Capítulo 44

El Congo, 1887 d. de J. C. El rey Leopoldo de Bélgica empleaba métodos eficientes para obtener suministros de caucho de los nativos cuyas tierras y vidas había expropiado. Un oficial blanco se refiere a una incursión contra un pueblo que no había cumplido puntualmente con su cuota: «Caímos sobre ellos y los matamos sin piedad… El comandante nos ordenó cortar las cabezas de los hombres y colgarlas de las empalizadas del pueblo, y también sus miembros sexuales, y colgar a las mujeres y los niños de las empalizadas, en forma de cruz

Eva estaba echada en la cama.

No había sangre, ni mutilación, ni desfiguración. Con los ojos cerrados, descansaba pacíficamente.

«Descansa en paz…»

Mark se acercó a ella, observando su cara pálida, la abundancia de rizos pelirrojos sobre sus hombros, la curva de sus pechos bajo la blusa, elevándose y descendiendo al ritmo de su respiración.

Su propia respiración se aceleró al contemplarla.

Vivía todavía, gracias a Dios. Alzó una muñeca con venas azules, buscó el pulso, y sintió júbilo ante su regularidad. Inclinándose, sus dedos alzaron el párpado derecho para exponer la pupila mientras ésta trataba de concentrarse en la cara de él. Ella se agitó, súbitamente despierta, y sus labios se entreabrieron en un susurro.

—Mark…

Él sonrió.

—Tranquila, ahora. No te muevas.

A sus ojos acudió el cansancio. Su voz, más fuerte ahora, denotaba una nota de alarma.

—¿Dónde está?

—No te preocupes. Pedachenko ha muerto.

Mark se sentó en el borde de la cama y los brazos de Eva se alzaron, y se aferraron a él mientras Mark explicaba su presencia en el lugar.

—Tenías razón —murmuró Eva—. Pero nunca había visto su tipo de letra. No supe que la nota era un truco hasta que llegué aquí y lo encontré esperándome.

Eva lanzó una mirada por encima del hombro de Mark hacia el baúl situado entre una confusión de ropas y objetos esparcidos por el suelo cerca de la puerta del armario.

—Me ha dicho que se marchaba esta noche, que se iba del país para siempre, pero que no podía marcharse sin despedirse. Y eso es lo que hizo. Rodearme con sus brazos y decirme adiós. Yo intenté liberarme, pero él me agarró por el cuello y apretó una tela contra mi cara…, con cloroformo, claro está. Reconocí el olor. Recuerdo que lo golpeé y después…

Eva se estremeció.

—Dios sabe lo que hubiera hecho si no hubieras llegado tú y lo hubieras interrumpido. Debía de planear librarse de mí antes de marcharse, por si sospechaba de él. Pero ahora ya no son solamente sospechas. Ahora podemos ir a la Policía con pruebas.

—¿Qué pruebas?

Eva se incorporó y pasó las piernas por encima de la cama mientras indicaba la puerta del armario.

—Mira ahí dentro.

Mark se levantó, se acercó al armario, y después se volvió para mirar a Eva, que lo seguía.

—¿Estás segura de que te sientes bien?

—Ahora estoy bien. —Ella le sonrió tranquilizándolo—. Cuando entré, él estaba ahí de pie y la puerta del armario estaba abierta. Antes de que la cerrase eché una ojeada a lo que había dentro.

Mientras hablaba, Eva abrió la puerta para revelar el contenido del armario; la falda de mujer, la blusa, la chaqueta colgada en una percha y la cofia balanceándose de un gancho.

—Ha de haberse llevado esto con él cuando fue a Miller’s Court. Después del crimen quemó sus ropas en el hogar y se puso éstas. Por eso aquellos testigos creyeron haber visto a la Kelly con vida a la mañana siguiente; lo vieron a él cuando se marchaba.

Mark habló rápidamente.

—Pero ¿y su bigote? —Frunció el entrecejo—. Seguramente se hubieran dado cuenta de que era un hombre.

Eva era quien fruncía el ceño ahora.

