LIBRO PRIMERO

San Patricio. Tú que estás combado, y calvo, y ciego,

con grave corazón y mente errática,

has conocido tres siglos, cantan los poetas,

de escarceos con una cosa demoníaca.

Oisin. Triste es recordar, enfermo, añoso,

las incontables lanzas veloces,

los jinetes con su melena al viento,

y cuencos de cebada, miel y vino,

aquellas alegres parejas en el baile

y el cuerpo blanco que yacía junto al mío;

mas, aunque las palabras sean más leves que el aire,

el relato ha de envejecer como la luna errante.

Caoilte, y Conan y Finn allí estaban

cuando perseguíamos un ciervo con nuestra jauría,

con Bran, Sceolan y Lomair,

y pasando los túmulos de los firbolg

llegamos al cerro herboso con rocas apiladas

donde la apasionada Maeve está pétrea

y hallamos en el borde gris perla del mar,

una dama de alcurnia, palidísima,

que montaba un caballo con bridas de bronce blanco;

y como una puesta de sol eran sus labios,

una puesta de sol tempestuosa sobre aciagas naves;

un color de cidra adumbraba su pelo,

mas una veste blanca flotaba hasta los pies,

y con centelleante carmesí resplandecían

numerosas figuras recamadas;

y estaba ceñida con una concha pálida

trémula como arroyos en estío,

según se henchía o no su suave seno.

San Patricio: Aún naufragas en paganos sueños.

Oisin: “¿Por qué no hacéis sonar un cuerno,” dijo ella,

“y a todo héroe veo cabizbajo?

No está más triste el ciervo sin astas

que muchos momentos serenos tuvo,

más acicalado que cualquier ratón de granero,

en su propia casa frondosa en el bosque

entre undosos campos de helechos:

la caza de los héroes debería ser dichosa.”

“Oh, grata mujer,” repuso Finn,

“pensamos en la esbozada urna de Oscar,

y en los héroes muertos que yacen

en el llano de Gabhra que los cuervos cubren;

mas, ¿dónde están tus nobles allegados,

y de qué tierra vienes cabalgando?”

“Mi padre y mi madre son

Aengus y Edain; mi nombre, Niamh,

y mi país está muy lejos

allende el retumbar de esta marea.”

“¿Qué sueño te trae, a qué has venido

por feroces corrientes con pies llenos de espuma?

¿Quizás tu compañero se marchó

de donde aletean los pájaros de Aengus?”

Entonces ella pareció altiva y dulce:

“Todavía, rey fatigado de guerrear,

no me he prometido con ningún hombre;

mas ahora elijo, pues estas cuatro patas

atravesaron la espuma y llegaron hasta aquí,

poder besar a tu hijo.”

“¿No había nada mejor que mi hijo

para que atravesaras toda esa espuma?”

“A nadie amé, aunque imploraron reyes,

hasta que los poetas de los Danaan trajeron

rimas que rimaban con el nombre de Oisin,

y ahora estoy mareada de pensar

en toda esa sabiduría y la fama

de batallas que libró su mano,

de historias que alzaron sus palabras

que son como asiáticas aves de colores

por la tarde en sus tierras sin lluvia.”

¡Oh, Patricio, por tu campana de latón,

que no hubo miembro mío que no cayera

en un desesperado abismo de amor!

“Sólo me casaré contigo”, grité,

“y compondré mil canciones

y elevaré tu nombre sobre todos los demás,

y cautivos atados con correas de cuero

se arrodillarán alabándote, uno a uno,

al anochecer en mi fortaleza occidental.”

“Monta a mi lado, Oisin, y cabalga

a costas que baña la marea temblorosa,

donde el hombre no ha amontonado túmulos,

y los días pasan como una melodía caprichosa,

donde no se conoce que se incumpliera palabra,

y los arrebatos del primer amor jamás cesan;

y allí un ciento de perros te daré;

no hay criatura más fuerte que le ladre a la luna;

y cien túnicas de seda susurrante,

y cien terneras y cien ovejas cuya larga lana

es más blanca que la cresta de la ola,

y cien lanzas y cien arcos,

y aceite y vino y miel y leche,

y siempre un dormir sereno sin cuidados;

y cien muchachos de robustos miembros

que no conocen tumulto, odio, lucha,

y cien damas, alegres como pájaros,

que cuando bailan a un ritmo intermitente

tienen la velocidad de los bancos de salmones,

seguirán tu cuerno y obedecerán tus caprichos

y tú conocerás el ocio de los Danaan;

y Niamh será tu esposa.” Suspiró

plácidamente. “Se hace tarde.

Música, amor y sueño nos aguardan

donde he de estar cuando la luna ascienda

y el sol baje y el mundo se oscurezca.”

