Santo Domingo, 1800 d. de J. C. Bryan Edwardes escribe una crónica de la rebelión de los negros contra la dominación francesa: «En los alrededores de Jeremie, un grupo de mulatos atacaron la casa de Monsieur Sejourne y los cogieron a él y a su esposa. Esta desgraciada mujer (mi mano tiembla al escribirlo) estaba en estado avanzado de embarazo. Los monstruos, de los cuáles era prisionera, después de haber asesinado al marido en su presencia, la desgarraron viva y arrojaron el niño a los cerdos.»
El inspector Abberline finalmente pasaba una velada tranquila en su casa.
Mrs. Abberline había preparado una cena especial —buey asado y pudding de Yorkshire—, la cual a causa de su estómago, quedó casi intacta.
Ella se puso después la bata y las zapatillas pero, a pesar de las tentaciones de la comodidad, él las ignoró. En vez de eso se retiró al pequeño cubículo junto a la sala de estar en donde había instalado un improvisado lugar de trabajo.
Al sentarse ante la mesa de madera de pino que le servía de escritorio, su esposa asomó la cabeza por la puerta, y le habló dulcemente.
—¿Estás seguro de que te encuentras bien, Fred?
—Totalmente seguro, querida.
—Pero pareces muy cansado y aquí hace frío. ¿No podrías sentarte en la salita? He puesto leños nuevos en el hogar.
—Pronto me reuniré allí contigo.
—¿Prometido?
—No tardaré mucho. Solamente tengo un poco de trabajo.
Ella se retiró, satisfecha, y el inspector se volcó sobre el despliegue de documentos encima de la mesa.
No había satisfacción en su cara mientras contemplaba el conjunto. ¿Un poco de trabajo? Una maldita rutina, eso es lo que era…, todo el caso, del principio al final.
Solamente que parecía que no había final. No importaba la cantidad de detalles que se atendieran, en seguida surgía otra docena para fastidiarlo.
Hoy mismo había sido un perfecto ejemplo. Finalmente había descartado al doctor Trebor y a Mark Robinson como sospechosos, y las conclusiones del patólogo sobre el riñón reforzaron sus propias conclusiones. Pero cuando trató de obtener una respuesta más pormenorizada del doctor Hume topó con un muro. Hume no quiso hablar. Demasiado ocupado, dijo. Y eso solamente conducía a otra pregunta. ¿Por qué Hume estaba siempre atareado…, no sólo durante su trabajo sino también durante sus horas libres fuera del hospital? Quizá la animadversión le hacía dar excusas, pero había de existir algún motivo en sí mismo. Ahora tendría que hurgar más a fondo en las actividades de Hume antes de arriesgarse a borrarlo de la lista de sospechosos.
¡Malditos médicos! En este asunto había involucrado demasiados médicos… Todos esos individuos mangoneando las investigaciones de los forenses. Trebor, Mark y Hume en el hospital, más los que interferían de fuera. Forbes Winslow todavía estaba en ello, declarando que había recibido más cartas del Destripador, se habían convertido en asiduos amigos de pluma, aseguraba. Y, para arreglar las cosas, había llamado otro, un tal doctor Dutton, para ayudarlo con su infernal análisis grafológico.
Pero no eran solamente esos malditos sierra-huesos los que debía considerar. La exoneración de Oscar Wilde respecto al duque de Clarence quizá no fuese segura, y convendría que él realizara sus propias investigaciones para asegurarse. Después de escuchar a Matthews, todavía olía cierta especie de encubrimiento por ese lado.
Tampoco podía conseguir una respuesta concreta sobre Sir Charles Warren. Se decía en Scotland Yard que Warren iba a dimitir, pero de momento todavía permanecía en su puesto, haciendo preparativos para el desfile inaugural del nuevo Lord Mayor y el ágape público de mañana. Justo lo que convenía en este momento…, dedicar la mitad de la fuerza policial al servicio en la ruta dejando sin vigilancia el East End.
¡Tanto que hacer, tan poco tiempo, y tan poca ayuda!
