LIBRO SEGUNDO

DESPUÉS, hombre de báculos, las sombras

nos llamaron por nuestros nombres y luego

huyeron, como remolino de llamas; y entonces,

cubiertos por la niebla y sin hacer ruido,

huyeron dama y joven, ciervo y perro.

“Deja de mirar a los fantasmas”, dijo Niamh,

y me besó los ojos, y moviendo la cabeza luminosa

y el luminoso cuerpo, cantó de las hadas y del hombre

antes de que existiera Dios o mi vieja estirpe empezara;

sombrías guerras, vastas, exultantes; las hadas de antaño

que casaban con hombres de anillos de druídico oro;

y cómo aquellos amantes nunca vuelven su vista

a la vida que se apaga, parpadea y muere,

aunque el amor y el beso en lúgubres orillas remotas

rodaban con música de la espuma suspirante:

mas dejó de contar cuando, como una abeja oscura

que ha libado mucho, cruzó el mar nebuloso

conmigo en sus blancos brazos, cien años

ya hace; pues ya todo el caer de las lágrimas

turbaba su canción. No sé si días u horas transcurrieron,

mas creo que los rayos matutinos

brillaron muchas veces entre las tersas flores

entretejidas en su pelo, antes de que torres oscuras

se alzaran en lo oscuro, y el blanco rompiente destellara

alrededor; y el caballo feérico gritó

y tembló, al reconocer la Isla de los Muchos Horrores,

y no cesó hasta que la blanca Niamh acarició sus orejas

y le habló dulcemente. Una marea espumosa

lejos emblanquecida por el oleaje, amplia y con forma de abanico,

irrumpió de una gran puerta desfigurada por mil golpes

de mazas, hachas y espadas, hace mucho

cuando se enfrentaron dioses y gigantes. Cabalgamos entre

las columnas cubiertas de algas; y sólo el verde fósforo encrespado

daba luz a nuestra oscura senda, hasta que fulguró

un incontable vuelo de pasos a la luz de la luna; y a izquierda y derecha

oscuras estatuas destellaban sobre la marea pálida

en tronos oscuros. Entre los párpados de una,

los imaginados meteoros habían centelleado y huido,

y se habían entretenido en la calma espuma,

y las estrellas fijas habían alboreado, lucido y puéstose

desde que Dios hizo el Tiempo, el Soñar y la Muerte;

la otra extendía su brazo a donde, nublada humareda,

la corriente giraba y giraba, separados los labios,

como si hablara a su corazón insomne

de toda gota de espuma de su nebulosa senda.

Atando el caballo al vasto pie que estaba

mitad sumergido en el mar sin naves, subimos la escalera,

y tanto que creí que los últimos escalones

colgaban del lucero del alba; cuando estas delicadas palabras

abanicaron el ledo aire como alas de pájaros:

“Mis hermanos saltan de sus lechos por la mañana,

susurrando como jóvenes perdices: con un cuerno sonoro

dan caza al ciervo de mediodía;

y cuando las estrellas que ahoga el rocío penden en el aire,

se ocupan de las cañas de pescar, o dan punta

y afilan una lanza de fresno.

Oh suspiro, oh suspiro aleteante, sé bueno;

revolotea entre los labios de espuma del mar

y las orillas que humedecen esos labios;

quédate un poco más, y ruégales que lloren:

ah, roza sus párpados de venillas azuladas si duermen,

y sacude su colcha.

Cuando hayas contado que lloro sin cesar,

revolotea entre los labios de espuma del océano

y vuelve a mí,

y escóndete en la sombra de mi pelo,

y dime que encontraste a un hombre no irritado,

el más triste de los hombres.

Una mujer de ojos tenues como cirios funéreos

y rostro que parecía hecho de vapores lunares

y boca triste, trémula de miedo

como una polilla rojiza, nos miró;

con una cadena enmohecida por las olas estaba atada

a dos viejas águilas, llenas de antiguo orgullo,

que con turbios ojos se alzaban a los lados.

Pocas plumas había en sus desaliñadas alas,

pues sus mentes turbias estaban con las cosas antiguas.

“He aquí tu liberación”, dijo Niamh, pálida como perla.

“Ni los vivos, ni los muertos que descansan,

ni los altos dioses que no vivieron nunca, pueden combatir

a mi enemigo y mi esperanza; para atemorizar, los demonios

farfullan y chillan junto a él por la noche;

pues es fuerte y mañoso cual los mares

que surgieron bajo los Siete Avellanos,

y debo aguantar, odiar, llorar,

hasta que se duerman dioses y demonios

al oír tocar a Aedh las lúgubres cuerdas de oro.”

