Capítulo 26

Brasil, 1658 d. J. C. Algunos propietarios portugueses solucionaban la incomodidad de las esclavas embarazadas quemándolas vivas en los hornos de la plantación antes de que tuviera lugar el nacimiento.

—Oye, Mark…, ¿dispones de un minuto?

Mark se detuvo y miró hacia atrás por el pasillo del hospital, viendo a Trebor de pie en el umbral de la biblioteca.

Asintió, y Trebor le hizo seña de que se acercara.

—Ven, entonces. Quiero que conozcas a alguien.

Siguiendo a Trebor dentro de la habitación vio sentado de cara a la puerta a un hombre con bigote y un copete de pelo castaño que enmarcaba su frente atezada. El forastero se levantó, tendiendo la mano, y Mark se encontró frente a un gigante; una presencia de hombros amplios y torso corpulento con una voz atronadora y una mano poderosa.

Trebor hizo los honores.

—Quiero que conozcas a un amigo mío. Mark Robinson…, el doctor Arthur Conan Doyle. Se dedica a la práctica privada…

Trebor se interrumpió, consciente de la mirada sorprendida de Mark.

—¿Qué te pasa?

Mark hizo un gesto con la cabeza hacia el hombre alto.

—¿No será usted acaso el autor de Estudio en rojo?

Conan Doyle sonrió ampliamente y, por un momento, a pesar del bigote abundante que bordeaba su boca, asumió el aspecto de un muchachito espigado.

—Trebor estaba hablando justamente de usted —dijo—. Es de Estados Unidos, ¿verdad? Y ¿cómo es posible que conozca usted mi trabajo?

—Había un ejemplar del Beecham’s Christmas Annual en la biblioteca del barco —dijo Mark—. Lo leí durante mi viaje hacia Inglaterra. Mis felicitaciones, señor.

—Gracias.

Mientras los dos hombres se sentaban, Mark continuó:

—Permítame decirle que tiene usted una carrera prometedora en la literatura si desea proseguirla.

—Difícilmente puede llamarse literatura. —Conan Doyle alzó los hombros—. Pero confío en que tenga usted razón en cuanto a la carrera.

—Arthur es súper modesto —dijo Trebor. Encendió un cigarro mientras hablaba—. Su libro causó verdadera impresión al ser publicado por entregas en la revista The Strand el año pasado.

Mr. Doyle suspiró.

—Temo que mi pequeña historia de misterio no acapararía tanta atención hoy en día. Se queda corta con los relatos de los periódicos sobre ese asunto del Destripador.

—Quizá. —Mark miró al hombre alto—. ¿Qué supone usted que su personaje detectivesco —Soames, ¿verdad?— pensaría del asunto?

—Holmes —murmuró Conan Doyle—. Sherlock Holmes.

—Lo siento. —Mark se ruborizó—. No soy muy bueno con los nombres.

—No importa. ¿Por qué usted o nadie tendría motivos para recordar el nombre? Me halaga que conociera el mío. Nadie parece acordarse de los escritores.

—En este caso yo tuve interés en conocerlo —dijo Mark—. Y aunque me he acordado mal del nombre del detective, nunca olvidaré ese personaje. La manera como usted describe sus métodos de deducción es realmente extraordinaria.

—Y no enteramente ficción. —Trebor aspiró de su cigarro—. Si no me equivoco, el modelo vivo de Sherlock Holmes es mi viejo amigo Joe Bell. Fue el inspector de Arthur en Edimburgo.

—Lo reconociste, ¿eh? —Conan Doyle sonrió—. Admito que copié algunas de sus técnicas en provecho de Holmes. —Movió la cabeza hacia Mark—. Pero usted me ha preguntado qué pensaría Sherlock Holmes de este asunto del Destripador. Creo que su primera preocupación sería establecer la identidad del criminal.

—Exactamente. —Trebor sacudió la punta gris del extremo de su cigarro en un cenicero junto a su butaca—. Pero ¿cómo podría proceder con todos esos sospechosos? Supongo que has leído esos versos que Scotland Yard acaba de recibir.

