DESPUÉS, hombre de báculos, las sombras
nos llamaron por nuestros nombres y luego
huyeron, como remolino de llamas; y entonces,
cubiertos por la niebla y sin hacer ruido,
huyeron dama y joven, ciervo y perro.
“Deja de mirar a los fantasmas”, dijo Niamh,
y me besó los ojos, y moviendo la cabeza luminosa
y el luminoso cuerpo, cantó de las hadas y del hombre
antes de que existiera Dios o mi vieja estirpe empezara;
sombrías guerras, vastas, exultantes; las hadas de antaño
que casaban con hombres de anillos de druídico oro;
y cómo aquellos amantes nunca vuelven su vista
a la vida que se apaga, parpadea y muere,
aunque el amor y el beso en lúgubres orillas remotas
rodaban con música de la espuma suspirante:
mas dejó de contar cuando, como una abeja oscura
que ha libado mucho, cruzó el mar nebuloso
conmigo en sus blancos brazos, cien años
ya hace; pues ya todo el caer de las lágrimas
turbaba su canción. No sé si días u horas transcurrieron,
mas creo que los rayos matutinos
brillaron muchas veces entre las tersas flores
entretejidas en su pelo, antes de que torres oscuras
se alzaran en lo oscuro, y el blanco rompiente destellara
alrededor; y el caballo feérico gritó
y tembló, al reconocer la Isla de los Muchos Horrores,
y no cesó hasta que la blanca Niamh acarició sus orejas
y le habló dulcemente. Una marea espumosa
lejos emblanquecida por el oleaje, amplia y con forma de abanico,
irrumpió de una gran puerta desfigurada por mil golpes
de mazas, hachas y espadas, hace mucho
cuando se enfrentaron dioses y gigantes. Cabalgamos entre
las columnas cubiertas de algas; y sólo el verde fósforo encrespado
daba luz a nuestra oscura senda, hasta que fulguró
un incontable vuelo de pasos a la luz de la luna; y a izquierda y derecha
oscuras estatuas destellaban sobre la marea pálida
en tronos oscuros. Entre los párpados de una,
los imaginados meteoros habían centelleado y huido,
y se habían entretenido en la calma espuma,
y las estrellas fijas habían alboreado, lucido y puéstose
desde que Dios hizo el Tiempo, el Soñar y la Muerte;
la otra extendía su brazo a donde, nublada humareda,
la corriente giraba y giraba, separados los labios,
como si hablara a su corazón insomne
de toda gota de espuma de su nebulosa senda.
Atando el caballo al vasto pie que estaba
mitad sumergido en el mar sin naves, subimos la escalera,
y tanto que creí que los últimos escalones
colgaban del lucero del alba; cuando estas delicadas palabras
abanicaron el ledo aire como alas de pájaros:
“Mis hermanos saltan de sus lechos por la mañana,
susurrando como jóvenes perdices: con un cuerno sonoro
dan caza al ciervo de mediodía;
y cuando las estrellas que ahoga el rocío penden en el aire,
se ocupan de las cañas de pescar, o dan punta
y afilan una lanza de fresno.
Oh suspiro, oh suspiro aleteante, sé bueno;
revolotea entre los labios de espuma del mar
y las orillas que humedecen esos labios;
quédate un poco más, y ruégales que lloren:
ah, roza sus párpados de venillas azuladas si duermen,
y sacude su colcha.
Cuando hayas contado que lloro sin cesar,
revolotea entre los labios de espuma del océano
y vuelve a mí,
y escóndete en la sombra de mi pelo,
y dime que encontraste a un hombre no irritado,
el más triste de los hombres.
Una mujer de ojos tenues como cirios funéreos
y rostro que parecía hecho de vapores lunares
y boca triste, trémula de miedo
como una polilla rojiza, nos miró;
con una cadena enmohecida por las olas estaba atada
a dos viejas águilas, llenas de antiguo orgullo,
que con turbios ojos se alzaban a los lados.
Pocas plumas había en sus desaliñadas alas,
pues sus mentes turbias estaban con las cosas antiguas.
“He aquí tu liberación”, dijo Niamh, pálida como perla.
“Ni los vivos, ni los muertos que descansan,
ni los altos dioses que no vivieron nunca, pueden combatir
a mi enemigo y mi esperanza; para atemorizar, los demonios
farfullan y chillan junto a él por la noche;
pues es fuerte y mañoso cual los mares
que surgieron bajo los Siete Avellanos,
y debo aguantar, odiar, llorar,
hasta que se duerman dioses y demonios
al oír tocar a Aedh las lúgubres cuerdas de oro.”
