Capítulo 24

Turquía, 1635 d. de J. C. Murad IV, sultán del Imperio Otomano, gozaba del privilegio real de matar a diez súbditos inocentes todos los días. Cuando viajaba al extranjero, le acompañaba un verdugo cargando palos, cuchillos, clavos y otros utensilios útiles de su oficio. El propio sultán llevaba un arco o un arcabuz para disparar contra quienquiera que se cruzaba en su camino. Odiaba el fumar y lo prohibió en público; cualquiera que desobedeciera podía ser ejecutado. Una de sus esposas y un jardinero fueron descubiertos fumando. Se les cortaron las piernas en una ceremonia pública y se les dejó sangrar hasta morir.

El estómago del inspector Abberline volvía de nuevo a las andadas, gruñendo como un perro que mordisqueaba un hueso.

¿No se cansaba nunca su estómago? Él sí estaba cansado; agotado de caminar, fatigado por los constantes interrogatorios, exhausto por tener que anotar y escribir informes interminables, pero, de alguna manera, su estómago encontraba el suficiente vigor como para agitarse. Su estómago y su cerebro, dando vueltas a los acontecimientos recientes.

Las encuestas no habían solucionado nada. Nada que condujera al descubrimiento del asesino, nada que detuviera el clamor en la Prensa y el alboroto en las calles.

¿Cuántos sospechosos habían sido arrestados desde la noche del doble crimen, arrestados para salvarlos de los gentíos airados que reconocían al Destripador cada vez que veían a un forastero de aspecto sospechoso? Se investigaban todos ellos y todos eran soltados eventualmente como inocentes, pero esto no acallaba el rugido.

¿Cuántos carteles ofreciendo premio se habían colocado?, ¿cuántas peticiones se habían enviado al primer ministro y a la misma reina? Nada había resultado de todo aquello. Solamente un pánico mayor.

¿Cuántos testigos habían ofrecido informaciones que tenían que ser comprobadas, rumores alocados sobre extranjeros dementes que murmuraban amenazas contra las prostitutas, o que entraban vacilantes en las tabernas con sangre en las manos? ¿Cuántos cuchillos habían sido encontrados en las calles, descartados después como evidencia porque ninguno de ellos encajaba con el testimonio médico sobre el tipo de arma utilizada? ¿Cuántas pistas falsas había seguido? ¿Cuántas órdenes había dado para interrogar a los residentes locales, buscar en los abarrotados dormitorios públicos y edificios abandonados?

Procedimiento policial, ¡vaya una farsa! Todo el sistema estaba desesperadamente pasado de moda. No era de extrañar que el asesino se les hubiera escapado de entre los dedos. Y hablando de dedos, ¿por qué no adoptaban el nuevo sistema de aquel francés —Adolphe Bertillion— de tomar las huellas digitales de todos los sospechosos? Un tipo llamado Spearman había intentado interesar al Home Office en la idea, pero naturalmente nadie le escuchó. Todo lo que hacían era confeccionar listas de los criminales convictos. Y eso no servía para nada, pues los archivos estaban hechos un lío. El Home Office llevaba un atraso de nueve meses en enviarlas a Scotland Yard, y cuando llegaban las descripciones físicas no servían de maldita la cosa a nadie. ¿En qué ayudaba leer que un sospechoso ausente tenía «una cicatriz en la mejilla»? Uno tenía que saber qué tipo de cicatriz, y en qué mejilla estaba. Para lo que servía ya podía tener esa cicatriz en la mejilla del trasero.

Estaba cansado, mortalmente cansado de todo este asunto, y eso iba también con las reuniones. Reuniones como ésta aquí en la oficina de Robert Anderson.

Abberline suspiró y su estómago le hizo eco de acuerdo con él. Hacía mucho tiempo que estaba intentando ver al nuevo ayudante del comisario, pero ahora que finalmente se encontraba en su presencia casi parecía no haber valido la pena la espera.

Y Robert Anderson también estaba cansado. Estaba sentado, inclinado sobre su escritorio, su rostro pálido y los ojos clavados con aire ausente en el montón de documentos que tenía delante.

Únicamente Sir Charles Warren mantenía su vigor acostumbrado. Monóculo brillante bajo la luz del sol, se paseaba ante la ventana abierta, un desfile de un único hombre.

—¡Le digo que el tiempo es esencial! Los periódicos nos acusan de incompetencia, piden una investigación departamental, exigen un informe en el Parlamento. ¿Sabe usted lo que significa eso? ¡Es nuestra sangre la que están pidiendo ahora y no la del asesino!

Anderson suspiró.

—Estamos haciendo todo lo posible. Hemos publicado descripciones del sospechoso y reproducciones fotográficas de esas cartas. Hemos hablado con montones de prostitutas conocidas e informadores. Ninguna posible fuente de información ha sido descartada. La Policía de otras ciudades está colaborando. Y hemos pedido a los directores de todos los manicomios del país que nos den descripciones de los pacientes violentos que hayan sido dados de alta o hayan escapado de la custodia en el momento de los crímenes.