Abberline cogió el sobre de papel manila que contenía el dossier de Severin Klosowski. Era otra pista a seguir, y había una docena más que parecían igualmente urgentes. Aunque ninguno de estos individuos demostrara ser culpable en este caso, el asunto del Destripador había destapado un nido de extraños pájaros. Misóginos, dementes murmurando amenazas, maníacos que corrían despavoridos blandiendo cuchillos…
—¡Fred!
Alzó la mirada al sonido de la voz de su mujer.
—¿Qué hay, querida?
—Hay un caballero que desea verte.
Abberline parpadeó; no había oído sonar el timbre de la puerta.
«Y ahora, ¿qué?»
Ella sonrió, anticipándose a su pregunta.
—Dice llamarse Lees.
—¿Robert Lees?
—Así es. ¿Lo conoces?
Él suspiró.
—Conozco a ese tipo, sí. ¿Dónde está?
—Le he pedido que espere en la salita. —Mrs. Abberline vaciló—. Le he dicho que estabas ocupado, pero él ha contestado que era urgente. ¿He hecho bien?
—Naturalmente. Saldré a verlo dentro de un momento.
Ella se marchó y Abberline se alzó lentamente. Le dolían los pies, roncaba su estómago, y todo lo que le pedía a la vida era una velada tranquila aquí en casa. En vez de eso tenía a Robert Lees con su asunto urgente.
Abberline suspiró nuevamente. No sabía de qué trataría su asunto, pero sólo el pensar en Lees ya lo sacaba de quicio.
Mientras se encaminaba hacia la sala por el pasillo iba evocando lo que sabía del hombre que lo aguardaba. Conocía bastantes cosas de su pasado.
Robert James Lees era un médium espiritista, o así lo declaraba él por lo menos. Siendo adolescente, en el 63, había sido llamado a comparecer ante la Reina después de haber recibido mensajes de su amado consorte, el difunto príncipe Alberto. Según los informes, él había dispuesto una sesión en el Palacio de Balmoral. Lo que sucedió convenció a Victoria de que los poderes de Lees eran genuinos, y lo invitó a permanecer a su servicio. En vez de eso él prefirió continuar con su investigación privada de lo oculto, escribiendo libros y también llevando a cabo experimentos en el Centro Espiritista de Peckham.
Un día, mientras trabajaba en su estudio, tuvo una premonición de asesinato. Aquella noche surgió una visión en sus sueños, la visión de un hombre y una mujer que entraban juntos en un patio mal iluminado. Allí, en la oscuridad, el hombre le cortó la garganta a la mujer.
La impresión fue tan fuerte que Lees escribió los detalles y los llevó a Scotland Yard al día siguiente. Ese día fue cuando Abberline lo conoció, mientras contaba su historia a los investigadores. Pero Lees solamente era uno más entre los montones de excéntricos e informadores que entrevistaban, y la conclusión a que se llegó fue bastante sencilla: todo lo que Lees podía ofrecer era el informe de un sueño que declaraba haber tenido la noche anterior a la del asesinato. Centenares de personas tenían pesadillas sobre esos crímenes, de modo que, ¿para qué tomar ésta seriamente?
Al día siguiente, cuando el cuerpo de Annie Chapman apareció en un patio, fue cuando todos dieron importancia al asunto de Lees. Mientras, Lees se había enterado del crimen y visitado Hanbury Street. Allí estaba el patio, dijo él, el mismo que había visto en sueños. Verlo en la realidad le produjo un choque tan fuerte que se sintió embargado por un gran sentimiento de culpa. Era como si su fracaso en convencer a la Policía de su premonición lo hiciera cómplice del crimen.
Abberline recordó sus propios sentimientos en aquel momento: había recordado la historia del médium y había querido comprobarla buscando más detalles. Pero cuando trató de ponerse en contacto con Lees supo que el espirista había seguido el consejo de un médico y se había marchado de vacaciones al Continente con su familia.
Desde aquel momento, naturalmente, había habido otras cosas que reclamaron su atención, y por tanto el asunto había quedado en suspenso.
Pero esta noche no habría descanso.
Abberline lo presintió en el momento en que entró en la salita en donde Robert Lees lo esperaba.
