Nueva Inglaterra, 1623 d. de J. C. Los colonizadores informaron que los indios «atormentaban a los hombres de la peor manera posible; desollando vivos a algunos de ellos con conchas de marisco; cortando a otros los miembros y articulaciones, que asaban y comían a bocados a la vista de las víctimas todavía vivas. Y otras crueldades demasiado horrendas para ser relatadas.»
El agente de Policía Watkins encontró el cadáver.
A la una y media había pasado la patrulla por Mitre Square; los almacenes de té que se alineaban a ambos lados estaban oscuros, las casas del frente, vacías y la propia plaza, desierta. Sujetándose la linterna al cinturón, continuó su ronda. Watkins tenía alerta los oídos y los ojos mientras caminaba, pero todo estaba tranquilo. Nada que ver, nada que oír, y la ronda era corta; quince minutos después ya había completado su ruta y vuelto a la plaza.
Fue entonces, al entrar, cuando vio a la mujer tumbada de espaldas en las sombras del rincón sudoeste.
Llevaba un gorrito negro de paja sobre su cabello castaño rojizo, una chaqueta de paño negra, un chaleco blanco delgado, una falda de lana burda y un vestido verde oscuro estampado con un dibujo de margaritas debajo de las ropas exteriores. Unas medias marrones y un par de botas masculinas con cordones le protegían los pies, y un trozo de burdo delantal blanco y un pedazo de cinta estaban atadas flojamente alrededor de su cuello. Era obvio que había tomado precauciones para protegerse del frío de la noche.
Pero nada la había protegido del frío acero del cuchillo.
Estaba tendida de espaldas con ambos brazos extendidos, estirada su pierna izquierda y la derecha doblada por la rodilla. Su rostro vuelto hacia arriba era un horror de la noche de difuntos: le habían cortado parte de la nariz, el lóbulo de su oreja derecha estaba casi cercenado y ambos párpados inferiores estaban cortados. Tenía las mejillas, la mandíbula y los labios rajados, así como la garganta, con una gran cavidad de carmesí que iba de oreja a oreja.
El cuchillo no se había detenido allí. Sus ropas superiores estaban arremangadas por encima de sus pechos mostrando la carne desnuda de abajo. Tenía el vientre abierto; le habían sacado los intestinos, que rodeaban su hombro derecho, y un fragmento desprendido estaba junto a su brazo izquierdo. El pavimento debajo del cuerpo estaba bañado en sangre.
El agente de Policía Watkins no perdió el tiempo. Recordando que dentro de uno de los almacenes de té había un guardián de noche, se acercó corriendo y llamó a la puerta, abriéndola después mientras el hombre se acercaba.
—Por el amor de Dios, compañero, venga a ayudarme —gritó—. Hay otra mujer cortada en pedazos.
El comisario de Policía en funciones para la City de Londres era el mayor Henry Smith. A las dos de la madrugada se le notificó el crimen en la estación Cloak Lane; cuando llegó al escenario de los hechos con tres detectives y un inspector, la búsqueda del asesino ya estaba en marcha. Durante las horas subsiguientes se hicieron una serie de descubrimientos chocantes.
La primera sorpresa se produjo cuando Smith reconoció el cuerpo. A pesar de las mutilaciones, los detectives la identificaron como una mujer que había sido hallada borracha en la calle Aldgate aquella misma noche más temprano y había sido llevada a la Comisaría de Bishopgate. Sobria poco después de la media noche, fue liberada de su celda y del arresto. Casi enseguida, en los cuarenta y cinco minutos siguientes había encontrado a su asesino.
El mayor Smith se hizo cargo. Después de que el doctor Blackwell hubo llegado y examinado el cuerpo, ordenó que fuese llevado al depósito de cadáveres de la ciudad. El contenido de los bolsillos de la víctima no ofreció pistas inmediatas, y Smith se interesó mucho más en seguir la posible ruta de huida del criminal. Envió a sus hombres a investigar en la zona circundante, llamando a las puertas y deteniendo a cualquier posible paseante en aquellas calles.
Uno de los detectives hizo un descubrimiento; volvió corriendo y condujo a Smith a confrontar la sorpresa número dos.
En un estrecho rincón de la calle Dorset, un fregadero público burbujeaba con agua manchada de rojo. Quedaban todavía algunas gotas delatoras cuando Smith llegó allí.
—El criminal debe de haberse detenido aquí en su huida, para lavarse las manos —dijo el detective—. Tal como yo lo veo…
Fue interrumpido por otro investigador que se acercó al mayor Smith.
—Le requieren en la calle Goulston, señor —gritó—. El guardia Long acaba de encontrar algo allí.
Lo que había encontrado era un pedazo del delantal blanco de la víctima, empapado en sangre. El doctor Blackwell había observado que faltaba un trozo, obviamente cortado y arrancado por el cuchillo del asesino. Y aquí estaba, tirado junto a un callejón; sorpresa número tres.
Pero cuando el mayor Smith apareció en la escena, otra sorpresa reclamó toda su atención.