—Todo lo que usted dice es que ha estado haciendo preguntas. —Warren sacudió la cabeza—. Qué se propone usted…, ¿enviar un maldito cuestionario a todo el mundo en Londres? ¡No colará!

—Tengo agentes extra distribuidos por todo el distrito —dijo Andersen—. He cancelado permisos, redoblado patrullas…

—¡De mucho nos ha servido! Teníamos virtualmente la mitad de toda la fuerza en servicio la noche del doble acontecimiento, pero el astuto diablo se nos escabulló igualmente.

El sentido común aconsejó a Abberline permanecer silencioso, pero la agitación de su estómago le impulsó a hablar.

—Quizá no fue así.

Warren le miró furiosamente, pero Abberline continuó.

—Tengo un informe de uno de nuestros hombres en Spitalfields —dijo—. El guardia Robert Spicer estaba en su ronda allí aquella noche. Poco antes de las dos de la madrugada vio a una prostituta llamada Rosy que hablaba con un hombre con bigote que llevaba un maletín marrón. Iba bien vestido… abrigo de fantasía, sombrero alto, reloj de oro y cadena. Rehusó dar razón de sí mismo, de modo que Spicer llevó a ambos a la estación de Policía de la calle Comercial. Debo advertir que teníamos ocho inspectores de servicio especial allí y ellos estaban enterados de las dos muertes acaecidas poco tiempo antes. Spicer les dijo lo que sospechaba pero el hombre armó un escándalo, dijo que era un médico de Brixton, y que «¿qué derecho tenían ellos de arrestar a un respetable médico solamente por estar en la calle hablando con una amiga?» La cosa fue que le dejaron marchar. Le dejaron marchar libremente, repito, sin ni tan siquiera abrir su maletín…

—¡Demonios! —La mirada furiosa de Sir Charles Warren se intensificó—. Yo mismo he escuchado ese informe y es perfectamente obvio lo que el sujeto quería. La puta dijo que le había dado dos chelines por sus servicios y que ella no tenía queja alguna. —Se sacó el monóculo, y su pulida superficie brilló cuando sacudió la mano—. Usted conoce mis órdenes. Es competencia de la Policía tratar con aquellos cuyas acciones despiertan sospechas. Pero de ninguna manera quiero que molesten a los ciudadanos decentes.

Ahora Abberline se encaró con él.

—Pero ¿cómo quiere usted que sepamos la diferencia si no podemos investigar?

—¡Que revienten sus investigaciones! Mientras sus hombres pierden el tiempo haciendo preguntas, ese asesino demente anda suelto por ahí. Ahora está escribiendo cartas a los periódicos y haciendo chistes, consiguiendo que toda la fuerza policial parezca una colección de idiotas. Ni todas las preguntas ni todas las patrullas lo detendrán si decide matar de nuevo. Y creed en mis palabras… ¡lo hará!

—Caballeros… —La interrupción de Anderson llegó rápidamente—. No sirve de nada llorar sobre la leche derramada, o la sangre derramada, si se me permite decirlo así. Estamos aquí reunidos para decidir el mejor curso de acción a realizar. —Miró a Abberline—. Sir Charles ha planteado una cuestión que no podemos ignorar. ¿Está usted de acuerdo en que el asesino puede cometer más crímenes de esta naturaleza?

Abberline se movió con inquietud en su silla.

—Es difícil decirlo. Basándonos en las amenazas de aquellas dos cartas, es una posibilidad.

—Una posibilidad que no podemos permitirnos ignorar. —Robert Anderson asintió—. Ahora yo les pregunto… En el desgraciado caso de que otra muerte pueda ser prevista, ¿qué pasos se proponen ustedes hacer para impedirla?

—Yo no he renunciado aún a la esperanza, señor. Todavía quedan algunas líneas de investigación que me propongo seguir durante los próximos días. Con un poco de suerte, podríamos atrapar a ese hombre antes de que golpee de nuevo.

—¿Y si no tiene usted suerte? —Anderson presionó sin esperar una respuesta—. ¿Qué planes ha hecho para solucionar el asunto?

Abberline se encogió de hombros.

—Depende de las circunstancias. Esté usted seguro de que tomaremos todas las precauciones posibles.

—Eso no basta. —Warren sacudió la cabeza—. Sus métodos han sido fracasos absolutos. Ha llegado el momento de intentar un acercamiento diferente. Y si hay otro crimen hemos de estar preparados para arrestar inmediatamente al asesino. Debemos localizarlo mientras todavía esté en los alrededores del lugar del crimen, cazarlo antes de que pueda volver a escaparse.

Anderson lo miró, frunciendo el ceño.

—¿Pero ¿cómo piensa usted lograr eso?

Sir Charles Warren se fijó el monóculo en el ojo.

—Como si estuviera persiguiendo a un animal —dijo—. Utilizaré perros de caza.