Tus ojos que en tiempos jamás se cansaban de los míos
se inclinan con pesar bajo caídos párpados,
pues nuestro amor declina.
Y entonces ella:
—Aunque nuestro amor decline, quedémonos
una vez más junto al solitario borde del lago,
juntos en esa hora de mansedumbre
en la que esa pobre criatura fatigada, la Pasión, cae dormida:
qué lejanas parecen las estrellas, y qué lejos
nuestro primer beso, y, ay, ¡qué viejo mi corazón!
Absortos anduvieron entre marchitas hojas,
y lentamente él, que sostenía la mano de ella, repuso:
—La Pasión ha fatigado muchas veces nuestros corazones errantes.
Los rodeaban los bosques, la hojarasca amarilla
caía como débiles meteoritos en la oscuridad
y un viejo conejo paseó cojeando por la vereda;
el otoño estaba sobre él, y ahora se encontraban
una vez más junto al borde solitario del lago;
volviéndose vio que ella se había puesto hojas muertas
reunidas en silencio, húmedas como sus ojos,
en el pecho y en el pelo.
-Ah, no te lamentes, dijo él,
de que estemos cansados, otros amores aguardan;
en horas sin tribulaciones, odia y ama.
Ante nosotros se extiende la eternidad; nuestras almas
son amor y perpetua despedida.