LIBRO TERCERO

Huía la espuma bajo nosotros, y en torno, un humo lechoso y errante,

alto como la cincha de la silla, velaba a nuestras miradas la corriente,

y quienes huían, y nos seguían, salían de la distancia pálida de espuma;

vimos en sus rostros el deseo inmortal de los Inmortales, y suspiramos.

Medité sobre las cacerías con los fenianos, y Bran, Sceloan, Lomair,

y jamás cantó una canción Niamh, y sobre la punta de mis dedos

ora vino el deslizarse de lágrimas y el barrido del cabello frío de niebla,

ora la calidez de los suspiros, y después el temblar de los labios.

¿Llevábamos cabalgando días u horas, cuando, envuelta en una paz horrorosa,

una isla apareció ante nosotros, con avellanos y robles goteantes?

Y estábamos a la orilla de un mar que no veíamos; pues más blanca que vellón recién lavado

la espuma huía bajo nosotros, y en torno, un humo lechoso y errante.

Y cabalgamos sobre las llanuras de la orilla, la orilla estéril y gris,

arena gris sobre el verde de la hierba y sobre los árboles goteantes,

goteantes e inclinados hacia tierra como si quisieran alejarse enseguida

como un ejército de viejos que anhelan reposar del gemir de los mares.

Pero los árboles se hacían más altos y apretados, inmensos en sus arrugadas cortezas;

goteando, un gotear murmurante; el antiguo silencio y ese único ruido;

pues no vivía allí ningún ser vivo, no se movían comadrejas en la oscuridad:

largos suspiros se apoderaban de nuestro ánimo, a nuestros pies borboteaba el terreno.

Y las orejas del caballo se internaban en el vacío de la noche,

pues, como se alejan de un marino lentamente hundiéndose los rayos del mundo y el sol,

cesaba en nuestras manos y rostros, en hoja de roble y avellano, la luz,

y las estrellas se borraron sobre nosotros, y el mundo entero parecía idéntico.

Hasta que el caballo dio un relincho; pues, cargado de troncos de avellano y de roble,

un valle fluía bajo sus cascos, y allí bajo la larga hierba yacía,

a la luz de las estrellas y sombras, un pueblo monstruoso que dormitaba,

sus cuerpos desnudos y esplendentes derramados y amontonados en el camino.

Y junto a ellos había flechas y hachas de guerra, flechas y escudos y hojas de espadas;

y cuernos que blanqueaba el rocío, en cuya cavidad un niño de tres años podría

dormir sobre un lecho de juncos, y todos con incrustaciones y labrados,

y más hermosos de lo que el hombre puede hacerlos con bronce, plata y oro.

Y cada una de las enormes criaturas blancas era más grande que ochenta hombres;

la parte superior de sus orejas estaba cubierta de plumas, y sus manos eran garras de aves,

y, agitando los penachos de hierbas y las hojas de las paredes de la nava,

venía el aliento de esos cuerpos, largo tiempo sin guerra, más blancos que requesón.

Tan espacioso era el bosque sobre ellos, que Aquel que tiene estrellas por rebaños

podía acariciar las hojas con Sus dedos, sin descender de Sus cielos llenos de rocío;

tanto tiempo llevaban durmiendo que en sus rizos habían anidado lechuzas,

colmando la fibrosa penumbra con largas generaciones de ojos.

Y sobre sus extremidades y el valle las lentas lechuzas iban y venían,

ora donde el fuego de las estrellas, ora donde las sombras se extendían;

y el jefe de aquellas enormes criaturas blancas, sus rodillas en la tenue llama de los astros,

yacía relajado entre las sombras: tiramos de las riendas a su lado.

Doradas las uñas de sus garras de ave, relajadas sobre el umbrío suelo;

en una había una rama de pálido fulgor con muchas más campanas que suspiros hay

en el pecho de un viejo; las lechuzas que se agitaban y caminaban alrededor

frotaban sus cuerpos con él, llenando las tinieblas con sus ojos.

A mi mirada afluían los durmientes; no, no desde que empezara el mundo,

en reinos donde los hermosos eran muchos, ni en encantos lanzados por demonios,

el salado ojo del hombre ha conocido tal belleza en rostros vivos,

aunque fatigados por pasiones que decayeron cuando el séptuple mar era joven.

Y contemplé la rama con cascabeles, antepasada del sueño, hace mucho cantada por los Sennachies.

Vi cómo aquellos amodorrados, allí acampados en la hierba profunda, fatigados

de guerras con todo el mundo y de recorrer las orillas de los errabundos mares,

ponían las manos en la rama de cascabeles y la hacían oscilar, se nutrían de un sueño inhumano.

Arrebatándole el cuerno a Niamh, hice sonar una larga nota sostenida.