—Me temo que no.

—Entonces permíteme que te los recite.

Trebor dejó el cigarro y se aclaró la garganta.

No soy un carnicero

ni soy judío.

Tampoco un marino extranjero

pero sí vuestro amigo de corazón ligero.

Vuestro servidor,

Jack el Destripador.

—¡Fantástico! —Conan Doyle sonrió alegremente—. Si esta comunicación puede aceptarse como genuina, nuestro Destripador aparentemente es un hombre de principios así como poeta. Juega limpio eliminando a los otros que podrían ser tomados por sospechosos.

—¿Juega limpio? —Trebor cogió nuevamente su cigarro—. Hablas como si se tratara de una especie de juego.

—Quizá lo es…, para él.

—¿No hablarás en serio?

—Claro que hablo en serio. Considera los elementos envueltos en los crímenes. Desde todos los puntos de vista parece como si el Destripador se esforzara por revelar su presencia a los testigos antes de cada crimen, y después se escapa justo a tiempo para esquivar a sus perseguidores. Uno percibe un elemento concreto de juego del ratón y el gato en todo eso.

»Todo es una cuestión de pistas…, pistas destinadas a confundir y desviar. Vaciando los bolsillos de sus víctimas y disponiendo su contenido junto a los cuerpos, dejando un pedazo de delantal manchado de sangre aquí, un cuchillo allí. Y ese mensaje garabateado en la pared sobre los judíos. Por la manera en que fue redactado parece deliberado; se puede tomar igualmente como una acusación o como una negativa. Yo me inclino por creer que el error existente en el deletreo de una palabra era intencionado, junto con otros errores y faltas gramaticales en las cartas.

—¿Cree usted que las cartas son auténticas? —preguntó Mark.

—Todo depende de las cartas a que usted se refiera. Me han dicho que se han recibido centenares de cartas…, advertencias, confesiones, otros poemas. Indudablemente la mayoría de ella son falsas. Pero las que predecían los crímenes por adelantado no pueden justificarse tan fácilmente. Creo que ésas forman parte del juego. Un juego de vida y de muerte.

—¿Qué tipo de hombre consideraría el crimen como un juego deportivo?

—Un hombre que desprecia totalmente al prójimo. Un hombre cuyos propios placeres pervertidos tienen preferencia por encima del dolor y el sufrimiento ajeno. Un hombre totalmente convencido de su propia superioridad, amargado porque su inteligencia y habilidades no han sido reconocidas por el resto del mundo. Un maníaco homicida, sí, pero también un egomaníaco. De ahí ese riesgo deliberado, la exhibición de pistas, la escritura de cartas. Todo esto dirigido, fijaos, a dejar claramente establecida su inteligencia y astucia superiores y para aumentar su fama.

Trebor hizo un gesto con su cigarro.

—En ese caso has de admitir que lo ha logrado. La Policía no tiene idea alguna en cuanto a su identidad, y tampoco la tendría tu detective de ficción.

—Al contrario. —Conan Doyle se arrellanó en su butaca—. Si Sherlock Holmes estuviera empleado en este caso, creo que podría muy bien hallar el camino hacia una solución.

»Para comenzar, hemos observado que el asesino ha estado jugando al ratón y al gato, pero se ha molestado bastante en plantar pistas e indicaciones falsas. Bajo semejantes circunstancias, uno ha de detectar una discrepancia obvia y resplandeciente en su conducta. Si se molesta tanto en elaborar falsas pistas para que no lo descubran, ¿por qué, entonces, exhibe descaradamente su presencia ante testigos antes de cometer sus crímenes?

—Seguro que no lo sé —dijo Trebor—. Pero ésa es exactamente la pregunta que yo haría a tu Mr. Sherlock Holmes.

