España, 1808 d. de J. C. En Toledo, en una cámara subterránea de la Inquisición, había una estatua de madera a tamaño natural de la Virgen María, con la cabeza aureolada de oro. Los sacerdotes llevaban ante ella al hereje, le daban el sacramento y le pedían que se retractara, en cuyo momento la Virgen se movía y abría sus brazos al pecador. «¡Ha sucedido un milagro!» exclamaban los sacerdotes. «¡Fíjate, ella te acoge en sus brazos… en su regazo, todos los pecadores confiesan!» Y mientras empujaban al prisionero hacia delante, los brazos de la estatua se cerraban alrededor de él como un torno de banco y del pecho de la Bendita Virgen emergían unos pinchos de acero para clavarse en la víctima.
En la calle, delante de Scotland Yard, caía una lluvia fina cuando Abberline solicitó los servicios de un coche de alquiler.
Lees parecía preocupado.
—¿No va a tomar un coche oficial?
El inspector sacudió la cabeza negativamente.
—Esta no es una visita oficial —dijo.
El psíquico expresó sus reservas.
—Pero si nuestro hombre se halla ahora en su casa, podría ser peligroso. Si fuésemos con un agente armado…
—No se preocupe. Somos tres. Dudo que él se arriesgue contra semejante superioridad. Además, si llegamos allí en un coche ordinario, no sospechará el propósito de nuestra visita.
Mark tenía sus dudas, pero Lees pareció convencido. Y cuando entraron en el carruaje fue él quien dio la dirección al cochero.
—Calle Brook número setenta y cuatro.
La frente de Abberline se frunció con inquietud.
—Junto a Grosvenor Square, ¿verdad? Difícilmente esperaba encontrar viviendo allí a Jack el Destripador.
—Si no me equivoco, algunos de nuestros médicos del hospital viven en esa calle —dijo Mark—. Creo que es la contigua a Harley Street.
—Eso no es sorprendente —confirmó Lees—. Después de todo, el hombre que andamos buscando es médico.
—¿Cómo lo sabe usted?
—No puedo decirle cómo he llegado a esta conclusión —respondió Lees—. Sería más correcto decir que las conclusiones han llegado hasta mí. Así es cómo opera la fuerza, tal como hizo cuando reveló el nombre del casero de Mary Jane Kelly y el número de la habitación en donde ella encontró su destino.
Durante el viaje repitió la historia de su visita a Abberline la noche del crimen.
—Les aseguro que esto no es una invención —concluyó Lees—. Todo lo que he dicho es verdad.
Mark echó una mirada a Abberline y el inspector alzó los hombros.
—Por eso hacemos este viaje. Les advierto, no es oficial. No me gustaría oír lo que diría Mathews si se enterara de esta caza insensata.
Robert James Lees frunció el ceño.
—Le sugiero que reserve sus juicios hasta que lleguemos —murmuró—. Recuérdelo, no soy yo quien lo hago. Yo solamente soy un instrumento de los poderes que me guían.
Quedaron en silencio, interrumpido sólo por el ruido sordo de las ruedas del carruaje sobre el pavimento mojado. Y en la quietud, Mark se encontró reflexionando con ansiedad creciente sobre la misión que estaban llevando a cabo.
«Poderes que guían.» Poderes de la mente no reconocidos, inexplorados, inexplicados. Y grandemente ignorados por los científicos, excepto por unos pocos que se aventuraban más allá de las manifestaciones físicas en las zonas desconocidas de los fenómenos psicológicos.
¿No era esto exactamente lo que él quería hacer? Detrás de lo que llamamos pensamiento había un vasto mundo desconocido, un reinado de instinto, intuición, inexplicable perspicacia; el dominio de los sueños. Era fácil rechazar semejantes temas, etiquetarlos como superstición y cuentos de viejas. Pero a modo de antecedentes —unos antecedentes que la ciencia ortodoxa prefería despreciar— algunos de los cuentos de viejas demostraron ser ciertos. La historia atestiguaba que las predicciones y las profecías, también llamadas «segunda-visión», a menudo tenían una base cierta. Mark no tenía motivos para creer en el espiritismo o en la comunicación con los muertos, pero había habido casos genuinos de mensajes del más allá. No necesariamente de más allá de la tumba, sino de más allá del alcance de la mente consciente. Si era así, esta fuerza podía muy bien manifestarse en forma de visiones. ¿Cómo explicar de otro modo el poder que Lees había demostrado? Ahora los estaba guiando. Y si era real…
El carruaje se detuvo, dejándolos ante la casa en Grosvenor Square. Cuando se alejó, los tres hombres se acercaron a la marquesina de la entrada, y por un momento Mark sintió una punzada de duda.
