Capítulo 15

México, 1500 d. J. C. Con objeto de asegurarse las suficientes víctimas para el sacrificio, los aztecas luchaban en combates arreglados de antemano entre ciudades con la única intención de obtener cautivos para sus ceremonias religiosas. Éstos, más los esclavos, eran sacrificados ritualmente durante los festejos dedicados a los diversos dioses, que se celebraban dieciocho veces al año. Otros morían diariamente como ofertas a Huitzilopochtli, que exigía sangre humana y corazones en tributo por el beneficio que otorgaba haciendo salir el sol todos los días. Los niños eran sacrificados para complacer a Tlaloc, el dios de la lluvia, los adultos eran quemados vivos para el dios de la cosecha, y se arrancaban Los corazones de las víctimas con vida. Otros eran despellejados vivos; los sacerdotes de Tlaloc se envolvían con las sangrientas pieles y bailaban al son de los palpitantes tambores y estridentes flautas que resonaban alegremente anunciando la fiesta pública.

Mark no era el único que leyó el periódico. Todo Londres estaba leyendo las noticias.

El inspector Joseph Chandler las leyó con especial interés a causa de su propio compromiso en el asunto.

A las seis de la mañana estaba caminando por la calle Comercial, dirigiéndose hacia la Comisaría, cuando dos trabajadores se le acercaron. Habían sido llamados por el mozo viejo del mercado que había encontrado un cadáver tumbado en el patio de su alojamiento en el 29 de la calle Hanbury.

Cuando Chadler llegó allí ya se había reunido una multitud ante la casa; se abrió camino y ordenó a sus hombres que despejasen el patio. Entonces vio el cuerpo. Lo vio entonces y seguía viéndolo ahora, y sabía que volvería a verlo en su sueño inquieto.

La mujer de mediana edad con cabello castaño oscuro estaba tumbada ante los escalones de un pasillo que conducía al patio junto a una valla. La víctima yacía de espaldas, las piernas abiertas en una parodia obscena de invitación. Tenía la barriga cortada, abierta y desentrañada; le habían esparcido los intestinos hasta el hombro derecho, conectados todavía por un pedazo que colgaba de su abdomen. Dos pedazos de piel del abdomen inferior descansaban sobre su hombro izquierdo en un charco de sangre. Le habían cortado la garganta desde atrás, causando una herida desigual que la rodeaba. Llevaba un pañuelo en el cuello pero aquello no la había protegido de lo que era una decapitación parcial.

Chandler no podía olvidar la primera visión de aquel rostro magullado y sangriento, los ojos saltones, la lengua hinchada sobresaliendo entre sus dientes amarillos. ¡Gracias a Dios, los periódicos no habían impreso los detalles!

Por órdenes suyas, un agente había conseguido un trozo de lona de un vecino y cubierto el cadáver. Requirió ayuda. Avisó al inspector Abberline y, entonces, esperó.

Pero no inactivo. Chandler buco en el patio. No era pavimentado, pero no encontró huellas ni cualesquiera señales que indicasen lucha. Debieron de ahogar a la mujer y dejarla después en el suelo antes de utilizar el cuchillo. Encontró coágulos de sangre, algunos tan grandes como monedas de seis peniques y otros simplemente gotas, y había manchas en la valla a treinta centímetros por encima del suelo. En estas circunstancias esto era comprensible; el rompecabezas estaba en alguna otra parte.

Estaba junto al cuerpo en forma de un pedazo de tela de muselina, posiblemente un pañuelo, junto a un peine y una caja de cartón que debió de haberse caído del bolsillo abierto bajo la falda de la mujer. Estaba junto a sus pies; los dos anillos de cobre arrancados de sus dedos, algunos peniques y un par de céntimos nuevos como si se hubieran colocado allí en pago burlón por los servicios prestados. Estaba junto a su cabeza en forma de pedazo de papel que envolvía dos píldoras, papel desgarrado de un sobre. En el dorso del sobre había el sello de un regimiento de Sussex, y al otro lado una marca de correos de Londres, con fecha 28 de agosto.