—También he pensado en eso. ¿Crees que estaría demasiado lejos y nunca se encaró con ellos? —Su cara se iluminó—. Pero hay otras pruebas. ¿No has observado el escritorio cuando has entrado?

Cruzó la habitación con Mark al lado. Él miró la superficie de la mesa, miró la pluma, el montón de papel de notas, y la botella de tinta.

Tinta roja.

Roja por peligro. Roja para las cartas que escribió el Destripador. Mark alargó la mano hacia el cajón bajo la superficie de madera del escritorio y lo abrió de golpe.

Vio a un lado el montón de recortes cuidadosamente plegados, un surtido de artículos periodísticos ocupándose de los crímenes. A la derecha había media docena de epístolas sin terminar, escritas con tinta roja. La letra manuscrita era familiar, como lo era el encabezamiento de cada hoja…

Querido jefe…

Mark iba a cogerlas, pero se detuvo cuando algo se deslizó de su escondrijo entre las páginas garrapateadas y resonó contra el fondo del cajón.

Lo cogió y lo sostuvo bajo la claridad de la lámpara de petróleo. Estampado en el metal desgastado de la redonda cabeza estaba el número…, trece. La llave de la Kelly que faltaba.

La llama de la lámpara parpardeaba por la corriente fría producida por la ventana abierta. Pero el frío que sintió Mark procedía de su interior.

Se acercó al baúl abierto en el suelo, con Eva a su lado mientras él se inclinaba y hurgaba en su contenido. Camisas de hombre, ropa interior, un pesado traje de lana, un par de botas, un maletín de cuero marrón oscuro…

Mark alzó el maletín, lo colocó al borde de la cama y lo abrió. Sacó el estuche rectangular de metal y alzó la tapa.

Los ojos de Eva se agrandaron con el reflejo de la luz, la luz de la lámpara que brillaba en el reluciente despliegue de cuchillos y bisturíes.

—Con eso basta —dijo ella—. Quizá no deberíamos tocar nada más hasta que llegue la Policía. Sería mejor que ahora los avisáramos.

—Dentro de un momento. —Mark podía sentir que el frío aumentaba—. Tengo que estar seguro.

Se volvió hacia el baúl.

—Pero ¿qué más puede haber…?

La voz de Eva se desvaneció cuando Mark alzó un montón de ropas y descubrió el saco de tela negra. Aflojando el cordel, bajó la tela negra y reveló un bote de vidrio sellado, lleno hasta la mitad con un líquido transparente incoloro.

Flotando en el fluido había una masa deforme…, ¿lo era realmente? A primera vista parecía un gusano monstruoso, rosa y blanco, encogido y bamboleándose contra la tapadera. Pero este gusano tenía unos muñones como brazos, y una cabeza redonda, de gran tamaño, con unos labios fruncidos y rendijas por ojos.

Era un feto humano.

—¡Horrible! —Eva estaba junto a Mark, lívida su cara a la luz de la lámpara—. ¡Pensar que conservaba algo como eso! Esa pobre mujer…

—¿Quién?

—Mary Jane Kelly. —Sacudió la cabeza—. ¿No te das cuenta? La llave, las ropas de mujer, las notas con la letra del Destripador…, todo concuerda.

—Casi todo. —Mark se quedó mirando el feto y ahora se acrecentó el entumecimiento de frío. Su mirada pasó a la muchacha que tenía al lado—. La información sobre el feto que faltaba no se ha publicado. ¿Quién te ha dicho que la Kelly estaba embarazada?

Eva encogió los hombros.

—Debes de haber sido tú.

Él sacudió negativamente la cabeza.

—Yo, no. Nadie te lo ha dicho. Tú lo sabes porque lo viste.

—¡Mark!

Se encaró con él, con ojos suplicantes.

Pero ahora el frío que él llevaba dentro dominó su voz.

—Las ropas quemadas en el hogar de la Kelly eran de una mujer, no de un hombre. No sirve de nada, Eva. Lo he sabido desde el momento en que me has hablado del cloroformo. No hay ningún trozo de tela, no hay olor en tu aliento.

