Rusia, 1720 d. de J. C. Un viejo de ochenta años rehusó aparecer en una mascarada en la corte vestido de Diablo. Pedro el Grande lo hizo desnudar y colocar sobre un hielo flotante en el río Neva, pegándole unos cuernos en la cabeza. Murió congelado.
El inspector Abberline estaba pasando un mal día. Sentado en el despacho del Home Office escuchaba con creciente malhumor la discusión entre Sir Henry Matthews y Sir Charles Warren. Dos lords del reino, imagínense, peleándose como un par de escolares.
—¡No toleraré interferencias! —exclamó Warren. Paseaba delante del escritorio de Matthews, golpeando la alfombra con la punta de su bastón de paseo con puño de plata, a cada paso que daba—. ¡No lo toleraré de aficionados que no tienen nada mejor que hacer que meterse en los asuntos de mi departamento!
Matthews clavó un dedo huesudo en el montón de documentos que había encima del escritorio, delante de él.
—Se equivoca, Charles. Está totalmente equivocado. Éstas son solamente parte de las comunicaciones que hemos recibido. Y no son de detectives aficionados. Ni de metomeentodo. Son ciudadanos respetables, decentes, que temen por sus vidas, como las señoras de Whitechapel que han firmado esta petición…
—¿Señoras? ¡No me hable de esas señoras! Si esas mujerzuelas de allí se buscasen un empleo decente y no anduvieran por las calles, no tendríamos que limpiar esta especie de inmundicia. Tengo cosas más importantes que hacer que ejercer de niñera de un montón de rameras.
—Claro está. —El tono de Matthews era seco—. Su trabajo consiste en atrapar a este asesino. Y no lo ha hecho. Ni con la ayuda de los perros de caza.
Warren enrojeció ante la referencia, pero no respondió; el fracaso de su intento era del dominio público.
—No se ofenda —dijo Matthews—. Yo he apreciado su…, ¿cómo lo diré? Su firme determinación.
Nuevamente hizo un gesto hacia el montón de documentos ante él.
—Pero ya que por lo visto parece incapaz de arrestarlo por su cuenta, sugiero que preste atención al consejo de otras personas.
—¿Qué otras personas? Ya he tenido mi buena ración de sugerencias por parte de la Prensa. Y no me gustan los fantasiosos expertos con estilo propio como este Forbes Winslow que continuamente surge con lo que él llama evidencia. —Ahora echó una ojeada a Abberline—. Usted ha visto a ese sujeto. Absolutamente imbécil, ¿eh?
El inspector asintió, intranquilo.
—Un poco tirando a excéntrico.
—¿Excéntrico? ¡Ese sujeto es idiota! Ahora se dedica a analizar la letra manuscrita de las cartas de ese que se autodenomina Jack el Destripador. ¡Cómo si hubiera alguna diferencia en cómo ese espantajo puntea sus íes y cruza sus tes! Pura pérdida de tiempo.
—¿Lo es? —Sir Henry Matthews siguió la figura inquieta de Warren con una mirada fría—. Quizás ese estudio revelaría datos importantes sobre la personalidad del que escribe. No estoy dispuesto a rechazar los descubrimientos de la grafología.
—¡Y yo no estoy dispuesto a hacer una prueba de escritura a todos los hombres de Londres! —replicó furiosamente Warren.
—En ese caso, ¿qué es lo que está preparado para hacer? Si considerase un poco las otras sugerencias que hemos recibido…
—¿Tales como…, si puedo preguntarlo?
—Tales como ésta.
Matthews extrajo una carta de un sobre que estaba encima del montón y comenzó a leer un párrafo escogido al azar.
—¿Se han examinado los barcos de ganado y los barcos de pasaje? ¿Se ha hecho alguna investigación en cuanto a la cifra de hombres solteros que viven solos? Las ropas del asesino deben de estar empapadas de sangre y guardadas en algún lugar. ¿Hay suficiente vigilancia de noche…?
—¡Maldita sea! —Warren se detuvo delante del escritorio, dando un fuerte golpe con su bastón—. Hasta un chiquillo sabría que hemos tenido en consideración esas cosas desde el principio. ¿Por qué tendría que preocuparse alguien con los consejos de algún condenado bromista estúpido? Déme el nombre del idiota que ha escrito esto…, ¡me haré unas ligas con sus tripas!
—Déjeme terminar. —Matthews alzó la carta y examinó las líneas finales—. Éstas son algunas de las preguntas que se le ocurren a la Reina al leer los relatos de los horribles crímenes. Firmado en este día y fecha: Victoria R.
Warren se quedó boquiabierto.
—¿«Ella» ha escrito eso?
Sir Henry Matthews volvió a colocar la carta en la pila.
—Ahora puede comenzar a comprender por qué estas cartas merecen atención. El Primer Ministro me ha aconsejado…
—¿Está usted amenazándome, señor? —El rostro de Warren era púrpura—. ¿Es éste acaso el objetivo de esta entrevista? Permítame recordarle que al margen de lo que Salisbury o Su Majestad puedan pensar, yo estoy encargado de esta operación y pienso conducirla de la manera que crea conveniente.