Monté entonces, y ella me envolvió

con sus triunfantes brazos rodeándome,

y se me enroscó susurrándose a sí misma;

mas cuando sintió mi peso el corcel

brincó y relinchó tres veces:

Caoilte, Conan y Finn se acercaron

y lloraron, elevando las manos quejumbrosas,

y con muchas lágrimas me instaron a quedarme;

mas las tierras humanas dejamos al galope.

¿A qué lejano reino vais, fenianos,

con el escudo y el arco? ¿O acaso

sois fantasmas blancos cual la nieve,

cuyos labios tuvieron el más próspero brillo?

¡Vosotros, con quienes por valles empinados

o por sendas del bosque con rocío

cacé al alba el ciervo fugitivo,

con quienes lancé la veloz lanza

y oí sonar las rodelas de los enemigos

y rompí las resoplantes filas de la batalla!

Ah, Bran, Sceolan y Lomair,

¿dónde estáis con vuestra melena hirsuta?

No vais donde el ciervo rojo pasta,

ni arrancáis del corcel al enemigo.

San Patricio: No te ufanes, ni llores cabizbajo

a infaustos camaradas hace mucho ya muertos,

y perros que hace siglos son polvo ya y viento.

Oisin: Sobre el luciente mar galopamos:

no sé si transcurrieron días u horas,

y Niamh cantaba siempre cantilenas

de los Danaan, y sus húmedas lluvias

de risa pensativa y ruidos inhumanos

ahuyentaron mi cansancio, y suavemente

mi tristeza humana rodearon sus brazos tan blancos.

Galopamos; luego, un ciervo sin astas

pasó a nuestro lado, perseguido por un perro fantasma

blanco como una perla, salvo por una oreja roja;

y una dama cabalgó como el viento

agitando una manzana de oro en la mano;

y un joven muy hermoso la seguía

con mirada insaciable y ondeantes cabellos.

“¿Han nacido en el país de los Danaan,

o han respirado el aire mortal?”

“No los irrites más”, dijo Niamh,

y suspirando inclinó la dulce frente,

y suspirando posó la perlada punta

de un largo dedo en mi labio.

Pero ya lucía la luna como una rosa blanca

en el pálido oeste, y el borde del sol se hundió,

y las nubes ordenaron sus filas

en derredor de su apagada esfera carmesí:

el suelo de la sala de banquetes

de Almhuin no era más liso que el mar

cuando, plenos de amorosas fantasías,

y con grave murmullo cabalgamos

donde muchas conchas rizadas cual trompetas

que duermen en silencio inmortal

soñando con sus enternecedores colores,

sus oros y sus ámbares y azules,

con tenue luz atravesaban las profundidades.

Luego vino de tierra una errante brisa

y un lejano ruido de emplumados coros;

parecía soplar de la muriente llama,

parecían cantar en los humeantes fuegos.

El caballo se lanzó hacia la música,

relinchando por el erial sin vida;

como dedos tiznados, muchos árboles

se elevaron del cálido mar;

e incesantemente temblaban

como si todos estuvieran marcando

el compás, sobre el centro del sol,

de esa riente rima de los bosques.

Y ahora que habían cesado nuestras horas de errancias,

fuimos a medio galope hasta la playa, y supimos

por qué temblaban los árboles:

pájaros cantores volaban alrededor de cada rama

o se adherían a ellas como enjambre de abejas;

y en torno de la playa había un millón

como gotas de luz de un helado arco iris,

y con un aire vano meditaban

con su sombra en las aguas, y contaban

a las purpúreas simas su orgullo,

y susurraban fragmentos de placer;

y en las orillas había muchos barcos

con curvadas popas y curvadas proas

y figuras labradas en las proas

de avetoros y armiños piscívoros,

y cisnes con sus cuellos exultantes;

y donde se juntan el agua y la arboleda,

atamos el caballo a un arbusto,

y Niamh sopló tres notas alegres

con una trompetilla de plata;

y un susurro respondiéndola vino

sobre la tierra desnuda y la boscosa,

un susurro de pies impetuoso

cada vez más cerca, más cerca;

y del bosque salió a la carrera un gentío

de hombres y mujeres, de la mano,

que cantaban, cantaban todos juntos;

sus frentes eran blancas como leche fragante,

sus mantos eran de amarilla seda,

y muchas plumas rojas los ornaban;

y viendo ellos que mi manto estaba

sucio con el barro de una playa mortal,

lo señalaron y se me quedaron mirando

y rieron como el murmurar del mar;

pero Niamh con una rápida angustia

les dijo que se alejaran y callaran;

y al oír su voz, ellos corrieron

y se arrodillaron, toda muchacha y todo hombre,

y besaron, como si no quisieran parar nunca,

su pálida mano y el dobladillo de su vestido.