—Y él te daría una respuesta —Conan Doyle asintió—. Te diría que la revelación del asesino es una forma de disimulo. Un truco pensado para desviar la atención de la Policía en la dirección equivocada. Mientras ellos están atareados buscando un hombre con bigote y una gorra de visera, probablemente no prestarán demasiada atención a ese mismo hombre vestido de mujer.

—¿Una mujer? —Mark se inclinó hacia delante.

—Consideremos las descripciones de los testigos. En casi todos los casos el hombre que hablaba con la víctima llevaba un paquete o bien un objeto envuelto en papel o alguna especie de bolsa.

—Que podía contener el arma del crimen —dijo Trebor—. Eso ha sido determinado por la Policía.

—¿Cómo? No han examinado ni el paquete ni la bolsa. Es simple conjetura por su parte. Mr. Holmes les recordaría que hay maneras menos ostensibles de ocultar un cuchillo. Pero supongamos que la bolsa o el paquete fuese necesario para llevar algo más; ropas de mujer pensadas para vestirse inmediatamente después del crimen.

»Consideremos cómo podría el asesino cambiarse completamente la apariencia. Solamente tardaría un segundo en quitarse un bigote falso, menos de un minuto en ponerse un vestido de falda larga, chaqueta y gorro, ninguna de cuyas piezas delataría manchas de sangre. Puesto que muchas de las residentes en Whitechapel —incluyendo una de las víctimas, lo recordaréis— llevan botas masculinas para protegerse del frío, los zapatos no importarían. En cuanto a sus propias ropas, incluyendo la gorra, solamente tendría que meterlas dentro de la bolsa o el paquete, junto con el cuchillo, y proseguir su alegre camino.

—Pero una mujer que llevase un maletín de médico por las calles después de media noche llamaría posiblemente la atención —dijo Mark.

—No necesariamente. Muchas mujeres así están en la calle a esa hora, su presencia se toma como natural y pasa desapercibida.

—¿No querrá usted decir…?

—Comadronas. —Conan Doyle asintió—. Exactamente. Ellas son las más idóneas para asistir a los partos en los barrios bajos, y no vuestros fantasiosos médicos de obstetricia. Son tan corrientes que nadie les dedica una segunda ojeada, no más de lo que harían con un cartero. Y si vuestro Destripador es encontrado cerca de la escena del crimen, su disfraz ofrecería una explicación perfecta; una comadrona haciendo sus visitas dio con el cuerpo y le dedicó atención médica. Quizá tendría que disfrazar un poco la voz si tenía que responder a alguna pregunta, pero posiblemente no la pararían ni la interrogarían. Estoy seguro de que Mr. Holmes estaría de acuerdo con esta conclusión. Jack el Destripador ha escapado de ser descubierto disfrazándose de comadrona.

—Extraordinario —murmuró Trebor.

—Elemental —respondió Conan Doyle.

Alzándose, se despidió, y Trebor se encaró con Mark en silencio mientras aplastaba su cigarro en el cenicero.

—¿Qué le parece a usted? —preguntó Mark.

—Es difícil de decir. Admito que la idea parece plausible. Esa cuestión del bigote falso es muy ingeniosa…, un toque genuino de Sherlock Holmes, ¿no le parece? Es extraño que la Policía no haya pensado en ello.

—¿Cree usted que podríamos presentar la sugerencia al inspector Abberline?

Trebor sacudió la cabeza, negando.

—Temo que nuestro amigo el inspector tiene otras ideas. De hecho, me han dicho que un hombre que encaja con su descripción ha estado comprobando mis propias idas y venidas inquiriendo a la patrona de mi piso.

Mark se retorció el bigote nerviosamente.

—Eso es raro. Yo no tengo descripción, pero uno de los vecinos en mi alojamiento mencionó que un hombre había pasado por allí preguntando sobre mis movimientos durante las últimas semanas. ¿Seguramente usted no pensará…?

—No importa lo que yo piense. —Trebor hizo un gesto desdeñoso—. Es lo que Abberline piense lo que ahora tiene que preocuparnos.