—Nadie está desafiando su autoridad —dijo Matthews—. Pero aquí hay mucho más de lo que aparentemente se aprecia. Y, se lo advierto, el tiempo está acabándose.
—Así es. —Warren echó una ojeada al reloj de pared detrás del escritorio de Matthews—. En este mismo momento ya debería de estar de regreso en Scotland Yard.
Matthews se encogió de hombros.
—Como quiera. Yo confiaba en que pudiéramos discutir este asunto un poco más.
—Mis deberes requieren decisiones, no discusiones. —Ignorando la mirada de Matthews, Sir Charles cruzó la habitación, balanceando su bastón. Al abrir la puerta se volvió y saludó al Home Secretary—. Si por casualidad hablase usted con Su Majestad, por favor, infórmele de que yo personalmente estoy examinando las condiciones de los barcos de ganado, conduciendo un censo de los solteros que viven solos, buscando continuamente ropas manchadas de sangre, y vigilando por las calles durante la noche. Dígale que agradezco sus valiosas sugerencias, y que si las mismas condujeran al descubrimiento del asesino, me cuidaré de que sea ella la primera en saberlo.
El portazo puso punto final a sus palabras, y un rugido de advertencia en el estómago de Abberline añadió firmeza a la puntuación. Se sentó silenciosamente mientras Sir Henry Matthews soltaba un largo suspiro.
—Está exaltado, ¿no?
Abberline asintió.
—Perdóneme por decirlo, señor, pero no es la primera vez que adopta esa actitud. Más bien está creando problemas dentro del Departamento.
—¿Sugerencias?
El inspector vaciló, sopesando sus palabras.
—No quisiera parecer irrespetuoso, pero si pudiera usted garantizarme mano libre en conducir esta investigación…
—Créame, nada me gustaría más. —Matthews se levantó—. Desgraciadamente, me es difícil pasar por encima de él, o de Anderson, para el caso. Una cuestión de protocolo, ¿sabe?
—Comprendo.
—Estoy seguro de que sí. Pero no hay necesidad de parecer tan desilusionado. Me gustaría confiarle una misión privada por mi cuenta.
—¿Cuál es?
Matthews se acercó a la butaca de Abberline y le habló en tono bajo.
—Inútil aclarar que lo que voy a decirle lo hago dentro del más absoluto secreto. No debe salir de esta oficina. ¿De acuerdo?
Abberline inclinó la cabeza afirmativamente.
—Bien, entonces. Ya ha oído usted la carta de la Reina. ¿Qué le parece?
—Que está preocupada…
—Más que preocupada. Para presentar las cosas tan delicadamente como es posible, Su Majestad teme que esta investigación no quede confinada solamente a los residentes de Whitechapel. Podría involucrar a personas que ocupan altos puestos.
La expresión de extrañeza de Abberline provocó otro murmullo de Matthews.
—Por eso deseaba especialmente hablar con usted. Después de examinar su informe de servicios observo una relación con la incursión en un burdel masculino en el número diecinueve de la calle Cleveland el pasado julio.
—Sí. El juicio todavía está pendiente. —Abberline hizo una pausa—. No he tenido tiempo de examinar los motivos de la demora.
—Cuando lo haga, quizá descubra que las órdenes proceden de fuentes no especificadas. Y que ciertos sospechosos no estarán disponibles para ser interrogados.
—Y, ¿quiénes pueden ser?
—James Stephen, uno de ellos.
—¿Stephen? —Las cejas del inspector Abberline se arquearon—. No se tratará del tutor de…
—Sin nombres. —Matthews hizo una pausa—. Permítame solamente decirle que tenemos motivos para creer que ha sido el responsable de haber introducido a cierto personaje en esa residencia de la calle Cleveland.
Abberline ocultó su reacción de sorpresa al hablar.
—¿Alguien más?
—John Netley.
—He oído hablar de él. Un cochero, ¿no es cierto?
—Así es. Se ha sugerido que frecuentemente había conducido a esas personas en cuestión a sus visitas al número diecinueve.
—Comprendo. —Abberline vaciló, y después sacudió la cabeza. No, no lo comprendo. ¿Qué tiene que ver…, ese personaje…, con el asunto del Destripador?
—Usted mismo ha de sacar conclusiones.
—No estará usted sugiriendo…
—Yo no sugiero nada, excepto que realice usted algunas investigaciones discretas. ¿Le sería posible hacerlo sobre una base extraoficial?
—Puedo arreglarlo.
—Bien. —Sir Henry Matthews lo acompañó a la puerta cuando se levantó—. Recuerde; confío en su absoluta discreción.
Abberline sonrió.
Pero cuando salió de la oficina de Matthews desapareció su sonrisa al hacer eco en su memoria las palabras del secretario. «Altos puestos.» «Cierto personaje.» Si gente como aquélla era sospechosa de semejantes crímenes, ¿en quién se podía confiar entonces?
El inspector Abberline estaba pasando un mal día. Y su estómago le indicaba que todavía no había terminado.