Mira, amada, tu propio corazón,
el árbol más sagrado crece allí;
sagradas ramas saltan de la dicha,
y dan todas las flores temblorosas.
Los colores cambiantes de su fruto
han dado luz alegre a las estrellas;
de su raíz oculta la certeza
ha plantado el silencio de la noche;
con su copa frondosa, estremecida,
su melodía ha dado al oleaje,
y hace casar mis labios con la música,
susurrando por ti un canto de mago.
Los amores allí danzan en corro,
el círculo encendido de los días,
que de un lado a otro gira y brota
con la dulce ignorancia del follaje;
recordando el cabello alborotado
y sandalias aladas que se lanzan,
tus ojos se desbordan de cariño:
mira, amada, tu propio corazón.
No mires más en el amargo espejo,
con su sutil astucia, a los demonios
alzarse ante nosotros cuando pasan,
o, si lo haces, míralo sólo un poco;
pues allí crece una imagen fatal
que la noche recibe tempestuosa,
raíces medio ocultas por la nieve,
y ramas rotas y hojas renegridas.
Porque todo se vuelve cosa estéril
al verse en el espejo demoníaco,
el espejo de la fatiga externa,
creada cuando Dios durmiera antaño.
Allí, por el ramaje roto, van
los cuervos del inquieto pensamiento;
volando, gritando por doquier,
con garras crueles y ávidas gargantas,
o tiesos mientras huelen en el aire
y sacuden sus alas andrajosas.
¡Ay! Tus ojos, tan tiernos, hoy son crueles:
no mires más en el amargo espejo.