Estaba cerca del grifo en medio del camino en forma de delantal de cuero húmedo. Todo eran pedazos de un rompecabezas; piezas que no tenían más sentido que los pedazos de carne sangrienta y órganos internos que Chandler ocultaría a la vista pero no podría ocultar a los ojos de la memoria.

Cuando llegó la camilla dos agentes se llevaron el cuerpo al depósito y después Abberline se hizo cargo. Leyendo ahora la noticia, Chandler dio gracias porque su papel en el tema hubiese ya terminado. Que el doctor Phillips recomponga esas piezas, o las descuartice en su autopsia…

El doctor George Bagster Phillips estaba demasiado atareado como para leer nada en los periódicos. Demasiado atareado, y demasiado enfadado.

Todo aquel asunto era escandaloso, y no había otra palabra para describirlo. Veintitrés años como cirujano divisional de la Policía y todavía no se habían tomado las previsiones necesarias como para que él pudiera llevar a cabo sus deberes. ¿Cómo esperaban que pudiera realizar un examen decente bajo unas condiciones semejantes?

Ya era bastante malo que el barrio no dispusiera de un depósito adecuado; en vez de aquello se veía obligado a realizar su autopsia en una barraca improvisada, con una ayuda incompetente.

¿Incompetente? Lo que habían hecho antes de su llegada era casi criminal. Dos enfermeras habían desnudado y lavado el cuerpo, como en el asunto Nicholls. Armó el gran escándalo al empleado encargado pero ahora ya no se podía evitar y todo lo que podía hacer era ponerse a trabajar lo mejor que pudiera.

Y vaya trabajo desagradable. Las enfermeras habían dejado algo sin tocar, el pañuelo alrededor el cuello del cadáver. Ahora, cuando él lo sacó, la cabeza casi se desprendió completamente. Aquél que usó el cuchillo casi había logrado cortar la columna vertebral.

El criminal había hecho un trabajo más minucioso en la parte de abajo. El abdomen había sido abierto enteramente y los intestinos pequeños fueron cortados de sus ligamentos mesentéricos antes de ser colocados en el hombro del cadáver. Pero el mayor daño estaba en la zona pélvica; el útero y sus apéndices, junto con la parte superior de la vagina y las dos terceras partes posteriores de la vejiga se habían eliminado enteramente.

Obviamente, era el trabajo de alguien que conocía suficiente anatomía como para cercenar los órganos pélvicos con una sola pasada del cuchillo.

En cuanto al propio cuchillo, el doctor Phillips pensó que debía de estar extraordinariamente afilado; no sería una bayoneta ni la herramienta de un carnicero corriente. Sus observaciones indicaban el uso de una hoja fina, estrecha, probablemente de quince a veinte centímetros de longitud. Un arma de experto, una destreza de experto, pero obra de un loco.

El doctor Phillips tomó cuidadosamente notas de sus descubrimientos para su futura publicación en The Lancet. Allí era donde correspondía semejante información, en una revista médica, y no en la Prensa popular. Las cosas ya estaban bastante mal sin necesidad de excitar la imaginación del pueblo…

Pero la agitación ya había comenzado.

En los humeantes confines de la taberna «Coach and Four», los asiduos daban vueltas a las últimas noticias. Desde primeras horas de la mañana los clientes se habían parado para contribuir a las murmuraciones y a las hipótesis sobre el «Horror de la Calle Hanbury». Algunos habían sido espectadores de la escena y varios habían identificado ya a la víctima como Annie Chapman.

«Annie la Morena» la llamaban, o «Annie la Cedacera», porque su marido, el lamentado difunto, había sido constructor de cedazos de hierro. Quizás hubiera podido ser mejor de lo que fue, pero ¿qué puede hacer una pobre viuda? Algo deslenguada para ese oficio, por lo que se pasaba la vida entrando y saliendo del dispensario. Mala suerte.

