Fergus. Te he seguido entre rocas todo el día
y tú has ido cambiando de apariencia:
primero un cuervo viejo en cuyas alas
apenas si quedaba ya una pluma,
luego una comadreja entre las piedras,
y ahora te recubre forma humana,
un hombre cano en medio de la noche.
Druida. Rey de la Rama Roja, ¿qué deseas?
Fergus. Esto te digo, sabio entre los sabios:
joven y sutil, Conchobar un día
vino a mi lado cuando yo juzgaba,
y cuanto dijo era muy sabio, y fácil
fue para él lo que para mí una carga:
le puse en la cabeza la corona
para así desterrar mis aflicciones.
Druida. ¿Rey de la Rama Roja, qué deseas?
Fergus. ¡Un orgulloso rey! Ésa es mi angustia.
Festejo con los míos en el monte,
y recorro los bosques, y conduzco
las ruedas de mi carro en la frontera
blanca del océano susurrante;
y aún siento la corona en mi cabeza.
Druida. Mas, ¿qué deseas, Fergus?
Fergus. No ser rey,
y tener tu sapiencia ensoñadora.
Druida. Contempla mi cabello encanecido
y mis hundidos pómulos, las manos
que sostener no pueden ya la espada,
el cuerpo tembloroso como un junco…
Jamás mujer ninguna me ha querido,
ningún hombre ha buscado mi socorro.
Fergus. Un rey no es más que un necio que se afana
estérilmente en ser lo que otro sueña.
Druida. Ten la bolsa de sueños, si te empeñas;
desata el cordón, y te envolverán.
Fergus. Veo que mi vida huye como un río
de un cambio a otro; he sido muchas cosas:
una gota verde en la ola, un fulgor
sobre una espada, un pino en la colina,
un esclavo que muele en un molino,
un rey sentado en cátedra de oro,
y todo fue maravilloso y grande;
mas hoy que no soy nada, lo sé todo.
Ah, Druida, grandes redes de tristeza
esconde esta cosita cenicienta.