Brasil, 1550 d. de J. C. Los colonizadores aplicaban castigos civilizados a los bárbaros nativos. Algunas veces se ataba a los indios a las bocas de los cañones y se les hacía pedazos. En vez de rasgar a las víctimas, atándolas a caballos salvajes, podía colocárselas dentro del agua de un río, y se las ataba entre dos canoas. Entonces remaban impulsando a las canoas en direcciones opuestas. La justicia —y los caimanes que esperaban— quedaban igualmente satisfechos.
—Hubiera debido saberlo por lo que me habían contado —dijo Abberline—. Pero tenía que asegurarme. El hombre está más loco que una cabra.
El carruaje avanzaba entre carros pesados y carretones bajo el sol de media tarde en el camino real de Aldgate. Mark cerró los ojos y en su mente apareció la imagen del hombre con la gorra de cazador.
—¿Duerme usted? —preguntó Abberline.
Mark parpadeó.
—No, solamente pensaba. Algunas de las cosas que dijo parecían tener sentido.
—No, si considera su origen. Hemos hablado con una docena de estos maniáticos y Forbes Winslow es el peor de todos. Todas esas sandeces sobre la luna… Pura superstición, si quiere usted conocer mi opinión.
—Pero su teoría sobre el sadismo puede ser verdad —dijo Mark—. Si nos paramos a pensar en ello, conocemos muy poco sobre los impulsos que tienen influencia en la conducta humana. Un neurólogo alemán llamado Krafft-Ebing ha publicado un libro sobre la relación entre el impulso sexual y la crueldad. La violación, por ejemplo…
—No hay misterio en eso. —Abberline se aflojó el chaleco mientras hablaba—. Un bruto borracho que quiera una mujer la tomará por la fuerza si es necesario. Ese asunto sobre ansia de sangre o como sea que lo llamó, es algo salido de las novelitas baratas. El tipo que perseguimos es inteligente, no hay duda alguna. Pero no es Varney el Vampiro, o Sweeney Todd, el Demonio Barbero de la calle Fleet.
—Entonces, ¿no ha dicho nada que usted esté dispuesto a aceptar?
—Únicamente su descripción del asesino.
—Que encaja conmigo —murmuró Mark.
—Y con millares de otras personas, cualquiera de las cuales esos testigos pudieron haber visto. —Abberline sonrió débilmente—. Creo que necesito muchísimo más antes de arrestarle a usted.
—Eso es un alivio.
—¿Lo es? —Por un momento los ojos del inspector se contrajeron; después alzó los hombros como si rechazara algún pensamiento secreto—. Todo lo que sé es que me encuentro de nuevo en el punto donde empecé. —Miró por la ventanilla del carruaje—. Y también usted.
El coche se detuvo delante de la entrada del Hospital de Londres. Mark abrió la puerta y salió, pero Abberline permaneció sentado.
—Me voy a Scotland Yard —dijo—. Pero le agradezco la colaboración. Y si ve al doctor Trebor, dígale que me pondré en contacto con él.
Mark asintió y se volvió, apresurándose a entrar. Al pasar por el vestíbulo exterior consultó el reloj de pared. Casi las cuatro; en pocos minutos entraría de servicio. Pero primero tenía que llevar a cabo una misión. Eva tendría que escucharle si, como él esperaba, todavía estaba allí.
La suerte lo acompañó y la encontró en la sala de espera de los pacientes; para ser exacto, en una de las salas de consulta, de pie, esperando mientras el doctor Hume atendía a un paciente.
La puerta estaba abierta y Mark se detuvo ante ella un momento, no deseando interrumpir, pero queriendo llamar la atención de Eva. Como él mismo, ella escuchaba el diálogo entre el cirujano de ojos rasgados y la mujer de media edad vestida andrajosamente que estaba ante él en la mesa de exámenes. Tenía la manga izquierda arremangada, y el brazo descubierto hasta el codo. Mark observó el edema que se extendía desde una profunda laceración en su muñeca; una masa hinchada de carne, irritada, enrojecida, estriada con un revelador descoloramiento azulado-verdoso. La mujer sollozaba y Hume fruncía el ceño impacientemente.
—Deje de lloriquear —dijo—. Si hubiera tenido un poco de sensatez, en vez de intentar curarse sola con una pomada, hubiera venido antes. Ahora ya es demasiado tarde.
—Por favor, señor. —La voz de la mujer se desvanecía y después se elevó en un gemido desesperado—. No quiero que me corte…
—Bobadas. —El doctor Hume movió la cabeza—. Le digo que la herida es gangrenosa. Hay que cortar esa mano.
