Santo Domingo, 1805 d. de J. C. Un comandante militar blanco fue capturado y traído ante Dessalines, que contempló cómo lo azotaban con rama de espinos hasta morir. Al expirar, un soldado le arrancó el corazón con las propias manos y se lo comió crudo. Después, como toque decorativo, le sacó las entrañas y las colgó de la rama de un árbol.
El gentío comenzó a congregarse pronto en Westminster a la mañana siguiente, bordeando el itinerario del desfile del Lord Mayor.
Cicely Marchbanks llegó en su carruaje, llevando un elegante vestido nuevo de batista. La anciana Mrs. Hargreaves tomó el tren desde Richmond trayendo unos impertinentes en su bolso con el propósito de no perderse nada y desplegando una sombrilla como coraza contra el sol. Jenny Potts recorrió todo el camino desde Yorkshire, en ómnibus, dando saltos sin parar con su sombrerito de paja torcido.
Los vendedores ambulantes estaban en las calles, ofreciendo recuerdos y golosinas; las jóvenes floristas presentaban sus ramos de últimos de otoño; los mendigos y los músicos ambulantes competían en llamar la atención entre el griterío excitado de los niños cuyas nodrizas e institutrices iban acompañándolos por las calles soleadas.
Todo Londres bullía por ver el espectáculo. Allí estaba Snibbs, el tendero de ultramarinos, y Bert, el mozo de cuadra, junto a Alf Dawkins, de cabello gris, que había luchado con los Pandies en Lucknow cuando era todavía un chiquillo. Lionel Wyndham montaba a horcajadas su caballería de Rotter Row, Sid Fowler iba en su carrito con asno, y George Robey hacía el viaje montado en la yegua, dispuesto a conseguir un lugar en los salones y hacer fortuna. Lords y damas se unían a abogados y doncellas, alegres marineros daban empellones a prelados piadosos; mezclados entre el gentío había carniceros, panaderos y fabricantes de velas, ya que todo el mundo había salido para contemplar el desfile.
Todo el mundo menos John Bowyer, vaya mala suerte.
Ya eran mucho más de las diez y él todavía estaba trajinando en la oficina del velero en espera de que Su Señoría cesara de ocuparse en fruslerías y le diera permiso para marcharse.
Si se apresuraba llegaría a tiempo al Strand para la ceremonia. Decían que el Lord Mayor —James Whitehead, o como demonios se llamara— arrojaría dinero a la multitud desde su carruaje. No debía de ser verdad, pero si realmente arrojaba por ahí alguna moneda, John Bowyer estaba dispuesto a ir con una pala a recogerla.
Y en vez de eso estaba allí como un bobo mientras el fabricante de velas para barcos se ocupaba de sus libros. Esta mañana no eran asuntos de marina, no, sino pagos de alquileres. El viejo avaro se llenaba bien la bolsa alquilando habitaciones en los lupanares que poseía en Miller’s Court. Estaba allí sentado, murmurando ante su libro de cuentas, cuando, de pronto, alzó la cabeza. Por un momento Bowyer se animó; quizás ese cerdo tonto había tenido en cuenta el desfile y quería decirle que se marchara. Pero no hubo suerte.
—¡Maldita perra! —exclamó—. Ya la he avisado anteriormente.
—¿Quién, señor?
—Esa mujer, Kelly. Todo lo que pido por su habitación son cuatro bobs[2] por semana y ya son treinta los que me debe. Me sirve de lección por escuchar los cuentos tristes de esa mujer. —Dio un puñetazo al libro abierto—. Mira lo que harás, John. Quiero que vayas al número trece directamente y procures que ella me dé algún dinero. Si no, dile que le mandaré los alguaciles. Te lo aseguro, esta vez va en serio. Díselo en mi nombre.
Bowyer asintió.
—Como usted diga, Mr. McCarthy.
Cogió su sombrero y salió disparado, dando la vuelta a la esquina hacia la calle Dorset, silbando durante todo el camino. Era un truco que había aprendido siendo soldado: cuando el camino es duro, no sirve de nada poner mala cara; conserva la sonrisa en tu jeta y un corazón alegre te ayudará a pasar el mal rato. Se perdería el desfile, pero no podía remediarlo. Dios cabe que no era el fin del mundo.
Dos Adorables Ojos Negros, ésa era la tonada. Oyó a Charles Coburn que la cantaba en el «Teatro Empire» en Leicester Square. Vestíbulo lujoso, con luces eléctricas en la entrada y todas aquellas jugosas mujeres paseando por detrás de los vestuarios. Lástima que no pudo permitirse ni una escapadita con ninguna, pero Kelly era tan buena como ellas. Ojos negros. Mary la Negra, la llamaban.
Mary Jane Kelly. Un bocado suculento sin duda alguna. No era de extrañar que McCarthy le permitiera que se atrasara tanto en los pagos; seguramente él también obtenía sus favores especiales al margen. John se dijo que tampoco a él le molestaría una escapada con ella. Tenía abundancia de atributos, delanteros y posteriores. Todavía joven y además bonita, no como esos sacos gordos esperando en esas cuadras por las que ahora estaba pasando.