Vino un sonido de aquellos durmientes monstruosos, un sonido como de moscas,

Él, haciendo temblar sus labios, e irguiendo la columna de su garganta,

me observó con doliente asombro desde los pozos de sus ojos.

Le grité: “¡Sal de las sombras profundas, rey de las uñas de oro!

Y háblanos de los hermosos seres de tu casa y de las hermosas obras de vuestras manos,

para que podamos meditar a la luz de los astros y hablar de las lides de antaño;

quien te pregunta, Oisin, es noble, y viene de las tierras fenianas.

Sus ojos estaban medio abiertos, y me observaron, turbios con el humo de sus sueños;

sus labios se movieron despacio para contestar, pero no emitieron respuesta;

luego hizo oscilar en sus dedos la rama de cascabeles, y lento goteó un sonar en vagos arroyos

más tenue que copos de nieve en abril y atravesando el tuétano como una llamarada.

Envuelto en la ola de esa música, con un cansancio mayor que el de la tierra,

el tumulto de mis siglos me llenó; y como una piedra que el mar cubre se fueron

los recuerdos de mis cuitas todas y los recuerdos de mis júbilos todos,

y una luz tenue descendió de los astros y me colmó hasta los huesos.

En las raíces de la hierba, en las de la acedera, tendí mi cuerpo;

y Niamh, pálida como perla, se tendió junto a mí, la frente recostada en mi pecho;

y el caballo desapareció en la distancia, y empezaron a fluir año tras año;

las hojas cuadradas de la hierba se movían en derredor, obligándonos al reposo.

Y durante un siglo allí olvidé, hombre de muchos báculos blancos,

cómo los espolones chorrean sangre en la batalla, cuando los caídos ruedan sobre los caídos;

cómo el halconero sigue al halcón en las malas hierbas del solar de la garza,

y el nombre del demonio cuyo martillo forjara un día la espada de Conchobar.

Y durante un siglo allí olvidé, hombre de muchos báculos blancos,

que el asta de la lanza está hecha de madera de fresno, el escudo de mimbre y de piel;

cómo los martillos brincan sobre el yunque, allí donde arde la punta de la lanza;

cómo los lentos bueyes de ojos azules de Finn mugen tristemente en la tarde.

Pero en sueños, hombre apacible de muchos báculos, llevando el polvo con sus huestes,

se movían en torno a mí, de marinos y hombres de tierra firme, todos los que son cuentos de invierno;

vinieron junto a mí los reyes de la Rama Roja, con estruendo de risa y de cantos,

o se movieron como una vez lo hicieran, haciendo el amor o penetrando la tempestad con velámenes.

Vinieron Blanaid, Mac Nessa, el alto Fergus que antaño se escabullía a los festines;

Barach el cocinero, el traidor; y a la guerra, nunca seco el escupitajo de su cara,

Balor el oscuro, viejo como un bosque, en carro, con la poderosa cabeza hundida

desamparada, mientras los hombres levantaban los párpados de su ojo fatigado y mortífero.

Y junto a mí, con tenues ropajes rojos, en estruendosos ríos se movían los fenianos,

y Grania, caminando y sonriendo, cosía con su aguja de hueso.

Así viví y no viví, así trabajé y no trabajé, con seres de sueños,

en un prolongado sueño de hierro, como un pez en el agua cual una piedra enmudece.

A veces nuestra soñolencia se aligeraba. Cuando el sol era de plata o de oro;

cuando nos rozaban las alas de las lechuzas, en la penumbra en que les gusta estar;

cuando una luciérnaga estaba verde sobre una brizna de hierba, abandonada su guarida en el mantillo;

en duermevela, abríamos los párpados, y contemplábamos suspirando la hierba.

Así observaba, hombre de los báculos, cuando al acabar un siglo cayó, débil,

en mitad del prado, a millas de distancia de su ámbito aéreo,

un estornino como aquellos que se reunían bajo una luna que velaba blanca como una concha

cuando los fenianos realizaban una incursión por la mañana con Bran, Sceolan, Lomair.

Desperté: el caballo extraño marchó lejos sin que nadie lo llamase,

apretando su hocico en mi hombro; sabía él en lo más profundo de su pecho

que una vez más se movía en el mío la inveterada tristeza del hombre,

y que deseaba abandonar a los Inmortales, su penumbra y su rocío goteante de sueño.

Oh, si hubieses visto a la bella Niamh tornarse tan blanca como las aguas,

señor de los báculos, hasta tú mismo habrías alzado las manos y llorado:

pero con el ave en los dedos, monté, recordando sólo que la delicia

del crepúsculo y el sueño habían desaparecido, y que impacientes golpeaban los cascos.