Detrás del punto en donde yacía el trozo del delantal manchado de sangre, se alzaba una lóbrega entrada. En el friso oscuro de la pared se habían garrapateado tres líneas con tiza. Smith observó el mensaje:
Los judíos no son los
hombres que serán acusados
por nada.
Las palabras estaban todavía allí a las cinco de la madrugada, cuando llegó Sir Charles Warren. El mayor Smith le esperaba con Mac Williams, inspector de Policía de la City, y dos detectives.
Warren examinó el mensaje a través de su monóculo, y después hizo un ruido desdeñoso.
—Bórrenlo —dijo.
El mayor Smith ya había sufrido bastantes sorpresas durante las últimas horas, y ésta era la gota final.
—Pero Sir Charles… ¡esto es evidencia importante! He ordenado a uno de mis hombres que vaya en busca de una cámara y tan pronto como se haga de día fotografiaremos el escrito…
—¡A paseo cuando se haga de día! —Warren se sacó el monóculo e hizo un gesto con él—. No podemos esperar más. En Petticoat Lane hay un mercado los domingos y dentro de pocos minutos los vendedores ya estarán ahí. Si alguno de ellos ve un mensaje como éste tendremos alborotos entre manos.
—¿Podría hacer una sugerencia, señor? —Uno de los detectives habló suavemente—. Si son los judíos los que le preocupan, ¿no podríamos borrar la primera línea? Quizá si quitamos esa palabra precisamente…
Warren sacudió la cabeza.
—No quiero arriesgarme. Bórrelo todo, hombre… ¡todo!
El detective vacilaba y el mayor Smith dio un paso adelante.
—Le ruego me perdone, Sir Charles, pero estoy aquí a cargo de todo y rehuso dar mi permiso para borrarlo.
—¡Al cuerno su permiso! —rugió Warren—. La Policía de la City tiene autoridad sobre Mitre Square, pero esta calle está bajo la jurisdicción metropolitana, y yo doy las órdenes aquí, y quiero que se borre ese escrito… ¡inmediatamente!
El detective miró intensamente a su superior, pero el mayor Smith no reaccionó. Warren se volvió al inspector Mac Williams y al otro detective; ninguno de ellos se movió.
—Insubordinación, ¿eh? —El rostro de Warren era ceñudo—. Si ése es vuestro juego ¡yo mismo borraré ese condenado escrito!
Y así lo hizo.
Pero nadie pudo borrar el mensaje publicado en los periódicos:
«Dos atrocidades más en el East End», era el titular en The Daily Chronicle. «Mujer horriblemente asesinada en la calle Comercial. Mujer asesinada y mutilada en Aldgate. Gran excitación.»
Entre las personas excitadas se hallaba John Montague Druitt, abogado tutor de una escuela de muchachos en Blackheat. También tenía gabinete en el «King’s Bench Walk» de Londres y frecuentemente pasaba allí los fines de semana cuando no jugaba al criquet. Aquél era un beneficioso deporte al aire libre, bueno para la mente y el espíritu, y los médicos lo recomendaban como un remedio excelente para la melancolía.
Pero ¿qué sabían ellos de la melancolía? ¿Qué sabían ellos sobre cómo se sentía uno al fracasar en la ley, fracasar en la enseñanza, fracasar incluso en una relación normal con el bello sexo?
Druitt leyó las noticias y se desvaneció la mañanera luz del sol cuando descendieron nubes airadas de recuerdos. Había establecido aquí un gabinete sin éxito; se había dedicado a la enseñanza y tampoco eso le daba buenos resultados. No con aquellos desagradables rumores que corrían sobre él y algunos de los chicos más jóvenes. En cuanto a las mujeres, eran ellas las que le habían fallado. La hembra ciertamente es más mortífera que el macho; recordaba las observaciones hirientes, la risa cortante, las heridas del rechazo. Incluso su propia madre le había fallado pues las noticias recientemente recibidas de su confinamiento en una institución mental fueron como una puñalada para él.
A veces intentaba eliminar todo esto de su mente y, en estos últimos tiempos, parecía haberlo conseguido demasiado bien. Había huecos en su memoria, días y noches enteros de los que no podría dar cuenta. La noche última, por ejemplo, ¿dónde había estado la noche pasada?
¿Sería todo un sueño? Como aquel viaje a Venecia en donde la barcaza funeraria flotaba en el agua… ¿una góndola negra deslizándose entre el cieno del canal?
Melancolía. Ésa era la dolencia de su madre, por eso la habían encerrado, y ahora muchas veces ella no podía recordar. ¿Iba a ser ése su propio destino?
De alguna manera los relatos del periódico le hicieron revivir los fracasos y los temores, pero la noche pasada seguía siendo algo en blanco. ¿Por qué pensaba continuamente en cuchillos?
