Capítulo 25

Alemania, 1640 d. de J. C. Desde sus comienzos en 1618, la Guerra de los Treinta Años llegó a un punto en que contaba con seis ejércitos de mercenarios dedicados a la violación y al saqueo. Centenares de ciudades grandes y pequeñas fueron arrasadas y su población civil enteramente aniquilada, hasta el último hombre, mujer y niño. A medida que la guerra continuaba, las plagas y el hambre diezmaban al campesinado. Primero se comían los rebaños, después sus animales domésticos y finalmente hasta la hierba que no se había quemado. Se bajaban los cadáveres de las horcas y se desenterraban los cuerpos de las tumbas para ser devorados, y una madre confesó que se había comido a su bebé. Los perros de la guerra andaban sueltos. Finalmente fueron detenidos únicamente por la inanición.

A las siete de una nublada mañana, el inspector Abberline estaba de pie sobre un montículo en Regent’s Park, maldiciendo el Times de Londres.

El periódico era el responsable de eso, ahora estaba seguro. De allí había sacado Warren aquella idea demencial, de una editorial que hablaba de utilizar perros de caza para seguirle la pista a un asesino en Blackburn hacía doce años. En aquel caso había dado resultado, señalaba el periódico, de modo que, ¿por qué no intentar ahora el mismo método?

«Porque Blackburn no es Whitechapel, ése es el porqué», se dijo Abberline. Seguirle la pista a un hombre en el campo es una cosa; intentar hacer lo mismo en las calles de los hormigueantes barrios bajos es algo muy distinto. Hubiera podido decírselo entonces, pero ellos no se lo preguntaron. Y tampoco hubieran escuchado. Una vez hecha la propuesta, el mismo Sir Charles Warren se había convertido un poco en sabueso, siguiendo de cerca la pista a la publicidad favorable. Fue Warren quien se puso en contacto con un criador de perros de Scarborough y dispuso que trajera dos de las bestias a Londres para una prueba.

Y aquí estaban; Sir Melville MacNaughten, Warren y el rudo criador Brough con sus patillas y sus perros, aguantando la mordedura del frío en el parque inmovilizado por la niebla a esta hora atroz.

Abberline pateó contra el suelo helado y el vapor de su aliento se mezcló con los remolinos de niebla. A algunos pasos de distancia los perros tiraban de la correa, ansiosos de libertad. Eran unas criaturas de aspecto formidable; los ojos enrojecidos y amarillentos del campeón Barnaby y los colmillos puntiagudos indicaban una disposición más irascible todavía que la del propio Warren. Y Burgho, el perro más joven, era un ejemplar enorme negro y marrón, con una cabeza de por lo menos treinta centímetros de longitud, en su mayor parte hocico.

MacNaughten, Warren y Brough estaban de pie detrás de los perros, conversando en voz baja. Abberline no podía oír lo que estaban diciendo pero no tenía deseo alguno de unirse a ellos; cuanto más lejos de aquellos animales se mantuviera, tanto mejor. La cama, en casa, sería el lugar idóneo donde encontrarse en este momento, y, sin embargo, había tenido que venir aquí. Uno siempre ha de contar con la casualidad, y quizás estos monstruos pudieran ser de utilidad después de todo. Al contemplarlos ahora, Abberline solamente podía sentir lástima del hombre que consiguieran cazar.

Pero ¿dónde estaba ese hombre?

Surgió una figura entre la niebla detrás de él y el inspector se volvió y vio a un agente uniformado que se acercaba. Debajo del brazo traía el bulto de una chaqueta doblada y al llegar junto al grupo la desenvolvió. Por un momento, Abberline creyó detectar un olor a pescado mezclado con la fría humedad de la niebla; después, mientras se acercaba a los otros, llegó la confirmación.

—Aquí está, señor. —El policía se dirigió a Warren—. Directo de la pescadería, como usted ha ordenado. La sangre fresca todavía está en la pieza.

Las ventanas de la nariz de Sir Charles Warren se agitaron apreciativamente, como si estuviera oliendo rosas.

—¡Excelente! —Se volvió hacia Brough—. ¿Dejamos que los perros olfateen un poco?