Grité: “¡Oh, blanquísima Niamh! Aunque sólo fuese un día de doce horas,

debo contemplar la barba de Finn, y trasladarme a donde jóvenes y viejos

en las moradas de zarzo de los fenianos sobre el tablero se inclinan y juegan.

¡Ah, hoy me sería dulce incluso la lengua calumniosa de Conan el calvo!

“Una remota galera abandonada en la Isla Meridiana sería como yo,

recordando a sus camaradas de largos remos, las velas convertidas en trapos deshilachados;

no arrastrarse más por el mar con largos remos una milla tras otra,

sino estar en medio de acometidas de moscas y el florecer de juncos y lirios.”

“Con inmóviles ojos de espíritus dulcificados con pensamientos misteriosos,

la observaron aquellos rostros sin arrugas desde el fulgurante límite del valle;

mientras ella murmuraba: “Oh, errante Oisin, ninguna fuerza tiene la rama con cascabeles,

pues se mueve viva en tus dedos la palpitante tristeza de la tierra.

“Atraviesa entonces las tierras sobre la silla y ve qué hacen los mortales,

y ven dulcemente a tu Niamh sobre la cresta de las olas,

mas llora por tu Niamh, Oisin, llora; pues con que sólo roce tu suela

levemente como un ratón las guijas del suelo, ya nunca volverás a mi lado.

“Oh flameante león del universo, oh, ¿cuándo volverás al reposo?”

La veía en una montura lejana; desde la tierra elevó su lamento:

“Quisiera morir como una hoja marchita en el otoño, porque pecho junto a pecho

ya no volveremos a estar, ni nuestras miradas vaciarán su mirar solitario

“en las islas de los mares más remotos, adonde sólo los espíritus llegan.

¿No eran los vientos más suaves que el aliento de una paloma que duerme en su nido,

o perdido en los fuegos de llamas y aromas el sonido del vago tambor del mar?

Oh flameante león del universo, oh, ¿cuándo volverás al reposo?”

Se hizo lejano el sollozo; cabalgué junto a los bosques de la corteza arrugada,

donde siempre hay un gotear susurrante, un viejo silencio y ese único sonido;

pues ninguna criatura vive allí, ninguna comadreja se mueve en la oscuridad;

en un ensueño olvidadizo de todo, sobre el suelo borboteante.

Y cabalgué por las llanuras de la orilla, donde todo es estéril y es gris,

gris de la arena sobre el verde de la hierba y los árboles goteantes,

goteantes e inclinados hacia tierra como si quisieran alejarse enseguida

como un ejército de viejos que anhelan reposar del gemir de los mares.

Y los vientos hacían que la arena de la orilla diera vueltas y vueltas,

como mi mente a los nombres fenianos. Lejos del avellano y del roble,

cabalgué sobre el oleaje, donde, alta como el arzón del caballo,

la espuma huía bajo mí, y en torno a mí: un errante y lechoso vapor.

Lejos huían los copos de espuma, los vientos huían de aquella vastedad,

aferrando en secreto al pájaro; y jamás supe, abrazado en la distancia,

cuándo helaron la tela que cubría mi cuerpo como una armadura fuertemente claveteada,

pues el Recuerdo, aliviando su delgadez, entonaba un canto fúnebre ante mi corazón.

Hasta que, cebando los vientos de la mañana, un olor de heno recién segado

vino, y mi frente se agachó, y cayeron como bayas mis lágrimas;

después se produjo un ruido, medio perdido en el de una playa lejana,

el reclamo de la gran barnacla; y, después, las algas marrones de la playa.

Si fuera como fui una vez, con los fuertes cascos aplastando la arena y las conchas,

saliendo del mar como sale la aurora, con un canto de amor en los labios,

sin toser, con la cabeza en las rodillas, y rezando, y airado con los cascabeles,

no dejaría cabeza de santo sobre su cuerpo desde Rachlin a Bera de los barcos.

Poniendo distancia ante el oleaje inflamado, cabalgué por un camino de herradura

muy maravillado de ver por doquier, hechas de zarzo y madera,

tus iglesias coronadas por campanas, y sin guardia el túmulo sagrado y el fortín,

y un pueblo débil, pequeño, que se agachaba con azadones y palas,

o desherbando o arando con rostros iluminados por la humedad de muchas fatigas;

mientras en este lugar y en aquél, con cuerpos nada gloriosos, estaban sus jefes,

aguardando pacientes la muerte natural, cogidos en tu red, hombre del báculo;

de mi boca brotó la risa de menosprecio como el rugir del viento en un bosque.

Y porque pasé junto a ellos tan enorme y veloz y con ojos brillantes,

me siguió el duro mirar de la juventud, o un anciano levantó la cabeza:

y cabalgué y cabalgué, y grité “Los fenianos cazan lobos de noche,

así que dormid de día.” Y una voz gritó, “Hace mucho que los fenianos han muerto.”

