Inglaterra, 1531 d. de J. C. El buen rey Enrique VIII establece una ley para desanimar a los envenenadores. Se los cocía vivos.
Durante toda la semana, Mark rehuyó leer los periódicos.
Después de la conmoción sufrida al leer el informe del asesinato, había llegado a una decisión. Seguir los datos del crimen solamente podía conducirle a un sueño inquieto y a momentos peores en vela. Decidió concentrarse en su trabajo.
¿Hasta dónde controlamos nuestra percepción de la realidad? ¿En dónde acaba el pensamiento y comienza la imaginación?
El problema le intrigaba. Sería interesante discutir el tema con alguien como Trebor, pero no había aparecido por el hospital desde el día anterior al asesinato.
Mark había visto un par de veces a Eva ocupándose de sus quehaceres en la enfermería, pero no había tenido oportunidad de hablar con ella. Lo evitaba deliberadamente, pero, antes o después, tenía intención de obligarla a hablar de ello. La cuestión era cómo hacerlo.
Pensó nuevamente en el asunto cuando salía de la sala de consultas el mediodía del sábado. Seguramente ella tendría tiempo libre este fin de semana. Quizá lo mejor sería ir directamente a su casa e insistir en verla. Fueran cuales fueren los sentimientos de Eva hacia él, le debía una explicación.
—¡Doctor Robinson!
Mark se detuvo y reconoció la corpulenta figura del inspector Abberline a medida que el hombre se acercaba.
—Siento molestarle —dijo Abberline—. He intentado localizar al doctor Trebor.
Mark sacudió la cabeza.
—No lo he visto en toda la semana.
—Ni lo ha visto nadie en administración. —Abberline empujó hacia atrás su bombín, revelando una frente sudorosa—. Dicen que fue llamado por negocios. ¿No sabrá usted acaso dónde ha ido?
—No, lo ignoro.
—Es raro que no dejase alguna indicación de adonde se marchaba. —Abberline sacó un pañuelo del bolsillo de su chaleco y se secó la frente con él—. Ustedes los médicos son un grupo muy hermético.
—No creo que el doctor Trebor tenga obligación de dar cuenta de sus actos cuando se ausenta —dijo Mark—. Solamente es asesor voluntario. Y si tiene asuntos en otra parte…
—¿Alguna idea de cuáles pueden ser esos asuntos? ¿O es un secreto profesional?
Mark sintió una punzada de irritación.
—No sé nada de sus asuntos personales.
—Ésa es la cuestión. Aquí nadie parece saber nada de a dónde va ni porqué.
—¿Hay algún motivo por el que deban saberlo? —Mientras lo decía, Mark sabía ya la respuesta y la anticipó—. Seguramente no sospechará usted que el doctor Trebor está relacionado de alguna manera con esos acontecimientos.
—No es por eso por lo que estoy aquí. —Abberline volvió a meterse el pañuelo, ahora empapado, en el bolsillo—. Recordará usted que me ofreció ayuda si la necesitaba. Yo iba a aceptarla.
Mark se encontró dudando antes de responder. A pesar de su negativa, quizás Abberline sospechaba todavía de Trebor y quizá también sospechaba de él mismo. Le gustase o no, todavía estaba involucrado, y lo mejor que ahora podía hacer era colaborar.
—¿Podría ayudarle yo en algo? —preguntó.
Abberline sonrió.
—Es bueno que me lo pregunte. Si está usted libre durante una hora más o menos podría usted almorzar con nosotros.
—¿Nosotros?
—Tengo una cita en el «Duck and Drake» para la una. Un tipo llamado L. Forbes Winslow. ¿Lo ha oído usted nombrar?
—Pues la verdad, no.
—No importa. Venga y fórmese su propia opinión. Creo que le parecerá un tipo curioso.
Y eso fue todo lo que dijo Abberline. Durante el viaje en coche hasta la calle Wimpole, ambos permanecieron en silencio. Hasta que entraron en el restaurante y se dirigieron a la mesa del rincón Mark no supo más sobre aquel tipo curioso.