Les ordenó llevarnos a la sala

donde Aengus sueña, de sol a sol,

un sueño druídico del final de los tiempos

cuando los astros se apaguen y acabe el mundo.

Nos llevaron por caminos largos y sombríos

donde caen miríadas de gotas de rocío

y enmarañadas plantas trepadoras

cada hora florecen con nuevos carmesíes,

y una vez brotó una súbita risa

de todos sus labios, y una vez cantaron

juntos, mientras resonaban las frondas,

y en todas sus partes distantes hicieron,

con el tronar de abejas en mercados de miel,

un rumor de corazones gozosos.

Y una vez una dama que había a mi lado

me dio un arpa, y me pidió que cantara,

y tocara la risueña cuerda de plata;

pero cuando canté de la dicha humana

una tristeza envolvió los rostros alegres,

y, por tu barba, Patricio, que lloraron,

hasta que uno vino, un mozo lloroso;

“Jamás hubo criatura más contrita

que este extraño bardo humano”, lloró;

y me arrebató el arpa de plata,

y llorando sobre las blancas cuerdas la arrojó

a un lugar vacío en la espesura

que separaba las aguas oscuras del cielo;

y todos dijeron con un muy hondo suspiro,

“Oh, arpa más triste del mundo, ¡duerme ahí

hasta que la luna y las estrellas mueran!”

Y entonces, aún tristes, arribamos

adonde un hermoso joven soñaba

en una casa de zarzas, piel y adobe;

con una mano sostenía su barbilla imberbe

y la otra un cetro que despedía

intensas llamas rojas, doradas, azules,

como a una alegre desbandada

de bailarines que saltaran en al aire;

y hombres y mujeres allí se arrodillaban

y mostraban sus ojos nublados por lágrimas

y con grave susurrar le rezaban

y labios rojos besaban el cetro

y lo tocaban con las puntas de los dedos.

Él alzó su cetro destellante.

“La dicha anega en el rocío el crepúsculo

y llena de estrellas la copa violada de la noche,

y despierta las perezosas semillas del grano

y agita el cuerno que le brota al cabrito,

y hace que se desplieguen los helechos infantes,

y pinta el sombrerete al avefría,

y hace rodar el pesado sol,

y hace correr a los pequeños planetas:

y si no hubiese dicha sobre la tierra,

cesarían la mutación y el nacimiento,

y Tierra, Cielo e Infierno morirían

y yacerían en algún lúgubre túmulo

plegados como una mosca helada;

burlaos de la muerte y el tiempo con miradas

y brazos oscilantes y bailes errantes.

Antaño los corazones de los hombres

eran gotas de fuego de la mañana azafrán,

o gotas de dicha plateada que cayó

de la retorcida concha pálida de la luna;

pero hoy los corazones gritan que son esclavos

y dan vueltas en angostas cavernas;

mas aquí no existen leyes ni gobierno,

ni las manos empuñan fatigosa herramienta;

y aquí no hay Mutaciones ni Muerte,

mas sólo un alegre y gentil alentar,

pues la dicha es Dios, y Dios es la dicha.”

Mirando largamente a muchachas y chicos

y a la pálida flor de la luna,

sufrió un desvanecimiento druídico.

Y con frenético baile repentino

nos burlamos del Tiempo, el Destino y el Azar

y dejamos la sala cubierta de zarzas

y llegamos adonde caen las gotas de rocío

entre las gotas de la espuma marina

y allí acallamos el jolgorio;

y frunciendo el ceño agachamos

todos nuestros cuerpos bamboleantes,

y a las olas que centellean

junto a esa verde tierra de los Danaan

cantamos “Dios es dicha, y la dicha es Dios,

y las cosas que se han vuelto tristes son malvadas,

y las cosas que temen el alba de mañana,

o el gris quebrantahuesos fugitivo, el Dolor”.

Fuimos bailando hacia el matorral sinuoso

en que las rosas de Jericó, flor sobre flor,

como meteoros carmesíes en las tinieblas penden,

e inclinados sobre ellas dijimos,

inclinados sobre ellas en el baile,

con mirada veloz y cordial

de ojos húmedos: “Sobre los muertos

caen las hojas de otras rosas,

sobre los muertos que la oscura tierra encierra:

pero nunca, nunca en nuestras tumbas

que se apilan junto a las olas resplandecientes

caerán las hojas de las rosas de Jericó.

Pues ni Muerte ni Mutación se nos acercan,

y todas las horas lánguidas nos temen,

y no tememos el mañana que alborea,

ni al gris quebrantahuesos fugitivo, el Dolor”.