Tim Donovan dijo que la había visto en la cocina del asilo de la calle Dorset a las dos de la madrugada; sin un céntimo, le había dicho ella, pero ¿querría él guardarle una cama hasta que ella saliera y encontrara algo que le salvara la noche? Algo bebida, creía él, pero caminando todavía lo suficientemente erguida mientras se alejaba.

Y Mrs. Long la vio a las cinco y media. Iba camino del Mercado de Spitafields cuando el reloj del cervecero dio las campanadas, de modo que no había duda alguna acerca de la hora. Tampoco tenía ninguna duda acerca del hombre y la mujer que vio hablando en la calle, justo delante del número 29 de la calle Hanbury. Mrs. Long había ido especialmente al depósito para echar una mirada; estaba segura de que la difunta era la misma mujer. Lástima que no se hubiera fijado demasiado en el hombre, pero atrapó unas palabras al pasar junto a ellos. Él decía:

—¿Lo harás?

Y ella contestó:

—Sí.

No había necesidad de haberse graduado en Oxford para adivinar de qué asunto trataban, pero eso no era su problema, de modo que siguió calle adelante. Y, pensándolo bien, si Annie la palmó media hora después, como decían los periódicos, era probable que ella fuese probablemente la última que había puesto los ojos en la pobrecita mujer, además del asesino. ¡Dios sabe lo que le haría ese asqueroso diablo en el patio de atrás de la calle Hanbury!

Dios, y Jerry el tabernero. Él lo sabía porque había reunido todo lo que oía, confiándolo a sus ansiosos parroquianos.

—Dicen que le cortaron la cabeza limpiamente, separándola del cuerpo. —Bajó la voz hasta un murmullo—. Y sus órganos femeninos fueron eliminados…

El joven con su chaqueta mañanera leyó los primeros detalles del crimen mientras estaba sentado ante su desayuno en el tenue silencio de la sala. Mientras leía atentamente el artículo, la boca delgada bajo su bigote se torció y le temblaron las manos.

«Domínate —se dijo—. No eres un chiquillo. No hay razón alguna para portarte como un bobo por una historia en los periódicos.»

Pero se esforzó por ocultar el periódico en su regazo cuando Watkins trajo la bandeja del té, y se dedicó a recoger migas minuciosamente con un recogedor de plata hasta que el mayordomo se alejó. Gracias a Dios que el viejo imbécil no había observado el periódico; nadie debía saber que él leía semejante basura, ni mamá ni papá, ni, sobre todo, la abuela. Ellos creían que estaban protegiéndolo de esa clase de cosas. No era extraño que él tuviera que repetirse constantemente que no era un niño. Todavía lo trataban como si lo fuera.

Y, si era así, ¿por qué no lo habían protegido mejor? Enviarle a aquel maldito crucero cuando solamente tenía quince años, y al pequeño George también, más pequeño todavía. Ellos habían sido los responsables.

Pensando en el crucero, se encontró temblando de nuevo, pero esta vez más de rabia que de miedo. ¿No habían podido prever que aquello podía suceder? El H.M.S. Bachante. Ya el nombre del navío era de mal agüero. Calientes noches tropicales en las Indias Occidentales, y sus compañeros de a bordo, todos achispados, impulsándolo.

—Bebe —le decían—. Sé un hombre. —Y de eso a lo inevitable—. No serás un hombre hasta que hayas tenido una mujer.

Bueno, había tenido a su mujer. Solamente sería una travesura, deslizarse a tierra después de una palabrita al marinero de guardia; ellos habían tomado todas las precauciones por adelantado. «Solamente un divertido revolcón —le dijeron—, y no pasa nada.»