El hombre maduro estaba de pie ante la chimenea, con la mirada clavada en las llamas. Al volverse, sus ojos, hundidos en sus cuencas oscuras, parecían resplandecer con fuego propio.
—¡Inspector! —La voz era vehemente; crujía y centelleaba de excitación—. ¡Lo he visto!
Abberline parpadeó.
—¿Qué…?
—He visto a Jack el Destripador.
Las llamas danzaban con reflejos trémulos como los pensamientos que se arremolinaban en la mente de Abberline. «Otra visión, ya veo. Otro sueño…»
—¡No! —La voz de Lees surgió potente—. Esta vez no ha sido un sueño. ¡He visto al Destripador en carne y hueso! ¡A plena luz del día!
—¿Cuándo?
—Esta tarde.
A Abberline se le secó la boca. ¿Cuántas veces había oído esa misma declaración, cuántos chiflados y lunáticos juraban que habían reconocido al criminal? Pero este hombre era distinto; él había soñado la verdad en el pasado, y ahora le había leído la mente. ¿Poseía Lees realmente los poderes que declaraba tener?
El inspector iba a responder, pero antes de que pudiera decir ni una palabra, Lees sacudió la cabeza:
—No —dijo—. No quiero sentarme. No podemos perder ni un momento.
Abberline asintió.
—Dígame lo que ha sucedido.
—Como usted sabe, últimamente he estado en el extranjero. Me marché para liberarme de estas premoniciones de asesinato que tanto me han atormentado, y por algún tiempo me sentí libre. Entonces, de repente, comencé a experimentar una rara sensación de presentimiento, no visiones, sino algo que tomó forma de algo apremiante. Una urgencia que fue creciendo hasta convertirse en una voz que me ordenaba regresar. Y hoy he descubierto el motivo.
»Mi esposa y yo hemos subido a un autobús en Shepherd’s Busch. Al llegar a Notting Hill subió un pasajero. Inmediatamente lo reconocí como el hombre que había visto en mi sueño del asesinato de Annie Chapman. Usted tiene la descripción que en aquel momento di a la Policía…
Abberline asintió.
—Prosiga…
—Me volví hacia mi esposa y le murmuré: «Ése es Jack el Destripador.» Ella se echó a reír y me dijo que no fuese bobo. Yo le aseguré que no me equivocaba; podía sentirlo.
—¿Qué hizo usted?
—Por el momento, nada. En el autobús no había ningún policía, y no era fácil que yo me acercase a ese hombre sin exponerme, sin arriesgarme y arriesgar a los otros pasajeros. Recorrimos Edgeware Road hasta Marble Arch y allí el hombre descendió. Le dije a mi mujer que más tarde me reuniría con ella en casa, y seguí a ese hombre entre el gentío de la calle Oxford, confiando en encontrarme con algún policía por el camino. Finalmente así ocurrió y apresuradamente le conté mi descubrimiento. Creyó que bromeaba y, cuando insistí en que el asunto era grave me amenazó con arrestarme. Viendo que él no me ayudaría, lo dejé. Mientras tanto, el hombre me había ganado mucho terreno, pero conseguí no perderlo de vista.
—¿Se dio cuenta de que usted lo seguía? —preguntó Abberline.
—Ha de haberlo presentido porque, bruscamente, se paró en la calle y llamó a un taxi. Antes de que yo encontrase otro, él ya se había marchado.
El inspector hizo un gesto de desdén.
—¿Y eso es todo?
—¿Todo? le he dicho que acabo de ver al asesino.
—No exactamente. Usted me ha dicho que ha visto a un hombre que se parecía al que vio en su pesadilla. Bajo estas circunstancias, me es difícil culpar al policía por su actitud. Arrestar a un hombre por aparecer en un sueño no es exactamente el proceder de la Policía.
Los ojos de Lees se encendieron, pero con un fuego que se apagaba.
—Entonces, ¿no me cree?
—No es una cuestión de creer o no. Se necesita más que eso para poder actuar, una prueba tangible o evidencia sustancial. Usted admite que no tiene ninguna de las dos. Así que la única pregunta que procede es por qué ha venido usted aquí con su historia.