El entrenador asintió y Warren hizo un gesto hacia el policía. Sosteniendo la chaqueta hedionda en el extremo de su brazo extendido, el hombre se aproximó delicadamente a los dos sabuesos. Temblorosos de excitación, las bestias olfatearon, y de lo profundo de sus gargantas salieron unos gruñidos roncos. Los brazos de Brough se tensaron con el esfuerzo mientras sostenía la doble correa para impedirles que saltaran encima de la ropa manchada de sangre.

—Cuidado ahora. Ya basta —dijo—. Ya han atrapado el olor.

El agente de Policía no precisó de más aviso; retrocedió, echando una mirada tímida a Warren.

—¿Y ahora qué, señor? ¿He de ponérmela?

Abberline parpadeó al mirarlo. «¡Dios del cielo, no me diga que está ofreciéndose voluntario para que le sigan la pista a él! Ese hombre es un loco…»

—¡Espera! —Sir Charles Warren hizo un gesto autoritario—. Es responsabilidad mía. Yo llevaré la chaqueta.

Y cogiendo la pieza, deslizó los brazos por las mangas.

Abberline se quedó mirándolo. ¡De modo que él es el loco! Uno tenía que admirar su valentía, aun cuando el motivo fuese un afán de ser aclamado si el experimento resultaba.

—Muy bien, señor. —Brough hizo un gesto a Warren—. ¿Está usted seguro de saber lo que hay que hacer?

—Ciertamente. Me marcho y busco un escondrijo adecuado al final del parque. Concédame una ventaja de cinco minutos, y después suelte a sus perros. Procure permanecer tan cerca de ellos como le sea posible. No tengo ningún deseo de ser atacado por esos brutos.

—No hay ningún peligro —dijo Brough—. Le aseguro que han sido entrenados para quedarse quietos en un punto cuando le tengan acorralado.

—Maldita seguridad. —Warren hurgó en el bolsillo de su pantalón y sacó un revólver del ejército—. Caso de que esté usted equivocado, sus bestias tendrán que vérselas con esto.

Se volvió hacia MacNaughten.

—Ahora, cinco minutos. Le agradeceré que controle bien el tiempo.

MacNaughten sacó un reloj de su chaleco y lo consultó.

—Exactamente las siete y diez.

—Me voy entonces.

—Buena suerte —le deseó Brough.

—Buena caza.

Sir Charles Warren encajó bien su sombrero de copa en la frente, y echó a correr alejándose por la pendiente. Poco después desapareció entre el silencio gris.

Abberline se quedó junto a MacNaughten, respirando profundamente mientras el olor a pescado desaparecía como la figura entre la niebla.

—¿Qué opina usted? —dijo—. ¿No hubiera sido mejor esperar hasta que aclarara?

MacNaughten encogió los hombros.

—Valía la pena hacer una prueba de verdad. Después de todo, en esta época del año, la niebla posiblemente es igual de espesa muchas noches en Whitechapel.

—Yo sigo creyendo que no lo encontrarán.

—No tema usted. —Brough echó una mirada a los sabuesos mientras ellos tiraban impacientemente de la correa—. Estos dos son los mejores de la cría. Los enfrentaría contra cualquiera, incluso con los cubanos entrenados para la caza de los esclavos. —Hizo un gesto hacia el perro negro y marrón—. Fíjese en ese morro. No encontrará nariz semejante en un perro ordinario de caza. Estos ejemplares han sido criados especialmente para agudizar su olfato. Cuando se los suelte en el escenario del crimen, vuestro Jack el Destripador no tendrá posibilidad alguna de escapar.

Abberline suspiró.

—Espero que tenga usted razón. Pero Regent’s Park no está muy lleno de gente a esta hora de la mañana, y no hay nada que pueda confundir la pista. El East End está abarrotado de gente todas las noches, y con los pescaderos, los carniceros y los matarifes, todos ellos con ropas manchadas de sangre, es probable que sus perros se confundan.

Brough hizo un ruido desdeñoso.

Barnaby y Burgho nunca cometen errores. Ya lo verá usted. —Se volvió hacia MacNaughten—. ¿Cuánto tiempo queda?

MacNaughten echó una ojeada al reloj.

—Menos de un minuto. Prepárese.

El entrenador se arrodilló y comenzó a aflojar las hebillas de las correas sujetas a los collares de los perros.

—Esperad un poco, chicos —murmuró—. Soy yo, queridos míos. Ya olfateáis, ¿no es verdad? Entonces…, ¡allá va!

Y los perros salieron disparados con un impulso que casi derribó a Brough.