Todas las residencias eran impresionantes: ejemplos adornados de una arquitectura georgiana anidados en medio de unos alrededores cuidados en un barrio tranquilo, bien iluminado. Como Abberline había dicho, esta casa no presentaba indicación alguna de que pudiera ser la residencia del Destripador.
—Setenta y cuatro —estaba murmurando el inspector—. Conozco esa dirección de alguna parte…
De pronto hizo chasquear los dedos.
—¡Por Dios, ahora lo recuerdo! Acabo de dar con ello. —Se encaró con Lees, cerrando un poco los ojos—. ¿Sabe usted quién vive aquí? ¡Aquí vive Sir William Gull!
—¿El médico de la reina?
Abberline afirmó con la cabeza e inició la marcha.
—¿Dónde va usted?
—Vuelvo a Scotland Yard, naturalmente. ¿Cree usted que puedo molestar a un hombre como Gull y acusarlo de…?
—Acusarlo, no. —Lees puso su mano en el brazo del inspector—. Sencillamente, inquirir. Obviamente, él no será la persona que yo vi. Pero quizá Gull esté alojándolo aquí.
Abberline se detuvo.
—¿Sigue usted creyendo que el Destripador vive en esta casa?
Lees vaciló antes de responder.
—Podría equivocarme sobre su residencia. Pero sé que ha estado aquí… Su aura es inconfundible.
—De modo que ahora cambia usted su historia, ¿verdad? —dijo Abberline con desdén—. ¿Y sin embargo me pide que siga con esto?
Los ojos del médium eran suplicantes en la luz débil de la entrada.
—Usted sabe que en el pasado he tenido razón. Las fuerzas que me guiaron entonces no nos llevarán ahora por mal camino. Se lo suplico, no dé la espalda a esta oportunidad. Puede ser su única posibilidad de conocer la verdad.
Abberline echó una mirada a Mark.
—Estoy de acuerdo con él —dijo Mark—. Hemos venido hasta aquí. A menos que sigamos ahora, nunca sabremos si es verdad.
Abberline suspiró.
—Muy bien, me arriesgaré. Pero que Dios nos ayude si está usted equivocado.
Acercándose a la puerta, alzó el aldabón de bronce y lo dejó caer.
Por un momento esperaron ansiosamente, y después la puerta se abrió.
—¿Señores? —La mirada inquisitiva de la doncella se transformó en una mirada inquieta cuando Abberline declaró quien era.
—Nos gustaría ver a Sir William, si es posible —dijo Abberline—. ¿Está en casa?
La muchacha vaciló, insegura, y entonces se volvió hacia otra figura que se acercaba.
—¿Quién es, Maud?
La matrona de edad madura con su vestido de falda acampanada escrutó a los visitantes.
Pacientemente, Abberline se presentó una vez más, y después dio a conocer los nombres de sus compañeros.
La mujer madura sonrió.
—Yo soy Lady Gull —dijo—. Por favor, entren ustedes. —Cuando entraron en el vestíbulo, se dirigió a la doncella—. Puedes retirarte, Maud.
Inclinando la cabeza en señal de obediencia, la doncella se retiró por el pasillo y desapareció por una puerta bajo la escalera circular que se alzaba al fondo del gran vestíbulo.
Lady Gull acompañó a sus invitados a la sala de estar a la derecha de la entrada. Al entrar, la primera impresión de Mark fue de elegancia; el candelero de cristal, el complejo esculpido en los brazos de las butacas altas de respaldo con orejera, paisajes de Landseer con sus grandes marcos dorados dominando las paredes laterales, el enrejado de bronce reluciente delante de una gran chimenea bajo una enorme repisa… No tuvo oportunidad para más apreciación porque Abberline ya estaba hablando.