Al leer sobre los crímenes, John Montague Druitt pensó si estaría volviéndose loco…
Un refugiado polaco llamado Severin Klosowski también leyó el periódico, pero él no estaba loco. Para llegar al rango de feldscher, ayudante médico del ejército de Su Alteza Imperial, el zar de Rusia, es preciso tener una inteligencia muy aguda, y la suya estaba afilada como una navaja. Solamente porque su dominio del inglés no era perfecto todavía, solamente porque se había visto reducido a trabajos esporádicos de barbero, esos estúpidos patanes de Whitechapel lo tomaban por un bobo; incluso las putas se reían de él. Pero había maneras de hacerles pagar por el ridículo. Podían desconfiar de su apariencia, su bigote abundante y sus ropas extranjeras, y reírse de su acento, pero él conocía uno o dos trucos. Como la jugarreta que les hacía al mostrarles en la oscuridad dos moneditas pulidas de cuarto de penique, que ellas confundían por soberanos. Finalmente siempre conseguía lo que quería; de una u otra manera lograba la revancha.
No, no estaba loco, sencillamente era inteligente. Más inteligente que todas las putas y toda la Policía juntos. Lo que pasaba era que estos periódicos le molestaban con sus historias sobre extranjeros sospechosos. Quizás había llegado el momento de irse a otra parte. Si pudiera hablar mejor el lenguaje se cambiaría el nombre y se marcharía a América. Ya estaba aprendiendo la jerga americana y eso ayudaría. Ahora en Londres había algunas putas menos, pero América sería una historia distinta… ¿no la llamaban la Tierra de la Oportunidad?
Sí, un hombre inteligente podría encontrar oportunidades allí, de eso estaba seguro. Entretanto, debía ser cuidadoso. Cuidadoso e inteligente. Nadie podría perjudicar a Severin Klosowski… no si él se preocupaba de aguzar su ingenio del mismo modo que un feldscher aguza su cuchillo…
Algunas personas no leyeron los periódicos de la mañana porque dormían. El doctor Trebor era una de ellas; no leyó el reportaje hasta bien entrada la tarde. Y fue entonces, en el Evening News, donde leyó la historia que le dejó pasmado.
«La Agencia Central de Noticias nos ha dado la siguiente información, a saber, que el último jueves en su agencia fue entregada una carta que llevaba la estampilla EC y la dirección en tinta roja:
25 de septiembre de 1888
«Querido jefe:
Oigo continuamente que la Policía me ha atrapado, pero todavía no me han descubierto. Me he reído cuando parecen ser tan listos y hablan de estar en la pista segura. Ese chiste sobre Delantal de Cuero me produjo un verdadero ataque. Estoy tras las putas y no dejaré de destrozarlas hasta que me harte. Fue un buen trabajo el último que hice. No le di tiempo a la dama ni para dar un chillido. Cómo pueden atraparme ahora… Me gusta mi tarea y deseo comenzar de nuevo. Pronto sabréis de mí y de mis pequeños juegos divertidos. He conservado un poco del auténtico material rojo del último trabajo en una botella de cerveza para escribir con eso, pero se ha hecho espeso como cola y no puedo utilizarlo. Confío en que la tinta roja sea adecuada, ¡ja, ja, ja! En mi próximo trabajo cortaré las orejas de la dama y se las enviaré a los oficiales de Policía para hacerles una broma. Guarde esta carta hasta que haga algún otro trabajito; entonces déla a conocer. Mi cuchillo es tan bonito y está tan afilado… Quiero volverme a poner al trabajo si tengo oportunidad. Buena suerte.
Su afectísimo,
Jack el Destripador
No le importe darme el nombre de guerra. No he podido enviar esta carta por correo hasta que me he limpiado toda la tinta roja de las manos, maldita sea. Dicen que soy un médico. ¡Ja! ¡ja! ¡ja!»
Al doctor Trebor no le hizo ninguna gracia.
Ni tampoco a Mark, que leyó la misma historia en su propio periódico aquella noche. Su desencanto no disminuyó al revisar el resto del relato.
Según la historia, otro mensaje —esta vez en una postal que llevaba la estampilla «London E. 1 Octubre»— había sido recibido hoy. También había sido escrito con tinta roja, con idéntica caligrafía.
«No estaba presumiendo, querido jefe, cuando le di la información. Oirá usted hablar del trabajo del jugoso Jack mañana. Esta vez doble acontecimiento. La número uno chilló un poco. No pude terminar del todo. No tuve tiempo de cortarle las orejas para la Policía. Gracias por haber guardado la última carta hasta mi siguiente trabajo.
Jack el Destripador.»
Mark recordaba muy bien la noche anterior. «Había» sido un «acontecimiento doble» tal como prometía la postal. Y el asesino «no pudo terminar» la mutilación de la primera víctima. «No tuvo tiempo de cortar las orejas para la Policía», pero el periódico informaba de que una de las orejas de la segunda víctima casi estaba cortada totalmente.
Ninguno de estos detalles aparecieron en la Prensa de la mañana, pero la postal ya había sido enviada por correo. A menos que uno de los policías o de los mirones fuese un bromista, este mensaje había llegado de manos del auténtico asesino.
Jack el Destripador. De modo que ahora conocían su nombre.
Mark se estremeció…
Otros leyeron la misma historia, pero no se estremecieron.
El doctor Forbes Winslow rezó.
Sir Charles Warren maldijo.
Y Jeremy Hume se echó a reír.