“¿Tan espantoso es?”

                                        “No seas tan osado

y huye mientras aún puedas.”

                                                     Y repliqué:

“Golpearé a este demonio hasta que muera

y arrojaré su masa inerte al fragor del océano.

“Aléjate de él”, gritó llorando Niamh, pálida como perla.

“Pues todo hombre huye a los demonios.” Mas no se movió

ni un ápice mi alma airada que recordaba haber sido un rey.

Hoy vieja y ratonil, no había alma más fuerte

del linaje de Heber. En señal de ello

reventé la cadena: aún débiles, sin oído, ciegas,

envueltas en las cosas de una mente no humana,

con algún turbio recuerdo o con ánimo antiguo,

aún débiles, sin oído, ciegas, permanecieron las águilas.

Luego subimos las escaleras hasta una puerta elevada;

cien jinetes en el suelo de basalto de abajo

habían ido al paso contentos: proseguimos

y pasamos dentro: vestida con un rayo nubloso

vi a una gaviota blanca como la espuma flotar a la deriva

bajo el tejado, y forzando la garganta

grité y la saludé: y allí colgó una estrella,

pues ningún grito humano jamás se remontará más alto;

ni siquiera tu Dios podría derribar aquella sala;

tras meter Sus rayos sueltos en su establo,

se sentaría suspirando con corazón apesadumbrado,

como si hubiera llegado Su hora.

                                                            Buscamos la parte

más lejana de la puerta; limo verde

hacía resbaladizo el terreno, y de vez en cuando

mostraba huellas de escamas marinas, y a todo lo largo

estaban escritos los viajes de aquí para allá del cautivo

como un riachuelo, y donde tocaban los pies aparecía

un momentáneo destello de llama fosforescente.

Bajo las sombras más profundas de la sala

aquella mujer halló un anillo colgado en la pared,

y en éste una tea, y con su luz

haciendo un mundo en torno a ella en el aire,

pasó bajo el umbral oscuro, desapareció de la vista

y regresó, portando una segunda luz

que ardía entre sus dedos, y en los míos

la dejó, suspirando: Yo blandí una espada cuyo brillo

no podían apagar las centurias, y en ella

había una palabra en caracteres de Ogham: “Manannan”;

el nombre de ese dios marino, que con honda alegría

surgió goteante, y con demonios presos

traídos de los séptuples mares, construyó la oscura sala

que se asienta en espuma y nubes, y gritó

a todos los señores más poderosos de una raza más poderosa;

y a su grito no acudió ningún rostro pálido como la leche

bajo una corona de espinas y teñida de sangre,

sino rostros exultantes.

                                          Niamh se quedó

con la cabeza inclinada, temblorosa cuando brilló la hoja blanca,

pero aquella cuyas horas más dulces habían desaparecido

no albergaba esperanza ni miedo. Les rogué se ocultaran

en la sombra hasta que cesara el tumulto

de la lucha fragorosa que hacía temblar la tierra

para que no vieran alguna cosa horrible;

y la antorcha arrojé entre las enlodadas losas.

Una cúpula hecha de interminables dientes labrados

en que un rostro sombrío desembocaba en un rostro sombrío,

se alzaba sobre mí; y en aquel mismo lugar

esperé hora tras hora, y la alta cúpula

sin ventanas ni columnas, hogar multitudinario

de rostros, esperaba; y la mirada sosegada

estaba cargada con recuerdos de días

enterrados y poderosos. Cuando a través del portalón

entró la aurora, y espejeó en el suelo

con pálida luz, recorrí toda la sala

y hallé una puerta hundida en la pared,

la más mínima puerta; mas allá en un llano oscuro

un arroyuelo borboteaba, y en el borde

pelado y pedregoso del riachuelo, inclinado,

un demonio moreno seco como juncia marchita

se canturreaba a sí mismo en lengua ignota:

con triste ensoñación se mecía y cantaba

lúgubre y bacante, pasando la mano

por la orilla del riachuelo, como

si aún crecieran allí las flores; lejos, en el yermo del mar,

ondeando y temblando, un vaho seguía a otro

con altas y frágiles nubecillas que nutría una luz verde,

como ráfagas de hojas, inmóviles y brillantes,

pendían en la aurora apasionada. Se dio la vuelta despacio;

