Venid aquí, rapazuelos,
y no me tiréis piedras a mí
porque hable entre dientes.
Apiadaos de Molí Magee.
Mi marido era un pobre pescador
con mando en las orillas;
y yo salaba arenques
todo, todo el santo día.
Y a veces, desde la cabaña en que salaba
apenas podía arrastrar los pies,
bajo la bendita luz de la luna
por la calle guijarrosa.
Siempre estaba debilucha,
recién nacida mi hijita;
de día la cuidaba una vecina,
y yo la cuidaba hasta el alba.
Me echaba sobre mi niña;
queridos rapazuelos,
atendía a mi niña fría
cuando el alba helada y clara.
¡Una mujer cansada duerme tan mal!
Mi marido se puso colorado y pálido,
y me dio dinero, y me ordenó marchar
a casa de los míos, en Kinsale.
Me condujo afuera y cerró la puerta
y me echó su maldición;
en silencio me marché
y no pude ver ningún vecino.
Ventanas y puertas estaban cerradas,
una estrella brillaba tenue y verde,
la paja del camino se arqueaba
en el callejón vacío.
En silencio me marché:
al pasar junto al establo de Martin
vi a una afable vecina
soplando su fuego matinal.
Me entresacó mi historia:
he gastado todo mi dinero,
y aunque con ojos de piedad y burla
me da de comer y beber.
Dice que seguro que vendrá mi marido,
y me llevará otra vez a casa;
pero siempre, cuando voy por ahí,
puertas afuera o en el interior de las casas,
amontonando leña o turba,
o yendo al pozo,
pienso en mi bebé
y lloro por mi suerte.
Y a veces estoy segura de que sabe
que al abrir de par en par Su puerta,
Dios enciende las estrellas, sus velas,
y mira con buenos ojos a los pobres.
Así que, rapazuelos,
no me tiréis piedras a mí;
congregaos con ojos brillantes
y apiadaos de Moll Magee.