flotante y floreal;
mas ella cogió su abanico de la mesa
y dijo con él adiós agitándolo en el aire.
“Tengo un gorro y cascabeles”, meditó él,
“se los mandaré a ella y moriré”,
y al clarear la mañana
los dejó por donde ella pasó.
Ella los puso en su regazo,
debajo de una nube de su pelo,
y sus labios les cantaron una canción de amor
hasta que en el aire surgieron las estrellas.
Ella abrió la puerta y la ventana,
y el corazón y el alma al punto entraron;
a su mano derecha fue el rojo
y a su izquierda la azul.
Arman un ruido cual de grillos,
una plática sabia y dulce,
y el pelo de ella fue una flor doblada
con el silencio del amor a sus pies.