No había nadie a la vista por allí. Ni el chulo que solía haraganear en la puerta dispuesto a saltar sobre un probable cliente que apareciera. Pensándolo bien, la calle Dorset estaba totalmente vacía esta mañana, y no había ni un alma tomando un bocado en la tasca grasienta o engullendo una pinta en la tabernucha «Britannia» de la esquina. Todos habían ido a ver a Lord Mayor en Guildhall, y a celebrar además, el aniversario del Príncipe de Gales.
Dios, ¡cuánto le gustaría dar un puntapié a ése! Viejo cerdo gordo, él y su Jersey Lily. Y el cabrón de su hijo, ése que llaman «Cuellos y Puños», mariquita como el que más. Eso es lo que hacían en esos lugares elegantes, hacerlo con cualquiera que estuviera dispuesto a bajarse los pantalones, hombre, mujer o niño. Cómo sería beber champaña con una de esas damas finas, quitarle las enaguas, manosearla…
John Bowyer ya no silbaba. Aquí estaba, calle Dorset abajo, con un bulto en sus calzones, y todo él ardiendo.
Y aquí estaba Miller’s Court, el número veintiséis, justo después del arco; casas en ambos lados y otras al fondo. Bowyer entró en el pasillo buscando la puerta de la habitación de Mary Kelly que estaba marcada con el número trece. Alguien había dicho que era un número de mala suerte, pero no lo era para él.
No para él, porque ya estaba decidido. Le pediría el alquiler, sí, pero de una manera tranquila, como dando conversación. Y si ella rogaba que le dieran más tiempo, él no insistiría; haría el papel de caballero condescendiente. Le daría a entender que aún podía disponer de otro día, siempre que estuviera dispuesta a mostrar un poco su gratitud. Favor por favor, podría decirse.
En algún lugar distante atronaban los cañones desde la Torre, ya fuese por el Lord Mayor o por el Príncipe de Gales. Daba lo mismo para quién; A Bowyer le importaba un comino. Hay cosas mejores que ver que un maldito desfile.
Supongamos que cuando llamara, esa Mary Kelly estuviera todavía en la cama, fresca y dispuesta después de haber descansado bien toda la noche… Y ella vendría a la puerta apresuradamente sin pensar en ponerse la bata, y cubierta solamente con su camisón. Un camisón transparente, largo pero sin mangas y con un buen escote, tan bajo que uno pudiera ver esas grandes bellezas asomando entre los mechones de su negro cabello suelto. ¡Oh, Dios! y cuando él pusiera sus manos sobre ellas…
En vez de eso puso su mano sobre la puerta y llamó.
Ninguna respuesta.
De modo que llamó nuevamente, pero tampoco hubo respuesta, ni un sonido desde el interior. Intentó abrir, pero la puerta estaba cerrada con llave. O bien estaba dormida o se hacía la sorda, esperando que él se alejara.
Bowyer lanzó unas maldiciones en voz baja. Maldita perra estúpida, si ése era su juego él ya la enseñaría. Hay más de una manera de despellejar a un gato.
Se acercó a la ventana contigua a la puerta. La cortina de muselina estaba echada, de modo que no podía ver dentro, pero la suerte lo acompañaba; el cristal estaba roto y había espacio suficiente para meter el brazo por el agujero hasta el fondo. Metió la mano, procurando no cortarse con los bordes afilados del cristal, y apartó la cortina.
Ahora podía ver dentro. Ver la pequeña habitación con la chimenea en un costado. Ver la silla, las dos pequeñas mesas, los vestidos doblados al pie de la cama. Ver la cama, y lo que yacía encima. Ver a Mary Jane Kelly.
Mary la Negra tumbada boca arriba, con su camisón alzado y las piernas abiertas, yaciendo muy silenciosa e inmóvil en medio de tanta sangre.
Sangre de su garganta, cortada limpiamente de oreja a oreja, de modo que la cabeza colgaba del extremo de la espina dorsal. Sangre de su frente desgarrada, los agujeros en carne viva de donde sus orejas y su nariz habían sido amputadas. Sangre que brotaba de la abertura abierta en su estómago. Sangre de su brazo izquierdo, rebanado de manera que solamente estaba sujeto al hombro por un pedazo destrozado de carne. Su mano derecha estaba hundida dentro del gran corte entre sus piernas, en las que faltaba la carne hasta los pies. «Hay más de una manera de despellejar a un gato.»
¿Maulló el gato cuando le cortaron las caderas? ¿Dio alaridos el gato cuando le arrancaron las entrañas? No importaba, ahora el gato estaba silencioso.
Gotas de sangre que caían de la cama allí donde estaba el hígado entre las piernas rojas. Sangre que goteaba de la superficie de la mesilla donde se amontonaba el horror; la nariz, jirones de piel, el bulto sangriento del corazón arrancado, la masa picada que era todo lo que quedaba de los pechos amputados. Y en las paredes, más sangre, uniendo las guirnaldas de los intestinos enganchados en los clavos de los cuadros.
Sangre por todas partes, bañando lo que quedaba del cuerpo destrozado y la ruina carmesí de lo que antes había sido un rostro humano.
John Bowyer dio la vuelta y echó a correr, pero no había escape de lo que acababa de ver; la figura despellejada, la cabeza sin rostro. Y lo que era peor: no a causa de lo que faltaba, sino a causa de lo que quedaba.
Todo le había sido arrancado a la cara de Mary Jane Kelly excepto los horrores gemelos que lo perseguirían en sus pesadillas.
Dos adorables ojos negros…