Estados Unidos, 1791 d. de J. C. En Louisville, Kentucky, un tal Mayor Elurgis Beatty confió a su Diario: «He visto la bárbara costumbre de sacarse los ojos practicada por dos individuos de las clases más bajas de por aquí. Cuando dos hombres se pelean no van nunca con idea de golpearse, sino que inmediatamente se sujetan e introducen con fuerza los pulgares o dedos dentro del ojo para sacarlo de su cuenca, como a uno de esos hombres le ha ocurrido hoy… Pero él, a su vez, ha mordido abominablemente a su adversario. Uno de esos sacadores de ojos, en su tiempo, había sacado cinco ojos y cortado de un mordisco dos o tres narices y orejas escupiéndolas al rostro de su rival.»
Cuando el taxi dejó a Abberline ante el «Teatro Royal Lyceum», pagó al taxista y pasó entre las seis imponentes columnas de la entrada.
Un portero lo detuvo en la puerta interior.
—Lo siento, señor. Hoy no hay matinée.
—Lo sé. —Abberline sacó su cartera para exhibir la placa—. Me han dicho que aquí puedo encontrar a Mr. Wilde.
El portero vaciló, parpadeando ante la placa.
—Supongo que no estará en apuros, ¿verdad?
—Nada de eso. —Abberline ofreció una sonrisa tranquilizadora—. Se trata puramente de un asunto personal.
—Bien, guv’nor. —El portero hizo un gesto—. Lo encontrará en la habitación verde con Mr. Mansfield y otro caballero.
Abberline encontró su camino hasta el camerino detrás del escenario y se presentó al trío que allí estaba sentado.
Se sorprendió al descubrir que Richard Mansfield era un hombre tan bajo. De alguna manera siempre se había imaginado al actor americano visitante como una figura imponente, quizás a causa de los papeles que interpretaba, pero aquel sujeto de espaldas anchas con cabello escaso no tenía ningún parecido con el temible Mr. Hyde.
El segundo ocupante de la habitación era un pequeño periodista avispado, de unos treinta y tantos años, cabello pelirrojo, cejas espesas y patillas satánicas. Mansfield lo presentó como crítico y comediógrafo famoso, pero no fue por eso por lo que el nombre le hizo recordar algo. Abberline trató de rememorar lo que había oído contar de Mr. George Bernard Shaw, pero el recuerdo se le escabullía.
El tercer hombre no presentó semejante problema. Nadie, difícilmente, hubiera dejado de reconocer a Mr. Wilde. Si su cabello ondulado, con la raya en medio, su extravagante chaqueta a cuadros y su chaleco cruzado no le hubieran marcado inconfundiblemente como el celebrado poeta, su lenguaje ofrecía la prueba inmediata de la identidad de Oscar Wilde.
—Justamente estaba contando a estos caballeros mi reciente visita al Baile de las Bellas Artes en París. —Wilde le sonrió y después dedicó su atención a otros—. Como les he dicho, este año el tema era bíblico, aunque no enteramente reverente. La mezcla políglota de lenguas: francés, inglés, alemán e italiano, hacía pensar en la Torre de Babel. Aunque el decoro, debo confesarlo, insinuaba Sodoma y Gomorra. —La voz aflautada de Wilde se elevó—. A media noche dieron el primer premio a un atractivo muchacho que había escogido el disfraz de Adán —con la hoja de parra, naturalmente—. Todo su cuerpo, completamente visible a primera vista, y muy apropiadamente bajo las circunstancias, estaba cubierto con pintura dorada. Un joven dorado, pero no, gracias a Dios, castrado[1].
Wilde soltó una risita maliciosa y Richard Mansfield sacudió la cabeza.
—Oscar, ¡eres incorregible! —Se volvió hacia Abberline—. Siéntese inspector. ¿Puedo ofrecerle un traguito de jerez?
—No, gracias. —Abberline se dejó caer en una butaca ante la chimenea, frotándose las manos—. Está refrescando estos días. Hay frío en el aire.