El baile serpeó entre bosques sin viento;

las siempre estivales soledades;

hasta quedar quietos los brazos agitados

en el cerro central de la arboleda;

y reunidos en un grupo jadeante

lanzamos a lo alto nuestras manos,

y cantamos a las nidadas estelares.

En nuestros ojos elevados parpadeó un fulgor

de brillo lechoso de lado a lado,

y así fue nuestro canto. “Oh, estrellas,

en vuestros carros de rubí fugitivos

sacudid las riendas sueltas: esclavas de Dios,

Él os gobierna con una pértiga de hierro,

os sostiene con un vínculo de hierro,

cada una entretejida con la otra,

cada una entretejida con su hermana,

como burbujas en una charca helada;

pero nosotros moramos en una tierra solitaria,

irrefrenables como la oscura marea,

con corazones que no conocen ley ni gobierno

y manos que no empuñan fatigosa herramienta,

envueltos en el amor que no teme al mañana

ni al gris quebrantahuesos fugitivo, el Dolor”.

¡Oh, Patricio! Durante cien años

perseguí por esa orilla boscosa

el tejón, el ciervo y el jabalí.

¡Oh, Patricio! Durante cien años

por la tarde en las arenas trémulas,

junto a las lanzas de caza amontonadas,

estas manos ya fatigadas y débiles

lucharon entre las huestes de la isla.

¡Oh, Patricio! Durante cien años

fuimos a pescar en largos barcos

con curvadas popas y curvadas proas

y figuras labradas en las proas

de avetoros y armiños piscívoros.

¡Oh, Patricio! Durante cien años

la dulce Niamh fue mi esposa;

mas dos cosas devoran hoy mi vida;

las dos cosas que más odio de todo:

los rezos y ayunos.

San Patricio: Continúa.

Oisin. Sí, sí,

pues éste era el destino del anciano Oisin

hace mucho soltado de la puerta del Cielo

para que yaciera sus últimos días en espera.

Cuando un día me hallaba junto al mar

encontré en el olvido de la soñolienta espuma

el palo de la lanza rota de un guerrero difunto:

le di la vuelta; tenía en él las manchas

de la guerra, y lloré recordando

cómo avanzaban los fenianos

por ensangrentadas llanuras,

indiferentes a la suerte buena o adversa:

entonces la joven Niamh vino con delicadeza

y tomó mis manos sin decir más palabra

que numerosas veces mi nombre

en susurros, como un ave asustada.

Pasamos junto a bosques y por prados de tréboles

y hallamos el caballo y lo embridamos,

pues bien sabíamos que ya no existía el viejo.

Oí decir a uno: “Sus ojos se nublan

con todo el antiguo pesar de los hombres”;

y envueltos en sueños seguimos cabalgando

con cascos de pálido bronce

sobre el violáceo mar centelleante.

A la dorada luz de la tarde,

los inmortales iban entre fuentes

junto a ríos y la antiquísima noche del bosque,

unos bailaban como sombras en los cerros,

otros vagaban de la mano,

o se sentaban en sueños en la pálida playa,

como una estrella oscura cada frente

agachada sobre cada rodilla doblada,

y cantaban y con mirar soñoliento

contemplaban donde el sol, con fulgor de azafrán,

dormitaba demediado en la encrucijada marina;

y mientras cantaban los pájaros de colores

llevaban el compás con sus alas y patas;

como gotas de miel surgían sus palabras,

pero más débiles que el balar de un borrego.

“Un viejo atiza el fuego y lo aviva

en casa de un hijo, un amigo, un hermano.

Ha permanecido demasiado tiempo; los días,

ya tristes, se suspiran y susurran;

oye la tempestad sobre la chimenea

y se inclina sobre el fuego y tiembla aterido

mientras su corazón sueña aún con amor y batallas

y el gritar de los perros en las lomas de antaño.

Pero nosotros estamos lejos en parajes de hierba

donde no hay preocupación que turbe día alguno,

ni la lozanía de la juventud abandona los rostros

ni el primer cariño muere en nuestra mirada.

Envejece la liebre mientras retoza al sol

y mira alrededor con fulgentes ojos.

Antes de desaparecer las raudas cosas con que soñara,

renquea con envejecido blancor.

Una tempestad de pájaros en los árboles de Asia

como tulipanes aleteando en el aire,

y las suaves olas de mares estivales

que alzan sus cabezas y viajan cantando

han de susurrar por fin: “No es justo, no es justo”;

y “Mi rapidez fatiga”, balbucea el ratón,

y el martín pescador se vuelve una bola de polvo,

y el tejado se cae de su casa socavada.

Mas el rocío del amor velará nuestros ojos

hasta el día en que Dios venga del mar con un suspiro

y mande a las estrellas que caigan del cielo

y la luna se aje como pálida rosa.”