—Gracias, Milady, pero no hay necesidad de abusar de su hospitalidad. Si pudiéramos tener unas palabras con Sir William…
—Temo que eso no será posible —dijo Lady Gull—. Como ustedes habrán oído, mi esposo sufrió un ligero ataque justo hace un año.
—Lo siento, no sabía…
—Afortunadamente, se ha recuperado, pero su condición exige descanso. Yo me he impuesto la obligación de no estorbarlo nunca después de la cena.
—¡Susan!
Ella se interrumpió, volviéndose al sonido de la voz profunda que hizo eco desde el umbral cuando Sir William Gull entró en la habitación.
Mark lo reconoció inmediatamente por el retrato que había de él en la biblioteca del hospital. Había envejecido desde aquella pintura; su cabello era enteramente gris y los efectos del ataque eran evidentes en su ligera cojera. Pero el rostro pesado, cuadrado, que coronaba el cuerpo bajo y regordete, casi estaba como antes.
Lady Gull se encaró ahora con él, con preocupación evidente al hablar.
—Creía que ya estabas en la cama. No tendrías que estar aquí abajo…
—He oído a tus visitantes. —Gull miró de reojo a Abberline por debajo de sus espesas cejas—. De hecho, he estado de pie en el vestíbulo, tratando de saber a qué se debía esta insolente invasión de la intimidad.
«Bajo de cuerpo y corto de humor», reflexionó Mark. Pero ante su sorpresa, Abberline estaba sonriendo.
—Permítame que me explique —dijo—. Soy el inspector Abberline. Éste es el doctor Mark Robinson, del London Hospital. —Indicó a Lees—. Y este otro caballero es…
—Lo conozco —Sir William Gull se volvió hacia el psíquico—. Robert Lees, ¿verdad? Usted es el espiritista que solía dar mensajes fantasmales a Su Majestad.
La sonrisa de Lees disimulaba su resentimiento ante la descripción.
—Eso fue hace muchos años, Sir William. Me siento halagado de que usted lo recuerde.
—No había intención de halago. —La voz de Gull era gruñona—. ¿Qué lo trae ahora aquí…, más tonterías?
Antes de que el médium pudiera responder, Abberline intervino.
—Es un asunto bastante delicado…
—Lo que significa que es indelicado. —Gull dirigió una mirada a su esposa—. Yo mismo trataré con estos caballeros.
Lady Gull dudaba.
—¿Estás seguro de que estás en condiciones de hacerlo?
—Me interesa saber lo que los trae. —El gesto de Gull era un despido autoritario—. Cierra la puerta cuando te vayas, por favor.
Lady Gull no respondió, pero su mirada de reproche era muy elocuente al volverse y salir precipitadamente de la sala, arrastrando por la alfombra su falda acampanada.
Cuando la puerta se hubo cerrado, Sir William no perdió tiempo.
—Y ahora, sir. —Su mirada ardiente se dirigió a Abberline—. ¿Querrá usted tener la bondad de explicarme por qué estaba molestando a mi esposa?
—No era ésa mi intención —dijo Abberline. Hizo un gesto hacia Lees—. Este caballero podrá informarle del motivo de nuestra visita a su casa.
Pillado por sorpresa, Lees se aclaró la garganta nerviosamente y comenzó a hablar.
Mark se había sorprendido también por la demanda del inspector, y se quedó pensando en la cuestión. Obviamente, Sir William Gull no sentía ninguna simpatía por el espiritista y rechazaba sus afirmaciones de que poseía poderes psíquicos. Seguramente no creería aquello que ahora Lees le contaba, de modo que, ¿por qué motivo quería Abberline que lo expusiera?
Tenía que haber una razón; Abberline no era tonto. Quizá se hacía el tonto deliberadamente. Mark recordó cómo estuvo exhibiendo cuchillos para provocar una respuesta de los cirujanos en el hospital. ¿Tendría ahora un propósito similar al permitir que Lees contara su historia?
Si era así, sus esfuerzos tuvieron recompensa. Cuando el médium habló de haber reconocido a Jack el Destripador en el autobús, Gull se alteró visiblemente al oír pronunciar el nombre. Al escuchar a Lees describir a ese hombre, su rostro enrojeció airadamente. Después, cuando el psíquico le habló de sus presentimientos sobre el destino del Destripador, y el poder que le había guiado hasta allí, Gull estalló.