—Por no decir nada del hollín, el polvo de carbón y toda clase de compuestos químicos venenosos. —Bernard Shaw clavó en el inspector una mirada inquisitiva bajo sus cejas erizadas—. No es de extrañar que la Reina se mantenga en forma…, permanece fuera de Londres y disfruta del aire puro de Escocia.
—Más bien de la malta pura escocesa, diría yo —intervino Wilde—. Me han dicho que su criado, el difunto John Brown de pecadora memoria, introdujo a nuestra querida soberana en las delicias del baile fling de las Tierras Altas.
—Bobadas. —Shaw sacudió la cabeza—. Uno no puede conservar la salud en alcohol. Londres vierte whisky dentro de su garganta, pero también tose y estornuda. Y no es de extrañar con el efluvio de millares de toneladas de excrementos de caballo, el miasma de las cloacas, los billones de bacterias asaltando nuestra respiración.
—Ah, sí, la teoría de los gérmenes. —Wilde sonrió—. Cuando empiezas con ese tópico pareces tener tantos prejuicios como Pasteur y eres tan virulento como Virchov.
—Mejor que ser tan crédulo como Gull —murmuró Shaw.
—Realmente… —Mansfield les dedicó una sonrisa reprobadora—. No me digáis que estáis metiéndoos con el Médico Ordinario de la Reina.
—Médico Ordinario. —Wilde rió maliciosamente de nuevo—. ¡Qué término tan adecuado!
Mansfield echó una mirada a Abberline.
—Temo que he de excusarme por todo esto. Mis amigos estaban haciéndome una entrevista para la Prensa. Pero si usted ha venido en asunto oficial…
—He venido a ver a Mr. Wilde y no es oficial —contestó Abberline—. Sigan con su entrevista…, puedo esperar.
—Muy bien. En ese caso… —Mansfield se volvió a los otros—. Como estaba diciendo, tengo que anunciar algo. Voy a retirar del escenario El doctor Jekyll y Mr. Hyde.
—¡Richard! —La mano y la voz de Wilde se alzaron en protesta—. ¿Te has vuelto loco? Durante diez semanas has estado llenando el teatro totalmente. ¿Por qué pararte ahora?
—Es una cuestión de conciencia. Ha habido muchas críticas en cuanto al contenido de la obra. Algunos creen que todo este énfasis de la violencia agita la imaginación mórbida de los espectadores. No me gustaría sentir que involuntariamente haya podido incitar a alguien de mente inestable a perpetrar esas atrocidades del Destripador.
—¡Y un rábano! —Los ojos azules de Bernard Shaw centelleaban—. Informaré de tu decisión si así lo deseas pero quédate tranquilo y que tu conciencia descanse. No estoy preparado para garantizar que tus esfuerzos dramáticos hayan inspirado esa carnicería en las calles, pero, aunque fuese así, pudiera haber sido beneficioso.
—Bueno. ¡Cómo es posible! —La boca de Wilde se torció en una sorpresa burlona—. ¿Estás abogando seriamente por la muerte gratuita de libertinas?
—Ya veo que no has leído mi carta en el Star el pasado mes —dijo Shaw—. Yo presento la sugerencia de que a la larga estos crímenes pueden demostrar ser altamente beneficiosos. Por lo menos han servido para concentrar la atención pública en la miseria y la pobreza del East End, y de este modo apresurar una reforma social. Es una lástima que solamente los pobres hayan sido sacrificados en esta valiosa causa. Si una de las víctimas hubiera sido una duquesa quizá ya tendríamos medio millón de libras esterlinas o más para aliviar las condiciones de vida en Whitechapel.
—¿Jack el Destripador un benefactor público? —Wilde sacudió la cabeza—. ¡Y pensar que me acusan a mí de cinismo! —Se levantó—. Creo que he de marcharme antes de que semejantes sentimientos fabianos me corrompan más todavía. —Se volvió y se dirigió a Abberline—. ¿Quería usted hablarme, inspector?
—Si es posible.
—En ese caso, comparta mi carruaje. Estoy esperando invitados en la calle Tite.