—¿Qué estás diciéndome?

—Lo que debo comunicar a la Policía. Que tú y Pedachenko nunca os peleasteis. Los dos estabais en esto desde el principio. Querías marcharte esta noche con él pero decidisteis deshaceros primero de mí.

—Mark…

—Todo iba a ser tan fácil, ¿verdad? Tú te escondiste en la habitación mientras Pedachenko me esperaba en el pasillo con su cuchillo. Cuando el plan falló, fingiste estar inconsciente y has intentado cargarle a él la culpa de los crímenes.

—Pero eso es absurdo… —interrumpió la voz de Eva, temblorosa su boca.

Mark se volvió, incapaz de soportar su angustia.

—¿Cómo sabía Pedachenko que tú ibas a encontrarte conmigo esta noche? Solamente porque tú se lo habías dicho. Tú dispusiste que esa nota fuese entregada, y la dejaste para que yo la encontrara, para atraerme aquí…

Mark captó el brillo con el rabillo del ojo, lo captó y cayó hacia atrás cuando ella dirigía la mano hacia el estuche de instrumentos que estaban sobre la mesa y cogía el bisturí.

Se alzó, resplandiente a la luz de la lámpara, y se precipitó entonces hacia el pecho de Mark.

Él la empujó hacia atrás, pero los ojos de ella también brillaban, y de su garganta se elevó un sonido maullante mientras el bisturí iba contra la yugular de Mark.

Mark se inclinó a un lado y la hoja no dio en el blanco, hincándosele en el hombro izquierdo, clavándose a través de la ropa, encontrando la carne, y bañando su brazo con una humedad caliente, fluida.

El bisturí se liberó y Eva lo alzó nuevamente. Pero ¿era Eva realmente?

El dolor que sentía en su hombro era tan intenso que por un momento su visión falló. Después se aclaró y se encontró viendo a un extraño. Un extraño con una cara pálida, retorcida, enmarcada en un desorden de rizos pelirrojos, un extraño cuyos ojos sobresalían de la cara y centelleaban a la vista de la sangre brillante, burbujeante.

Ella arremetió de nuevo, dirigiendo el bisturí hacia el cuello.

Mark alzó el brazo derecho, y con su mano agarró la muñeca por detrás de la hoja atacante. Cerró los dedos, retorció con toda su fuerza. Algo se quebró, y cuando el bisturí cayó al suelo, el extraño se tambaleó hacia atrás. La mesilla de noche cayó de lado, y la lámpara que había encima se rompió en pedazos al caer. El petróleo empapó la alfombra, de la que en seguida brotó una pequeña lengua de fuego.

El extraño gritó, arrojándose contra el alféizar de la ventana en la pared del fondo. Mark avanzó y ella quiso arañarlo con la mano izquierda, chillando con ojos desorbitados. Súbitamente, consciente del intento de ella, Mark agarró los hombros de su atacante para rechazarla, pero unas uñas afiladas le laceraron la mejilla y ella se liberó.

Mark estiró nuevamente las manos, pero éstas solamente atraparon el vacío cuando ella dio media vuelta y se precipitó hacia delante. Por un segundo, su cuerpo borroso pareció quedar flotando en el espacio, más allá de la ventana abierta, y después cayó en la oscuridad. Hubo un solo grito, y después el silencio.

Jadeante, Mark se asomó a la ventana. Miró hacia abajo, hacia el patio y hacia la valla que bordeaba la acera.

Empalado en los puntiagudos pinchos de la reja, había algo. Ya no era un extraño, pero tampoco era Eva. La forma era tan flácida como una muñeca de trapo, y el rostro vuelto hacia él tenía la fijeza llamativa del de una muñeca. Una punta le había agujereado la garganta, y una segunda había atravesado el cráneo emergiendo por el ojo izquierdo. De su cuenca vacía rezumaba una lágrima única.

La lágrima era roja.

Como también lo eran las llamas que saltaban por la habitación que tenía a su espalda.