Había un hombre a quien la Pena hizo su amigo,
y él, soñando con su alta camarada,
con pasos lentos fue por las arenas
fúlgidas y rumorosas, donde acuden
las ondas encrespadas bajo el viento:
y clamó a las estrellas, que bajaran
de sus pálidos tronos a aliviarlo,
pero éstas se rieron y cantaron.
Y entonces el hombre a quien la Pena hizo su amigo
gritó: ¡Lúgubre mar, oye mi lastimosa historia!
El mar siguió su curso y dio su antiguo grito silencioso,
rodando entre colinas soñoliento.
Él dejó de perseguir la gloria de éste,
y deteniéndose en un remoto valle ameno
gritó su historia a las rutilantes hojas de rocío.
Mas nada oyeron, pues ellas siempre escuchan
el sonido de su propio gotear.
Y luego el hombre a quien la Pena hizo su amigo
buscó otra vez la playa, y halló una concha,
y pensó, Mi pesarosa historia contaré
hasta que, haciéndose eco, mis palabras
envíen su tristeza a través de un corazón hueco y perlado
y cante para mí mi propia historia
y alivien mis palabras susurradas
y, ay, mi antiguo pesar desaparezca.
Cantó entonces quedo junto al perlado borde;
mas el triste habitante del océano
tornó cuanto él cantó en un gemido inarticulado
entre sus confusos pliegues, olvidándolo.