—¡Está usted loco! ¿Cómo se atreve usted a insinuar que yo pueda albergar semejante criatura bajo mi techo?
Lees se encogió bajo la furia de Gull.
—Ha confundido usted lo que quiero decir, Sir. Yo no sugería nada parecido. Solamente sé que él vino aquí…, no su intención.
—¿Tiene usted alguna prueba? ¿Le vio entrar en esta casa?
—No. —La voz del médium tembló—. Pero presentí que iba a alguna casa de esta zona cuando huyó. Y hoy, en Miller’s Court, la dirección me fue revelada por sí misma.
—¡Se reveló por sí misma! —Gull torció la boca en gesto despreciativo—. ¿De qué manera? ¿Organizó usted una sesión? ¿Convocó usted a los espíritus para que levantaran mesas e hicieran sonar sus panderetas? ¿Se le acercó de puntillas el espíritu de Mary Jane Kelly para susurrarlo en su oreja?
—¡Por favor! —Lees titubeó, dirigiendo una mirada con el rabillo del ojo a Abberline, que permanecía impasible al otro lado de la habitación—. Le ruego que me escuche. Todo lo que yo digo es que ha de haber alguna relación…
—¡Ninguna, de ningún modo! —Gull alzó la voz—. ¡No hay relación alguna!
—Temo que sí que hay alguna.
Abberline habló con tranquila convicción.
Gull se encaró ahora con él, desafiándolo con los ojos.
—¡Ese hombre está loco! —Sacudió la cabeza—. Seguramente usted, como oficial de Policía, no se creerá toda esta basura sobre mensajes de los espíritus.
—Lo que yo crea no tiene importancia —dijo Abberline—. Yo pongo mi fe en los hechos.
—Y, ¿de qué hechos está usted hablándome en este momento?
El inspector se enfrentó con la mirada de Gull.
—¿Usted es el médico de la reina?
—En medicina general, sí.
—Y, como tal, ha atendido usted a miembros de la familia real.
—Claro está.
—¿Incluyendo el duque de Clarence?
—En alguna ocasión. —Gull frunció el ceño impacientemente—. Pero ¿por qué lo pregunta usted? Estas cuestiones son del dominio público.
—En ese caso, permítanos entrar en asuntos que no lo son. ¿Cuál era la naturaleza de la enfermedad del duque de Clarence hace algunos años?
Gull sacudió la cabeza.
—Yo soy un médico, señor. Y como tal, respeto la intimidad de mis pacientes y no pienso…
—Retiro la pregunta —dijo Abberline—. Pero me temo que el asunto este no es tan privado como usted cree. Se sabe muy bien que el duque de Clarence contrajo sífilis.
Gull tragó saliva rápidamente.
—¿Quién le ha contado a usted esa majadería?
—Lo sé de una fuente indiscutible. La misma fuente que me ha informado de su condición mental deteriorada, y de su participación en el asunto de la calle Cleveland.
—¡Eso es una mentira! —gritó Gull—. Eddy nunca ha sido acusado…
—Gracias a usted. —Abberline lo silenció con un movimiento de cabeza—. Usted lo ha protegido siempre, usted y sus amigos que ocupan altos puestos. Lo han protegido de la Prensa, del público, de su propia familia. Ellos desconocen sus excursiones de media noche al East End o lo que hace allí. Pero usted sí lo sabe.
Mientras Mark lo observaba, el rostro de Gull quedó lívido. Y Abberline, observando el efecto de sus palabras, continuó:
—Ya sé cómo evita ser descubierto y dónde va después buscando sus placeres…
—¡No! —La boca de Gull se torció convulsivamente—. Yo no…, hay veces que he intentado seguirlo, temiendo por su seguridad, pero es demasiado inteligente para eso. Siempre consigue esquivarme…
—¿De modo que podría ir a cualquier parte? —Abberline habló suavemente—. ¿Y hacer…, todo lo que se le antoje?
—¡Por el amor de Dios, hombre! —La voz de Gull bajó a un murmullo—. ¿Qué está sugiriendo usted?
—Solamente lo que usted se habrá sugerido a sí mismo. ¿Necesito deletrearlo para usted?
Sir William negó rápidamente con la cabeza.