un demonio sin prisa: blancos al principio, ahora ardían los ojos

cual alas de martines pescadores; y se levantó

ladrando. Seguimos andando pesadamente de un lugar a otro

con golpes de espadas y broncíneas hachas de guerra,

mientras la mañana daba paso al mediodía, y éste a la noche;

y cuando reconoció la espada de Manannan

en la nocturna sombra, se metamorfoseó adoptando

numerosas formas; arremetí contra la garganta suave

de una anguila gigante; se transformó y entonces golpeé

un abeto que rugía en su copa desnuda;

y entonces atraje a mi pecho la lívida quijada

de un cuerpo ahogado goteante;

un horror sucedió a otro; mas cuando el occidente

se alzó como un penacho incendiado, atravesé

su corazón y columna; y lo arrojé a las olas

para que no se estremeciera Niamh.

                                                                   Con esperanza y miedo

aquellas dos trajeron pan, vino y carne,

y sanaron mis heridas con ungüentos de flores que alimentan

polillas blancas junto a un santuario de los Danaan;

luego en aquella sala, iluminada por el tenue fulgor del mar,

nos acostamos sobre pieles de nutrias, y bebimos vino,

hecho por los dioses marinos, de enormes copas

en que en tiempos se posaron en sus labios;

y luego dormimos en pieles de nutrias apiladas.

Y cuando de nuevo el sol caminó vestido de azafrán

haciendo rodar su llameante rueda desde las profundidades,

cantamos los amores y las cóleras insomnes

y todos los exultantes afanes de los fuertes.

Pero hoy los clérigos que mienten asesinan el canto

con palabras estériles y alabanzas de débiles.

¿En qué país los impotentes hacen girar el pico

de la rapaz Tristeza, o la mano de la Ira?

A pesar de todos tus báculos, han abandonado el camino

de viajar con tempestad y persistente nieve,

desesperados para siempre: el anciano Oisin lo sabe,

pues es débil, pobre y ciego, y yace

en el yunque del mundo.

San Patricio:                     Calla: los cielos

se ahogan con truenos, rayos y viento feroz,

pues Dios ha oído, y manifiesta Su espíritu airado;

lanza tu cuerpo sobre las piedras y ora,

pues Él creó la noche, el alba y el día.

Oisin: ¿Lloras, santo? En medio del trueno oigo

los caballos fenianos; quebradas armaduras;

risa y gritos. Las huestes chocan y se baten,

y ahora se juntan los cuervos que oscurecen el día.

¡Deténte, deténte, oh lúgubre, risueño, cuerno feniano!

Tres días ayunamos. La mañana del cuarto,

hallé, goteando espuma en la escalinata,

y cubierto de lodo, y susurrando bajo su pelambre,

a aquel demonio indómito y abstruso;

y una vez nos enzarzamos en una batalla todo el día,

y al ocaso lo arrojé al oleaje,

donde yació hasta que la cuarta mañana vio emerger

su forma restañada; y durante cien años

así luchamos, festejamos, sin sueños ni temores,

languidez ni fatiga; un festín infinito,

una guerra infinita.

                                   Pasados los cien años,

estaba en la escalera cuando las olas

me trajeron una rama de haya, y mi corazón se dolió

al recordar cuando estuve con Finn de cabellos blancos

bajo un haya en Almhuin y oí el leve

alboroto de los murciélagos.

                                                    Y entonces vino la joven Niamh

con aquel caballo, y con tristeza me llamó por mi nombre;

monté y pasamos por la grisura solitaria

y a la deriva, mientras esta monotonía,

hosca y distante, se mezclaba inseparablemente

con el clamor del viento y el mar.

“Oigo cómo mi alma se sume en la decadencia,

y cómo la oscura torre de Manannan, piedra a piedra,

suma cieno marino y se desmorona en el mar,

y cómo la luna aguijonea las aguas noche y día,

para que todo se derrumbe.

Pero antes de que la luna se apodere de todo,

combato a los hombres más poderosos que existen,

y éstos han caído o huido en todas las épocas.

Ligero es el amor del hombre, y más ligera su ira;

su intención va a la deriva y perece.”

Y entonces murmuró la perdida Niamh: “Amor,

vamos a la Isla del Olvido, ¡porque mira!

Las Islas del Baile y las Victorias

carecen de poder.”

                                     “¿Y cuál de éstas

es la Isla del Contento?”

                                            “Nadie lo sabe”, dijo,

poniendo su cabeza llorosa en mi regazo.