Pero sí que pasó. Ellos no sabían cuánto odiaba él eso, odiaba a la mujer morena en el cuarto oscuro, odiaba aquellos ojos oscuros que se reían de él mientras, torpemente, intentaba realizar su oscura tarea. Y ellos no supieron nada sobre la erupción.

Eso solamente lo supo el médico, y él había guardado bien su secreto. Únicamente el médico había comprendido lo que era caer bajo semejante horror, soportar los estragos de una enfermedad vil. Algunas veces creía que se volvería loco, algunas veces pensaba que ya «estaba» loco, pero no podía pedir ayuda, había que guardar las apariencias.

Y no era hipocresía hacer eso. Eran ellos los hipócritas, todos ellos, pretendiendo que tales cosas no existían. ¡Como si todo el mundo no supiera de papá y sus mujeres! No solamente las actrices, o incluso las esposas de sus queridos amigos; él lo hacía también con las vulgares cortesanas de París y en todo el Continente. ¡Vaya farsa! ¿Cómo podía papá rebajarse tanto? Hacerlo solamente ya era despreciable, y las criaturas con las que uno se acoplaba eran asquerosas.

James era el único que lo comprendía. Querido James, más que un tutor, mucho más que un amigo. Era él quien le había ayudado a encontrar una nueva vida con los artistas y los espíritus libres que compartían sus sentimientos y sus gustos. James era el único que le había hecho posible poder deslizarse sigilosamente para pasar una noche en la ciudad, le había enseñado a vestirse discretamente; traje oscuro, una gorrita con visera parecida a la que tantos individuos llevaban hoy en día. Discreción, ésa era la clave, y no atraer la atención como un caballero en busca de emociones.

¡Qué momentos tan divertidos habían pasado juntos! Oh, una o dos veces casi los habían atrapado. Aquella incursión en la casa de la calle Cleveland, por ejemplo. Uno de los muchachos se había ido de la lengua pero consiguieron ahogar su voz diestramente. ¡Si el pobre James no hubiera sufrido aquel espantoso accidente dos años atrás! Lesión cerebral, dijeron: Lo tuvo confinado durante meses.

Fue entonces cuando había comenzado a salir por su cuenta, totalmente solo. Fue entonces cuando descubrió realmente el East End con todas sus deliciosas diversiones, sus peligros y trampas, sus putas y mujerzuelas.

Esas malditas putas eran lo peor. Seduciéndolo, tendiéndole trampas, porque, de alguna manera, parecía que sabían lo que él buscaba.

—No soy lo bastante buena para tus gustos, ¿eh, cariñito? Tú eres de la especie que prefiere un toque de juego de atrás.

«Juego de atrás.» Un término asqueroso para una boca sucia. ¿Con qué derecho basura como ésta se burlaba de él? No era extraño que hubiera sufrido ataques; eso bastaba para poner furioso a cualquiera.

Pero ahora, después de todo lo que había sucedido, era el momento de permanecer oculto, por lo menos durante algún tiempo. Luego podría salir de nuevo, tendría que salir, aunque sólo fuera para poner las cosas a prueba para su propia satisfacción. Pero tenía que ser terriblemente, terriblemente cuidadoso para que nadie —mamá, papá o la abuela— lo descubriera.

Porque eso no podía suceder. No a Albert Víctor Christian Edward, duque de Clarence, hijo del príncipe de Gales y nieto de la reina Victoria.

—¡Dios salve a la reina!

Así es como George Lusk iniciaba las reuniones y así es como las clausuraba.

Él quería dejarlo perfectamente claro; formar el Comité de Vigilancia era un deber patriótico. Y en la mañana del 10 de setiembre se había convertido en una necesidad. Este pánico en el distrito, las patrullas buscando por todas partes, las acusaciones y los arrestos insensatos después de la muerte de Annie Chapman, todo llevaba a una conclusión: los judíos estaban en peligro.

De modo que los reunió, un grupo de gente leal, inocente como él mismo, junto con las autoridades religiosas locales, y les presentó su proposición.