El fuego se avivó de nuevo.
—Porque todavía tengo mi premonición. ¡Habrá otra muerte!
Abberline se encogió de hombros.
—El último crimen fue cometido hará unas seis semanas. ¿Qué puede usted ofrecer para apoyar esta predicción o impedir que se realice? Estaría mucho más satisfecho si pudiera utilizar esos poderes suyos para decirme dónde puede ser localizado este supuesto asesino.
—No estoy seguro. —El psíquico sacudió la cabeza—. Pero tengo la sensación de que tomó el taxi hacia una casa cercana de Grosvenor Square.
—¿Qué casa? ¿Qué dirección?
—No lo veo claramente.
—En otras palabras, sus poderes no son más que conjeturas.
Los ojos de Lees llamearon.
—¡No son conjeturas! ¿Cómo podría explicarlo? Seguir a ese hombre con el ojo de mi mente es como seguir el hilo de un ovillo enredado en todas direcciones. Un hilo de maldad, podría usted llamarlo, porque eso es lo que presiento. Pero hay mucha maldad en Londres esta noche, inspector. Aislar especialmente este hilo parece ir más allá de mis poderes actuales, a pesar de mis esfuerzos por separarlo. —Su voz se estremeció—. La maldad existe por todas partes. Algunas veces creo que la limitación de nuestros sentidos está proyectada para protegernos de ser conscientes, de esa presencia del mal. Confiamos en que nos proporcionen su conocimiento, pero es posible que bloqueen la comprensión de los horrores que no podemos soportar.
Abberline hizo un gesto impaciente.
—De modo que lo que usted está diciéndome realmente es que no sabe nada.
Los ojos del médium eran como blancos carbones encendidos.
—¡Yo si sé! El presentimiento me ha traído aquí y todavía está conduciéndome… ¡me está volviendo loco! ¿No puede usted comprenderlo? Es como algo horrendo creciendo dentro de mi cráneo, que cada vez se hace mayor hasta reventar dentro del cerebro. Detrás de esa premonición hay una horrible verdad. Yo sé que está ahí… si pudiera alcanzarla…
La voz ronca de Lees se detuvo bruscamente y sus manos se alzaron hasta su frente. Aspirando profundamente, cerró los ojos, agarrándose ciegamente las sienes mientras permanecía tambaleándose delante de la chimenea. Abrió la boca y la luz del fuego brilló en los hilillos de saliva que brotaban de sus labios abiertos. Y en un instante surgieron los sonidos; profundos, guturales, sonidos que podían ser o no expresión de palabras.
Entonces, mientras Abberline se esforzaba por comprender, el psíquico dio un respingo y se desplomó en tierra.
—¡Lees…!
Abberline se arrodilló junto al hombre inconsciente, aflojándole el cuello de la camisa.
—Lees… ¿puede usted oírme?
Lentamente, un poco de color fue apoderándose de las mejillas del rostro lívido, y los ojos hundidos parpadearon y se abrieron. La mirada fija de Lees era vacía, pero después recuperó el conocimiento y procuró incorporarse para sentarse.
—Poco a poco —dijo Abberline.
—No tiene porqué preocuparse. —El médium se secó la saliva de los labios mientras el inspector lo ayudaba a ponerse en pie—. ¿Qué ha sucedido?
—¿No lo sabe? Ha tenido un ataque.
—No es eso. Vino la visión.
—¿Qué visión? ¿Qué ha visto usted?
—No puedo recordar… —Los ojos de Lees se pusieron nuevamente en blanco—. ¿He dicho alguna cosa?
Abberline asintió.
—Lo intentó usted, pero no tenía sentido. Creo que he entendido dos palabras.
—¿Cuáles han sido?
—Una sonaba como un nombre. McCarthy, quizá.
—¿Y la otra?
—Un número… el trece. —El inspector miró a Lees, con expresión interrogativa—. Qué significado tiene esto para usted?
—Ninguno. —Llegó el susurro, débil como un silbido de humo de la chimenea—. Todo lo que sé es que algo está a punto de suceder. Y ahora no tenemos manera de detenerlo.