“¿Tan espantoso es?”
“No seas tan osado
y huye mientras aún puedas.”
Y repliqué:
“Golpearé a este demonio hasta que muera
y arrojaré su masa inerte al fragor del océano.
“Aléjate de él”, gritó llorando Niamh, pálida como perla.
“Pues todo hombre huye a los demonios.” Mas no se movió
ni un ápice mi alma airada que recordaba haber sido un rey.
Hoy vieja y ratonil, no había alma más fuerte
del linaje de Heber. En señal de ello
reventé la cadena: aún débiles, sin oído, ciegas,
envueltas en las cosas de una mente no humana,
con algún turbio recuerdo o con ánimo antiguo,
aún débiles, sin oído, ciegas, permanecieron las águilas.
Luego subimos las escaleras hasta una puerta elevada;
cien jinetes en el suelo de basalto de abajo
habían ido al paso contentos: proseguimos
y pasamos dentro: vestida con un rayo nubloso
vi a una gaviota blanca como la espuma flotar a la deriva
bajo el tejado, y forzando la garganta
grité y la saludé: y allí colgó una estrella,
pues ningún grito humano jamás se remontará más alto;
ni siquiera tu Dios podría derribar aquella sala;
tras meter Sus rayos sueltos en su establo,
se sentaría suspirando con corazón apesadumbrado,
como si hubiera llegado Su hora.
Buscamos la parte
más lejana de la puerta; limo verde
hacía resbaladizo el terreno, y de vez en cuando
mostraba huellas de escamas marinas, y a todo lo largo
estaban escritos los viajes de aquí para allá del cautivo
como un riachuelo, y donde tocaban los pies aparecía
un momentáneo destello de llama fosforescente.
Bajo las sombras más profundas de la sala
aquella mujer halló un anillo colgado en la pared,
y en éste una tea, y con su luz
haciendo un mundo en torno a ella en el aire,
pasó bajo el umbral oscuro, desapareció de la vista
y regresó, portando una segunda luz
que ardía entre sus dedos, y en los míos
la dejó, suspirando: Yo blandí una espada cuyo brillo
no podían apagar las centurias, y en ella
había una palabra en caracteres de Ogham: “Manannan”;
el nombre de ese dios marino, que con honda alegría
surgió goteante, y con demonios presos
traídos de los séptuples mares, construyó la oscura sala
que se asienta en espuma y nubes, y gritó
a todos los señores más poderosos de una raza más poderosa;
y a su grito no acudió ningún rostro pálido como la leche
bajo una corona de espinas y teñida de sangre,
sino rostros exultantes.
Niamh se quedó
con la cabeza inclinada, temblorosa cuando brilló la hoja blanca,
pero aquella cuyas horas más dulces habían desaparecido
no albergaba esperanza ni miedo. Les rogué se ocultaran
en la sombra hasta que cesara el tumulto
de la lucha fragorosa que hacía temblar la tierra
para que no vieran alguna cosa horrible;
y la antorcha arrojé entre las enlodadas losas.
Una cúpula hecha de interminables dientes labrados
en que un rostro sombrío desembocaba en un rostro sombrío,
se alzaba sobre mí; y en aquel mismo lugar
esperé hora tras hora, y la alta cúpula
sin ventanas ni columnas, hogar multitudinario
de rostros, esperaba; y la mirada sosegada
estaba cargada con recuerdos de días
enterrados y poderosos. Cuando a través del portalón
entró la aurora, y espejeó en el suelo
con pálida luz, recorrí toda la sala
y hallé una puerta hundida en la pared,
la más mínima puerta; mas allá en un llano oscuro
un arroyuelo borboteaba, y en el borde
pelado y pedregoso del riachuelo, inclinado,
un demonio moreno seco como juncia marchita
se canturreaba a sí mismo en lengua ignota:
con triste ensoñación se mecía y cantaba
lúgubre y bacante, pasando la mano
por la orilla del riachuelo, como
si aún crecieran allí las flores; lejos, en el yermo del mar,
ondeando y temblando, un vaho seguía a otro
con altas y frágiles nubecillas que nutría una luz verde,
como ráfagas de hojas, inmóviles y brillantes,
pendían en la aurora apasionada. Se dio la vuelta despacio;
un demonio sin prisa: blancos al principio, ahora ardían los ojos
cual alas de martines pescadores; y se levantó
ladrando. Seguimos andando pesadamente de un lugar a otro
con golpes de espadas y broncíneas hachas de guerra,
mientras la mañana daba paso al mediodía, y éste a la noche;
y cuando reconoció la espada de Manannan
en la nocturna sombra, se metamorfoseó adoptando
numerosas formas; arremetí contra la garganta suave
de una anguila gigante; se transformó y entonces golpeé
un abeto que rugía en su copa desnuda;
y entonces atraje a mi pecho la lívida quijada
de un cuerpo ahogado goteante;
un horror sucedió a otro; mas cuando el occidente
se alzó como un penacho incendiado, atravesé
su corazón y columna; y lo arrojé a las olas
para que no se estremeciera Niamh.