A primera vista no había nada raro en el hombre alto y digno, con patillas abundantes, que se levantó para recibirles. Ante la sorpresa de Mark, L. Forbes Winslow le fue presentado como médico. Y después de haber escrutado el menú y de encargar su comida al camarero, el doctor Forbes Winslow confirmó su status profesional.
—Me alegro de que haya venido —dijo—. Agradezco la ayuda de un colega profesional. —Forbes Winslow sonrió a Abberline—. Y a usted también, inspector. Como sabe, mis sugerencias a las autoridades han caído en saco roto. Pero no tenemos tiempo que perder, con un degenerado enfermo andando libre por ahí.
Abberline asintió.
—El doctor Winslow tiene una teoría sobre las muertes recientes —dijo.
La sonrisa de Forbes Winslow desapareció.
—Yo no trato con teorías. Como alienista, expongo hechos.
—¿Alienista? —Mark estaba intrigado—. ¿Quiere eso decir que ha tenido usted experiencia directa en el estudio de los desórdenes mentales?
—Ciertamente, así es. —Forbes Winslow sonreía nuevamente—. Después de todo, me crié en un manicomio.
Mark echó una ojeada a Abberline, buscando su reacción, pero el rostro del inspector permanecía impasible.
—Mi padre fue el médico residente de Hammersmith —continuó Forbes Winslow—. He estudiado la locura durante toda mi vida. Por eso me llamaron la atención estos crímenes desde el principio. Aunque tengo mi consulta aquí en la calle Wimpole, he pasado buena parte de mi tiempo investigando los asesinatos de Whitechapel. Los residentes del East End no acogen amablemente a la Policía, pero confían en mí. He hablado con testigos, patronas de pensiones y esas pobres criaturas de la calle. Lo que he sabido ha sido comunicado a la Prensa y al propio Sir Charles Warren. Pero nadie escucha, y las muertes continúan.
—Por eso estamos aquí —dijo Abberline—. ¿Y si nos contara usted sus conclusiones?
El doctor Forbes Winslow habló pausadamente.
—Hay tres posibilidades. Primero, que el asesino sea un monomaniaco que actúa creyendo que está haciendo caer la venganza de Dios sobre las mujeres caídas. Esto justificaría que escoja las prostitutas como víctimas.
—Ya hemos pensado en eso —dijo Abberline—. Es un motivo obvio. El problema está en que no hay nada que confirme esa opinión.
—Todavía no. —Forbes Winslow se inclinó hacia delante—. De modo que, consideremos la alternativa siguiente. ¿Y si el asesino fuese epiléptico? En ese caso mataría y ni tan siquiera se daría cuenta de lo que había hecho.
Abberline alzó las cejas, pero, Mark asintió rápidamente.
—El doctor Forbes está hablando de amnesia. Los que sufren de epilepsia no recuerdan lo que ha sucedido durante su ataque. Pero realmente no podemos decir lo que causa esos ataques.
—No exactamente. —Forbes Winslow sacudió la cabeza—. Por mis largas observaciones de los enfermos estoy convencido de que sufren la influencia de las fases de la luna. Lunáticos; el propio término habla de por sí. Incluso nuestros antepasados conocían la relación entre la luna y la locura. A este respecto, la medicina moderna haría bien en hacer caso a la antigua sabiduría. Y yo así lo he hecho. Estas muertes han sido llevadas a cabo cuando la luna nueva se alzaba, o bien cuando entraba en su última fase.
Fue interrumpido por la llegada de sus pedidos, y no dijo nada más hasta que el camarero se marchó. Examinando el almuerzo encargado por el inspector Abberline, asintió aprobatoriamente.
—Té y pastas. Muy sensato. Como usted puede ver, yo limito mi comida del mediodía a una compota de frutas. Estoy firmemente convencido de que muchos de los desórdenes mentales son debidos a una ingestión excesiva de comida. Mi padre ponía a sus pacientes a una dieta sin carne; nada de especias ni condimentos, nada de dulces, nada de alcohol. —Observó el plato de Mark con el ceño fruncido—. Pero usted, señor, pastel de carne y riñón, muy peligroso. Ciertamente muy peligroso.
—Allí de donde procedo nos inclinamos por las comidas pesadas. —Mark sonrió—. Y no puedo decir que como resultado los americanos estemos locos.