Se intercambiaron breves despedidas y, al cabo de unos momentos de haber salido del teatro, el inspector se encontró sentado junto al poeta en su cómodo carruaje.
Mientras se alejaban, Abberline puso en orden sus pensamientos. La dirección de Wilde —calle Tite número dieciséis—, le era conocida como un lugar de reunión de los elegantes; incluso el príncipe de Gales cenaba allí. Pero otras personas que vivían cerca, algunas veces acogían invitados menos distinguidos. El pintor Sickert, por ejemplo; su nombre había surgido en relación con los hechos de la calle Cleveland. Quizá la mención de Sickert y la de algunos otros sería el mejor medio de abordar el espinoso tema con este caballero delicado y perfumado. Pero por otra parte…
El también delicado estómago de Abberline protestó dolorosamente cuando el carruaje dio la vuelta a una esquina.
Por otra parte, al cuerno la delicadeza. No disponía de tiempo para cruzar estocadas con Oscar Wilde. Un porrazo sería el mejor medio.
—¿Puedo hacerle una pregunta, Sir?
—Naturalmente —respondió Wilde arrastrando las palabras—. Yo soy de naturaleza controvertible.
—¿Conoce usted al duque de Clarence?
—¿Eddy? Sí, lo conozco. —Wilde sonrió—. No carnalmente, debo añadir.
—Entonces, ¿usted está al corriente de sus…, gustos?
—En el vestir, sí. Abominables, ¿no cree usted? Cuellos y Puños le apodan en la Prensa del corazón. Y ese sombrero que suele llevar, como un velero… ¡Horrible! —El tono de Wilde era burlón, pero ahora cerró un poco los ojos—. Sin embargo, me atrevería a decir que usted no está preguntándome sobre las particularidades de la elegancia de Eddy.
Abberline echó una ojeada a la espalda balanceante del cochero sentado en su pescante.
—¿Puedo hablar libremente?
—Por favor, hágalo. Mi criado es sordo…, y a veces, mudo y ciego también.
—Este asunto ha de quedar estrictamente entre nosotros dos.
—Perfecto. Sea lo que fuere lo que usted me confíe no saldrá de aquí. Tiene usted mi palabra.
—De acuerdo. —Abberline se aclaró los pensamientos y la garganta—. En cuanto a Eddy, entonces. ¿No será acaso un Mayor Darcy? ¿Le gustan los vapuleos?
—Por favor, ahórreme los eufemismos. —Wilde alzó una mano regordeta en señal de protesta—. No, no es un masoquista. Hasta donde yo sé, no tendría ningún placer en ser azotado.
—¿Un reverendo Leffwell, quizá?
—¡Qué manera tan rara de referirse a ello! Su jerga es algo pasada de moda, inspector. Yo prefiero el término sádico. Es justo que ofrezcamos nuestro homenaje al divino Marqués.
—¿Lo es?
—No estoy en condiciones de saberlo. —El poeta pensó—. Su actitud hacia el bello sexo parece algo ambivalente. Aunque parece ser muy galante con las damas de su propia condición, le he oído hablar más bien despreciativamente de los niveles inferiores.
—¿Quiere usted decir las putas?
—Se inclina por considerarlas sucias. Pero conociendo los hábitos de esas mujeres no puede criticársele la opción. Las biddies deberían utilizar bidés, según yo creo.
—Quizá tenga buenas razones para sentir de esa manera. He oído rumores concernientes a Lord Vanbrough.
—¡Otra vez eufemismos! Ustedes los policías son unos puritanos, ¿no es cierto? —Wilde parecía divertido—. Oh, sí, sé que el pobre Eddy sufrió una enfermedad venérea. Pero se dice que el médico de su querida madre lo ha curado…, sin que ella lo supiera, debo añadir.
—¿Sir William Gull?
—El mismo. Ha asumido toda la responsabilidad para el bienestar de un futuro monarca.
—Y, ¿qué hay de James Stephen?