Con esperanza y miedo
aquellas dos trajeron pan, vino y carne,
y sanaron mis heridas con ungüentos de flores que alimentan
polillas blancas junto a un santuario de los Danaan;
luego en aquella sala, iluminada por el tenue fulgor del mar,
nos acostamos sobre pieles de nutrias, y bebimos vino,
hecho por los dioses marinos, de enormes copas
en que en tiempos se posaron en sus labios;
y luego dormimos en pieles de nutrias apiladas.
Y cuando de nuevo el sol caminó vestido de azafrán
haciendo rodar su llameante rueda desde las profundidades,
cantamos los amores y las cóleras insomnes
y todos los exultantes afanes de los fuertes.
Pero hoy los clérigos que mienten asesinan el canto
con palabras estériles y alabanzas de débiles.
¿En qué país los impotentes hacen girar el pico
de la rapaz Tristeza, o la mano de la Ira?
A pesar de todos tus báculos, han abandonado el camino
de viajar con tempestad y persistente nieve,
desesperados para siempre: el anciano Oisin lo sabe,
pues es débil, pobre y ciego, y yace
en el yunque del mundo.
San Patricio: Calla: los cielos
se ahogan con truenos, rayos y viento feroz,
pues Dios ha oído, y manifiesta Su espíritu airado;
lanza tu cuerpo sobre las piedras y ora,
pues Él creó la noche, el alba y el día.
Oisin: ¿Lloras, santo? En medio del trueno oigo
los caballos fenianos; quebradas armaduras;
risa y gritos. Las huestes chocan y se baten,
y ahora se juntan los cuervos que oscurecen el día.
¡Deténte, deténte, oh lúgubre, risueño, cuerno feniano!
Tres días ayunamos. La mañana del cuarto,
hallé, goteando espuma en la escalinata,
y cubierto de lodo, y susurrando bajo su pelambre,
a aquel demonio indómito y abstruso;
y una vez nos enzarzamos en una batalla todo el día,
y al ocaso lo arrojé al oleaje,
donde yació hasta que la cuarta mañana vio emerger
su forma restañada; y durante cien años
así luchamos, festejamos, sin sueños ni temores,
languidez ni fatiga; un festín infinito,
una guerra infinita.
Pasados los cien años,
estaba en la escalera cuando las olas
me trajeron una rama de haya, y mi corazón se dolió
al recordar cuando estuve con Finn de cabellos blancos
bajo un haya en Almhuin y oí el leve
alboroto de los murciélagos.
Y entonces vino la joven Niamh
con aquel caballo, y con tristeza me llamó por mi nombre;
monté y pasamos por la grisura solitaria
y a la deriva, mientras esta monotonía,
hosca y distante, se mezclaba inseparablemente
con el clamor del viento y el mar.
“Oigo cómo mi alma se sume en la decadencia,
y cómo la oscura torre de Manannan, piedra a piedra,
suma cieno marino y se desmorona en el mar,
y cómo la luna aguijonea las aguas noche y día,
para que todo se derrumbe.
Pero antes de que la luna se apodere de todo,
combato a los hombres más poderosos que existen,
y éstos han caído o huido en todas las épocas.
Ligero es el amor del hombre, y más ligera su ira;
su intención va a la deriva y perece.”
Y entonces murmuró la perdida Niamh: “Amor,
vamos a la Isla del Olvido, ¡porque mira!
Las Islas del Baile y las Victorias
carecen de poder.”
“¿Y cuál de éstas
es la Isla del Contento?”
“Nadie lo sabe”, dijo,
poniendo su cabeza llorosa en mi regazo.