Forbes Winslow se encogió de hombros.
—Lea su historia. Ustedes los yanquis siempre han sido un pueblo violento. Whisky y guerras, carne roja y revolución.
—Una idea interesante. —Abberline se aclaró la garganta—. Pero estaba usted contándonos por qué creía que las muertes de Whitechapel pudieran ser hechas por un epiléptico.
—Ésa ha sido mi segunda opinión. Sin embargo, la creo improbable.
—¿Por qué motivo?
—A causa de la naturaleza de los crímenes. La grave mutilación y la disección de los cuerpos no pueden ser realizados por nadie que esté preso de violentos espasmos físicos. El uso del cuchillo indica una mano firme y un propósito calculado.
—Alguien ha sugerido que el útero de la Chapman fue sacado para su posible venta a una escuela de medicina. —Abberline contempló su té y sus pastas con resignación y repugnancia—. Lo hemos comprobado, pero nadie admite haber hecho semejante oferta. Además, no serviría para las otras muertes.
—Muy cierto. —Forbes Winslow prendió una pieza de fruta en su tenedor—. Y eso me lleva a la tercera posibilidad. El hombre que estamos buscando es un monstruo que posee al mismo tiempo astucia e inteligencia. Está alerta al peligro de la detección y procede en su trabajo con una cautela diabólica. No estoy eliminando completamente la presencia de una influencia lunar o locura, o incluso una amnesia causada por algo distinto a un ataque epiléptico, pero sus motivos reales para estos crímenes pueden ser mucho peores.
—¿Cuáles cree usted que pueden ser?
—Manía sexual. —Forbes Winslow mordió una cereza—. Una perversión del instinto en la cual el placer físico solamente puede obtenerse causando dolor y sufrimiento. Sadismo, si lo prefiere. Pero no en su forma más suave, simple flagelación o maltrato verbal a la víctima. Esto es un estado de frenesí agudo, una furia demencial que solamente encuentra satisfacción en la muerte y el tormento. Ansia de sangre, caballeros. Puro y terrible deseo vehemente de sangre.
Por un momento, sus oyentes permanecieron callados, pero el enfurruñamiento de Abberline era elocuente. Mark tenía la mirada baja, esquivando los ojos de Forbes Winslow. Al hacerlo descubrió algo sobre el atuendo del hombre que no había observado antes. Sus polainas y zapatos estaban parcialmente ocultos por un par de pesadas botas de caucho marrón.
El alienista siguió la mirada de Mark y movió la cabeza.
—Ah, sí, veo que está usted observando mi calzado de caucho. Suelo llevarlo siempre como precaución contra un chubasco repentino. Opino sensatamente que la humedad es peligrosa. No solamente deja el cuerpo propenso a la aparición de enfermedades, sino que también afecta al funcionamiento sensato de la mente. —Hizo un gesto de rechazo—. Pero esto no tiene que ver con nuestro problema. ¿Qué le parecen a usted mis conclusiones?
Los ojos de Mark se encontraron ahora con los de Abberline. No había duda alguna en cuanto a lo que estaba pensando el inspector, y quedó asombrado ante la suavidad de su respuesta.
—Nos ha dado usted mucho en qué pensar. Sus hallazgos serán considerados cuidadosamente.
Forbes Winslow sonrió.
—Gracias, señor. Todo lo que pido es que tenga usted una mente abierta. Y confío en que esté de acuerdo en cuanto a que estas muertes son todas obra de un solo hombre.
—¿Qué le hace estar tan seguro? —preguntó Mark.
—En cada caso los testigos han descrito un sospechoso, y las descripciones encajan.
—No he seguido el último caso —dijo Mark—. ¿Ha declarado alguien haber visto también al asesino de la Chapman?
Forbes Winslow asintió.
—Hablé con Mrs. Long, que dio testimonio en la encuesta judicial. Ella vio a la víctima hablando con un desconocido en la calle Hanbury, poco antes del momento de la muerte. Su compañero era un hombre con bigote, que llevaba traje oscuro y una gorra de cazador. —El alienista señaló a Mark con el tenedor—. De hecho, tenía gran parecido con usted.