Santo Domingo, 1806 d. de J. C. Pompee Valentin Vastey habla de las atrocidades de los franceses contra los negros. ¿Acaso no han colgado hombres cabeza abajo, los han ahogado en sacos, los han crucificado en tablones, los han enterrado vivos, y los han aplastado en morteros? ¿Acaso no han entregado estos desgraciados negros a perros devoradores de hombres hasta que estos últimos, saciados de carne humana, abandonaban a sus destrozadas víctimas para que las rematasen con bayoneta y puñal?
Cuando Robert James Lees entró en la oficina, Abberline lo presentó a Mark, y después hizo un gesto al médium.
—¿Qué lo trae por aquí? —preguntó.
—Un asunto sin terminar, inspector. ¿Recuerda usted lo que le dije en su casa la otra noche sobre la amenaza de la maldad? —Los ojos de Lees centelleaban—. He venido a decirle que la he seguido.
—¿Otra visión? —Abberline frunció impacientemente el ceño—. Oiga, Mr. Lees, estaría encantado de escucharle, pero ha sido un día muy largo para mí y ya es muy tarde…
—Más tarde de lo que usted cree —dijo Lees—. Y no he tenido más visiones. No desde la noche anterior al crimen, cuando le di el nombre y el número.
La arruga en la frente de Abberline quedó borrada con el recuerdo.
—Es cierto…, McCarthy y trece.
El psíquico asintió.
—Es una lástima que no hubiera podido ser más específico. Si hubiera sabido entonces lo que sé ahora…
—¿Qué sabe usted, Mr. Lees?
—Después de enterarme de la muerte, me pesaba en la conciencia. Sentía que de alguna manera yo era responsable por no haber podido proporcionar la información exacta que hubiera podido impedir este horrible crimen. Lo menos que ahora podía hacer era intentar encontrar al criminal.
—Eso es lo que todos estamos intentando hacer —dijo Abberline—. Naturalmente los periódicos siguen hablando de perseguirlo con sabuesos, aunque nadie se lo toma en serio.
—Yo lo hice —dijo Lees—. Ayer fui a Miller’s Court para ver si esta facultad mía podía detectar el rastro.
—Un sabueso humano, ¿eh?
La réplica de Abberline era más burlona que alegre.
—Así podría decirlo —respondió Lees sin rencor—. No es necesario decirlo, he fallado.
—¿Es eso lo que ha venido usted a decirme?
—No, hay algo más. Como le he dicho, no he tenido más visiones. Pero cuando estaba allí, de pie en el patio, me invadió un extraño sentimiento al mirar el número en la puerta de la habitación de Mary Jane Kelly. El número parecía cambiar —y de pronto he visto la dirección que he estado intentando evocar desde el día en que encontré a Jack el Destripador e intenté seguirlo hasta su destino.
Abberline habló suavemente.
—La dirección…, ¿puede usted dármela?
—Haré algo mejor que eso. —Lees asintió—. Puede ser que no sea un sabueso, inspector, pero si viene ahora conmigo lo llevaré a la casa en donde vive Jack él Destripador.