—¿Su tutor? —Wilde hizo una mueca—. Una mala influencia, me parece. Se rumorea que ha introducido al joven Eddy en los dudosos placeres de nuestros pervertidos locales.
—¿Como los de la calle Cleveland?
—Usted sabe algo sobre ese asunto, ¿verdad? —Los labios sensuales del poeta se fruncieron—. No estoy seguro de hasta dónde estaría Stephen mezclado en eso. Hace algún tiempo que no goza de buena salud.
—Perdóneme por preguntárselo, pero ¿ha visitado usted mismo alguna vez la calle Cleveland?
—Realmente, no. —Nuevamente Wilde alzó la mano—. A mí no me conviene beber de una fuente pública, después de todo tengo una reputación que debo cuidar.
—¿Pero Eddy sí que frecuentaba ese lugar?
—Lo frecuentaba a menudo. Su querida madre dio su bendición a las salidas por la ciudad con Stephen, confiando en que pudiera mezclarse con los literati y convertirse en patrón de las artes. Pero ella desconoce sus relaciones con los illiterati, y con las artes dudosas que él está patrocinando.
—¿Está usted seguro de que no es un sádico?
—Se lo he dicho. No estoy enterado de que lo sea.
—¿Qué sentimientos alberga su tutor hacia las mujeres?
—¿Stephen? Desprecia ese sexo, dadas sus propias inclinaciones.
—¿Desprecia? ¿O siente odio hacia ellas?
—Algo exagerado, quizá. —Wilde hizo una pausa— Pero, sí, podría decir eso.
Abberline asintió.
—Eddy pescó la sífilis de una puta. Su tutor, que también puede que sea su amante, odia a las mujeres. Se sabe que Eddy ha merodeado secretamente por el East End por las noches. ¿Qué le sugiere todo esto?
—Que corre usted un grave peligro de romperse una pierna si salta a unas conclusiones tan graves.
El inspector clavó una penetrante mirada en su compañero.
—¿Está usted seguro de no decir eso con intención de protegerlo?
—Mi querido amigo. —La sonrisa de Oscar Wilde se había desvanecido y ahora su voz se hizo más profunda—. Puede usted opinar lo que quiera de mí, pero le aseguro que no carezco tanto de sentimientos humanos como para proteger a un criminal. Como cualquier ciudadano decente, solamente quiero proteger a mi familia de semejantes criaturas. Recuerde que yo también tengo una esposa y unos hijos.
El carruaje se detuvo. Cuando el cochero abrió la puerta, Wilde se volvió hacia Abberline con una sonrisa de despedida.
—Si tuviera más información, le aseguro que gustosamente se la daría. Pero desgraciadamente no sé nada más y solamente puedo desearle suerte. Mi criado tiene instrucciones para conducirlo al Yard. Vaya usted con Dios, inspector.
Solo en su carruaje, traqueteando ahora hacia su despacho oficial, Abberline sacudió la cabeza. ¿Vaya usted con Dios dicho por Oscar Wilde? ¿Ese mariquita dándoselas de padre de familia? La vida tenía su buena ración de sorpresas, por no decir nada de las complicaciones.
Pero podía borrar con seguridad a Eddy de la lista de sospechosos. ¿Podía realmente? Después de todo, el poeta se había limitado a dar su opinión, y quizá habría cosas que él desconociera.
Eso era lo difícil; había demasiadas cosas que nadie parecía saber. Nadie excepto ese maldito bastardo; el Jugoso Jack, Jack el Rojo, Jack el Destripador escribiendo esas malditas cartas, mofándose de él. ¿Quién era, dónde estaba, qué estaba haciendo? No había habido muertes en estas últimas semanas; posiblemente ahora estaba oculto a un millar de kilómetros de distancia, libre como una alondra.
Abberline suspiró.
«No sirve de nada darle vueltas» —murmuró en voz alta. Solamente quería dar el informe, firmar la salida y pasar una velada tranquila en casa.
Pero su mal día no había terminado enteramente. En Scotland Yard esperaba al inspector una nueva complicación y una nueva sorpresa.
Allí fue donde le entregaron el riñón.