Uno de barba cana estaba silencioso en el sendero, como hierba seca la carne de su rostro,

y en pliegues en derredor de sus ojos y boca, estaba triste como un niño sin leche;

y se habían desvanecido los sueños de las islas, y supe cómo los hombres sufren y desaparecen,

y su perro, y su caballo, y su amor, y sus ojos que brillan tenuemente como seda.

Y envolviendo mi rostro en mi pelo, murmuré, “A la vejez fallecieron”;

y mis lágrimas eran mayores que bayas, y murmuré: “Donde se extienden las nubes blancas

en Crevroe o la amplia Knockfefm, con muchos de antaño celebran banquetes

en el solar de los dioses.” Gritó él, “No, mucho ha que los dioses han muerto.”

Y solitario, y anhelando a Niamh, sentí un escalofrío y me di la vuelta,

con el corazón deseando saltar como un saltamontes al suyo;

me di la vuelta y galopé hacia el oeste, y seguí el viejo grito del mar

hasta que vi donde Maeve duerme hasta que se separan la luz de las estrellas y la noche.

Y allí a los pies de la montaña, dos portaban un saco lleno de arena,

lo cargaban tambaleándose y sudando, pero finalmente cayeron con su carga.

Inclinándome desde la silla recamada de joyas, lo lancé a cinco yardas con mi mano,

con un sollozo por hombres tan debilitados, un sollozo por el viejo vigor de los fenianos.

Lo demás ya lo has oído, hombre del báculo; cómo, al partirse la cincha,

caí en el sendero, y el caballo huyó igual que una mosca de verano;

y mis trescientos años cayeron sobre mí, y me levanté, y caminé por la tierra,

un viejo que se arrastra, soñoliento, nunca seca la baba de su barba.

Cómo los hombres del saco de arena me mostraron una iglesia con su campanario en el aire;

un lugar triste, donde en lugar del hacha de guerra brilla en mis turbios ojos el báculo.

¿Dónde se hallan Caoilte y Conan, y Bran, Sceolan, Lomair?

Habla, que a ti también te hacen viejo las rememoranzas, un anciano rodeado de sueños.

San Patricio: Donde la carne de la planta del pie se agarra a las piedras que arden en su lugar;

donde los demonios los azotan con filamentos sobre las piedras ardientes del vasto Infierno,

mientras ven cómo marchan muy lejos los benditos, y la sonrisa en el rostro de Dios,

entre ellos un portal de cobre, y el aullido de los ángeles caídos.

Oisin: Pon el cayado en mis manos, pues me voy a los fenianos, oh clérigo, para entonar

los cantos de guerra que los animaran antaño; se alzarán, formando nubes con su aliento

cantando exultantes, innúmeros; la tierra bajo ellos palpitará,

y quedarán los demonios hechos pedazos, y pisoteados bajo ellos hasta morir.

Y los demonios temerán en su oscuridad; un profundo horror de ojos y de alas;

atemorizados, con las orejas en tierra, escucharán y se alzarán y llorarán;

oyendo el chocar de escudos y el temblor de las cuerdas de los arcos,

oyendo el clamoroso murmullo del Infierno, mientras gritando y burlándonos nos arrastramos.

Arrancaremos las piedras llameantes y abatiremos la puerta de latón

y entraremos, que nadie dice “No” cuando entra el huésped armado hasta los dientes;

barreremos como una escoba, y marcharemos como se mueven los bueyes sobre la hierba tierna;

y luego en el festín, conversaremos sobre la guerra, y las viejas heridas, y volveremos a nuestro reposo.

San Patricio: Sobre las piedras llameantes, sin refugio, las extremidades de los fenianos han sido lanzadas;

no hay guerra con los señores del Infierno, que podrían destrozar el mundo con su rabia;

mas arrodíllate y desgasta las losas, y ora por tu alma que se ha perdido

por el amor demoníaco de su juventud y su vejez apasionada y sin Dios.

Oisin: ¡Ay de mí! Sacudido por la tos y acongojado por la vejez y el dolor,

sin risa, un espectáculo para los niños, a solas con el recuerdo y el miedo;

privado de horas purpúreas como la capa de un mendigo bajo la lluvia,

como un almiar en la crecida, o un lobo al que ha tragado una presa.

Triste sería contemplar a los benditos si no estuviera entre ellos nadie a quien conociese;

¡tiro la cadena de las piedrecitas! Cuando la vida que hay en mi cuerpo se apague,

iré a Caoilte, y Conan, y Bran, Sceolan, Lomair, y habitaré

en la casa de los fenianos, sea entre las llamas o en el banquete.