—Oh, no…
Ignorándola, Hume se volvió hacia Eva.
—Esta paciente ha de ingresar en la sala de recepción. Vaya a cirugía y vea para cuándo se puede programar una amputación, cuanto antes.
—Sí, doctor.
Eva se volvió y salió al pasillo.
Cuando comenzaba a alejarse, Mark se acercó desde el lado de la puerta abierta y la cogió del brazo.
—Eva…
Ella alzó la mirada, sorprendida.
—¿Qué está usted haciendo aquí?
—Debo hablar con usted.
—¿No ve que estoy de servicio?
—Lo sé, pero esto no puede esperar.
Eva echó una mirada hacia atrás para asegurarse de que no pudieran ser vistos desde el interior de la oficina de Hume, y entonces se encaró con Mark frunciendo el ceño.
—¿Qué es eso tan importante?
—¿Recuerda usted la última vez que hablamos? —dijo Mark—. Usted me habló de su prometido.
—¿Y bien?
—¿Fue con él con quien salió aquella noche?
—¿Cómo puede saberlo?
—Porque la vi. Casualmente pasaba por allí.
—¿Casualmente? —Los ojos de Eva le acusaban—. ¡Estaba usted espiándome!
—Por favor, no alce la voz. —Mark echó una mirada a la hilera de pacientes sentados en los bancos junto a la pared—. Ahora no importa lo que estuviera haciendo. Todo lo que importa es que me diga usted la verdad. El hombre que vi con usted llevaba bigote, un abrigo oscuro y una gorra de cazador marrón o negra.
—Cierto…, las llaman «de popa a proa». Pero no entiendo por qué lo menciona.
—¿Es que no lee usted los periódicos? ¿No sabe que así es como han descrito los testigos al asesino de Whitechapel?
Mark vio que Eva abría los ojos, sorprendida de repente. Espontáneamente ofreció una explicación en sus propias palabras: «no se había dado cuenta».
Por un momento Mark encontró alivio en su reacción, pero ahora su respuesta lo hizo desaparecer rápidamente.
—No tiene sentido —dijo ella—. ¡Acusar a alguien a quien no conoce solamente basándose en la manera de vestir! La mitad de los hombres de Londres llevan bigote, y esta temporada parece que todo el mundo posee una de esas gorras. —Se quedó mirándolo—. Incluyéndolo a usted.
—¿Me está acusando de ser el asesino?
—Yo no acuso a nadie. Pero si lo pensamos bien, yo no sé realmente nada de usted. Y sé que el hombre de quien sospecha no podría ser culpable. En la noche del último asesinato estaba conmigo.
Mark habló suavemente.
—¿Toda la noche?
—¡Claro que no! —Eva se ruborizó—. ¿Qué derecho tiene usted a…?
—Por favor. —Mark hizo un gesto para interrumpirla—. No quería ofenderla. Es que estoy inquieto. Quizá me he excedido pero, créame, solamente estoy pensando en su seguridad.
—Lo comprendo. —Eva suspiró, suavizando la voz—. Y yo no estoy acusándole. Pero con todos esos rumores que corren por ahí uno no puede dejar de pensar.
Mark asintió.
—En ese caso se dará cuenta de mis motivos al preguntarle sobre su prometido. Me tranquilizaría si me dijera quién es, lo que usted sepa de él.
Eva sacudió la cabeza.
—Ahora no puedo hablar. Tengo que acercarme a cirugía.
—Más tarde, entonces. Quizás esta noche.
—Estaré de servicio hasta las once. —Eva sonrió y colocó su mano en el brazo de Mark—. Aprecio su inquietud, pero estoy totalmente segura de que no hay peligro alguno.
—Es peligroso para cualquier mujer andar por ahí sola de noche.
—No necesita usted preocuparse. Alan cuidará de mí.
Y se marchó.
Mark se atusaba el bigote. «Alan.» ¿Quién era y cuál era su ambiente? Eva tenía razón —muchos hombres se ajustaban a la descripción del asesino y había tantos motivos para sospechar de Alan como para acusarse a sí mismo—. Pero eso no respondía a sus preguntas y, a pesar de la seguridad de ella, Mark se sentía vagamente inquieto. En todo lo que ahora podía pensar era en las palabras de Forbes Winslow: «el hombre que buscamos es un monstruo…».
—Le ruego me disculpe, señor. —La voz suave sonó poco más que un murmullo, pero las palabras eran claras—: Creo que conozco al hombre que usted busca.