—Es cierto —murmuró—. Yo he sospechado esto que usted está insinuando. ¡Si supiera usted los tormentos que he sufrido ante ese pensamiento, hasta que he llegado a tranquilizarme!
—¿Cómo lo ha conseguido?
—Comprobando el calendario de la Corte. —El médico de la reina recuperó un poco el control al continuar—. Eddy estaba en Yorkshire cuando Polly Nicholls fue asesinada, y en Cavalry Barracks cuando mataron a Annie Chapman. Se hallaba en Escocia en el momento de la muerte doble, y en Sandringham del 3 al 10 de noviembre. Estaba allí para celebrar el cumpleaños de su padre el día 9, el día de la muerte de Kelly. —Gull hizo una pausa—. Esto deja solamente el primer crimen…, la mujer Tabram, en Bank Holiday.
—No es necesario que nos preocupemos por eso —dijo Abberline—. Hemos eliminado a esa mujer de nuestra lista ya que la naturaleza de sus heridas es diferente a la de las otras víctimas.
«¿Eliminada?» Mark disimuló su sorpresa. «No me lo había dicho.» Pero cada vez se hacía más evidente que el inspector sabía mucho más de lo que solía contar. Y cuando decidía contarlo era con un propósito definido…, como era el caso esta noche, cuando había desconcertado a Gull.
Y, sin duda alguna, Sir William estaba desconcertado. Ahora se enfrentó con Abberline, sin desafío y con la voz mesurada.
—Le agradezco que me proporcione este consuelo —dijo—. Quizás ahora pueda encontrar un poco de paz, ahora que ya sé que Eddy es totalmente inocente. El pobre muchacho ya ha sufrido bastante a manos de periodistas trapaceros sin tener que añadir otras cargas. Mi lealtad hacia la corona me empuja a solicitarle el silencio…
—Lo tendrá usted —dijo Abberline—. Pero con una condición.
—¿Qué condición?
El inspector dirigió una mirada a Robert James Lees al responder.
—Hay otras personas además del duque de Clarence cuyas reputaciones están involucradas en este asunto. Mr. Lees, por ejemplo. Ha sido su intuición la que nos ha traído aquí esta noche, una intuición que usted ha despreciado, así como su integridad. Debo pedirle que diga la verdad. ¿Quién era el hombre que le visitó a usted el otro día?
Por un momento, Gull permaneció con la cabeza gacha. Después suspiró pesadamente.
—Muy bien, si insiste… Se llama John Netley.
Abberline asintió.
—¿El cochero que conduce a Eddy cuando cambia carruajes a medio camino en sus visitas a Whitechapel?
Gull alzó la cabeza, sorprendido.
—Entonces, ¿usted ya sabe…?
—Solamente sé que ése es el método que Eddy usó para eludir la persecución de usted. Pero deseo que me diga cuál era el propósito de Netley cuando vino aquí el otro día.
—Porque yo lo llamé —dijo Gull—. He sabido hace poco la parte que él ha tenido en estas escapadas. No es necesario subrayar que le dije claramente que el juego había terminado y que se enfrentaría a graves consecuencias a menos que dejase de ayudar a Eddy. Me dio su palabra.
Abberline afirmó de nuevo.
—Y usted tiene la nuestra en cuanto a mantener silencio al respecto.
—Gracias, inspector. —Gull se volvió, encaminándose hacia la puerta, y Mark observó que su cojera era más pronunciada—. Ahora, si ustedes me perdonan…
Abriendo la puerta, los escoltó por el vestíbulo. Salieron silenciosamente, y no dijeron nada hasta iniciar el camino por la calle Brook en dirección a la parada de coches en Grosvenor Square. La lluvia había cesado pero no pasaba nadie por la reluciente calle.
Fue Lees el que habló primero.
—Le agradezco que haya usted defendido mi reputación, inspector. Siento haberme equivocado en cuanto a que el Destripador viviera en ese lugar, pero de algo sí estoy muy seguro…, ¡ha estado en aquella casa! Sir William mentía.
Abberline se detuvo bajo la lámpara de la calle y Mark siguió su mirada atónita.
—¿Cómo lo sabe usted?
Los ojos de Lees brillaron sombríamente bajo la luz de gas.
—Porque John Netley es un cochero. Y el hombre que visitó a Gull el otro día, Jack el Destripador, es un médico.