Salí a la avellaneda porque un fuego
me estaba consumiendo la cabeza;
corté y pelé una rama de avellano,
y una baya le puse como anzuelo,
y, volando las polillas blanquecinas,
y, brillando los astros, cual polillas,
lancé la baya al curso de un riachuelo
y pesqué una truchita plateada.
Cuando la hube puesto sobre el suelo,
fui a avivar la hoguera, y escuché
que algo se agitaba sobre el suelo
y que alguien me llamaba por mi nombre:
se había convertido en una joven
con flores de manzano sobre el pelo,
y me llamó por mi nombre, y corrió,
y se esfumó en el aire iluminado.
Aunque me he hecho viejo, siempre errante
por tierras de hondonadas y colinas,
he de averiguar dónde se fue,
besar sus labios, y estrechar sus manos,
y andar entre los altos pastizales,
y coger, hasta el final de los tiempos,
las manzanas de plata de la luna,
y las doradas manzanas del sol.