Se levantó haciendo un gesto a sus compañeros.

—¡Vamos, antes de que los perdamos!

Abberline, MacNaughten y el agente bajaron corriendo la cuesta, trotando detrás del entrenador, pero sus esfuerzos estaban condenados de antemano. Al cabo de unos segundos, los perros habían desaparecido entre la niebla.

—Y ahora, ¿qué? —rezongó MacNaughten—. Hubiera usted debido de seguir la pista con los perros atados.

—No sería una prueba justa, señor —dijo Brough—. Los reprime. Es mejor demostrarles a ustedes cómo trabajan solos. —Hizo un gesto hacia la pared blanca de niebla que tenía enfrente—. Vamos.

El trío bajó por la inclinación helada dando traspiés, detrás del entrenador. Brough se puso a caminar a buen paso y Abberline se encontró jadeando con el esfuerzo desacostumbrado mientras se abría camino entre los árboles y los arbustos que encontraban a su paso.

—No vaya tan aprisa —jadeó—. Esta maldita niebla es tan espesa que probablemente nos perderemos de vista.

—Cojámonos de las manos —sugirió MacNaughten.

No ayudó demasiado. La maleza impedía su avance y tuvieron que romper la cadena para dar la vuelta a los árboles que aparecieron bruscamente ante ellos.

—¿Dónde están los perros? —Abberline jadeó—. No los oigo.

—Ya los oirá cuando tengan la presa acorralada. —Brough le agarró la mano—. No me suelte, señor.

Los pies pisaban ahora tierra plana, y Abberline observó con una satisfacción maligna que los otros también respiraban pesadamente.

—¿Qué les hará tardar tanto? —dijo con voz entrecortada.

Brough encogió los hombros.

—No hay que preocuparse. Recuerden…, ésta es una pista de zapato limpio…, retrasa la marcha al trabajar solamente por el olor.

MacNaughten dirigió una mirada indecisa al entrenador.

—No tengo ni la menor idea de dónde estamos —dijo—. Quizá los perros también se han perdido.

Pero ahora un aullido lastimero se alzó débilmente entre la niebla.

—¡Escuche eso! —Brough sonrió triunfalmente—. Lo han atrapado.

—Pero ¿dónde? —Abberline alzó la mirada mientras el sonido resonaba a través de la impenetrable cortina gris que los rodeaba—. ¿Hacia dónde hemos de ir?

—Justo al frente. —Brough comenzó a caminar a un paso más rápido—. Ellos nos guiarán.

Y a medida que seguían avanzando el aullido se hacía más alto, elevándose en un ondulante crescendo mientras la maleza enredada se alzaba amenazadora a su izquierda.

—¡Allí! —gritó Brough.

Soltando la mano de Abberline, señaló hacia un grupo de arbustos. Ahora Barnaby y Burgho eran al mismo tiempo audibles y visibles; permanecían temblorosos delante de la maleza, aullando con una ansiedad feroz por saltar encima de su presa.

—¡Buenos chicos! —Brough corrió hacia sus campeones, y se arrodilló entre ellos, agarrándolos fuertemente por los collares—. ¡Buenos chicos!

Al contacto del hombre los perros enmudecieron. Él se inclinó hacia delante y alzó la voz.

—Todo está seguro, señor… Los tengo sujetos.

No hubo respuesta.

Brough esperó un momento, y después gritó otra vez.

—Sir Charles…, ya puede usted salir.

Pero Sir Charles no salía. Nada se movía entre la maleza de allí delante.

Brough y MacNaughten fruncieron el ceño y el agente de Policía se colocó junto a Abberline.

—¿Quiere usted que eche un vistazo?

El inspector asintió.

—Sígame —dijo.

Los dos hombres se metieron entre el grupo de arbustos, inclinándose para abrirse camino en el centro.

Al hacerlo, un inconfundible olor de pescado asaltó sus narices. El refugio natural bajo la maleza circundante estaba oscuro, y por un momento no vieron nada. Gradualmente sus ojos se ajustaron a la penumbra y se hizo visible una forma confusa, agachada sobre un montón de hojas.

Contemplaron la figura encogida delante de ellos…, la triste figura de un muchachito. Su rostro asustado estaba manchado de grasa, como lo estaba el papel que agarraba en una mano; un cucurucho de papel lleno de pescado y patatas.