El viejo sacerdote Peter Gilligan
estaba fatigado noche y día;
pues la mitad de su rebaño estaba en cama
o bajo el césped verde ya yacía.
Una vez, dormitando en una silla,
a la hora en que salen las polillas,
otro pobre hombre lo mandó llamar,
y él empezó a sufrir.
—No tengo paz, descanso ni alegría,
pues la gente no para de morirse.
Y enseguida gritó: —¡Padre, perdón!
¡Ha hablado mi cuerpo, no yo!
Se arrodilló y apoyándose en la silla
rezó y se quedó adormilado;
y el atardecer se retiró de los campos,
y fueron asomando las estrellas.
Poco a poco se hicieron millones,
y a las hojas las sacudió el viento;
y Dios cubrió de sombra el universo,
y le susurró al género humano.
A la hora en que pían los gorriones
cuando volvieron las polillas,
el viejo sacerdote Peter Gilligan
se levantó y se puso de pie.
—¡Huy! ¡Huy! El hombre se habrá muerto
mientras yo dormía en la silla.
Hizo que despertara su caballo,
y cabalgó a toda prisa.
Cabalgó como nunca antes hiciera,
por sendas pedregosas y pantanos;
la mujer del enfermo abrió la puerta;
—¡Padre! ¿Otra vez usté aquí?
—¿Ha muerto el desgraciado? —gritó.
—Murió hace una hora.
El viejo sacerdote Peter Gilligan
se tambaleó de dolor.
—Al irse usté, se trastornó y murió
alegre como un pájaro.
El viejo sacerdote Peter Gilligan
se arrodilló al oír esta noticia.
—Aquél que hizo la noche estrellada
para almas que se cansan y desangran,
envió a uno de Sus magníficos ángeles
para ayudarme cuando hacía falta.
—Aquél a quien envuelven mantos púrpuras,
y de los astros cuida,
se apiadó de la cosa más pequeña
dormida en una silla.