Era la única manera, el único medio sensato de combatir la cruel preocupación. Formar un comité de responsables, ofrecer colaboración total a la Policía, hacer recomendaciones a las autoridades para las precauciones y la protección, disponer que los ciudadanos privados decentes condujeran las investigaciones por su cuenta e informar de cualquiera y todas las evidencias de conducta sospechosa.

Como constructor y miembro respetable de la comunidad, él estaba dispuesto a presidir el comité; ése era un paso en la dirección correcta. Y todos estuvieron de acuerdo en otra proposición, en ofrecer un premio sustancioso para cualquier información que condujera al arresto y condena del criminal.

En conjunto había sido un buen día de trabajo, y George Lusk estaba satisfecho. Probablemente sería excesivo confiar en que el Comité pudiera llevar al criminal ante la justicia, pero por lo menos su formación podría alcanzar el propósito principal y acallar esa histeria sobre los judíos.

A menos, naturalmente, que se demostrara que uno de su propia gente era culpable de los crímenes.

Lusk no había mencionado esta última posibilidad a sus asociados ni se atrevía a mencionarlo a nadie, pero la horrible hipótesis le obsesionaba; cuanto más leía y oía, tanto más se preguntaba si el asesino podía ser el hombre a quien los periódicos estaban acusando, un judío de apodo Delantal de cuero.

Era de risa ese asunto del Delantal de cuero. Pero John Pizer no se reía.

Desde que encontraron aquel delantal de cuero en el patio posterior en donde la nafke había sido asesinada, había habido un tsimis en marcha. Al principio creyeron que pertenecía a un matarife y después algún elemento perturbador comenzó a contar historias, y había dado su nombre a los periodistas.

Y, ¿para qué?

Todo el mundo sabía que él no era un matarife. Él cuidaba del acabado de las botas, eso era un hecho. Todo el mundo en su oficio utilizaba un delantal semejante, de modo que, ¿por qué no iba él a tener uno? Solamente porque algunas veces lo llevaba por la calle, los momsers le llamaban Delantal de cuero pero ¿demostraba esto acaso que él fuese culpable?

Decían que odiaba a las mujeres, decían que las había maldecido y había amenazado con atacarlas. Como si eso fuese asunto de ellos, como si fuese asunto de esos corvars lo que él pudiera hacerles. Y además, tampoco podían demostrar que él lo hubiera hecho.

Pero adivinaba lo que estaban pensando y su hermano y su hermana estaban dispuestos a jurar que él había permanecido en casa con ellos. Desde el jueves por la noche hasta el lunes por la mañana, y entonces la Policía vino y lo arrestó.

El sargento Thicke, ése fue el que le arrestó. Un buen nombre para ese shmuck lerdo de cuerpo y lerdo de cabeza. Buscó en la casa y encontró cinco cuchillos. Nu, los cuchillos eran largos, las hojas estaban afiladas; tenían que estarlo, para su tipo de trabajo. Y esto, otra vez, no demostraba nada.

En la Comisaría de la calle Leman le hicieron ponerse junto a otros que habían arrestado. Después hicieron venir a las estúpidas mujeres que habían esparcido habladurías sobre haber visto al asesino y a su víctima juntos y les pidieron que los identificaran. Ninguna de ellas pudo decir con seguridad que él era el hombre que habían visto. Un hombre, algún forastero loco, dijo que lo había visto pelearse con una mujer en la calle Hanbury antes del asesinato, pero incluso la Policía admitió que era meshugga.

En la encuesta descubrieron de quién era el delantal de cuero hallado en el patio posterior, en la escena del crimen. Pertenecía a uno de los vecinos, llamado John Richardson, y su madre lo había lavado y dejado allí.

Después de eso le permitieron marcharse. Y ahora quizás ya había pasado lo peor. Quizás incluso podría querellarse con los periódicos por haber impreso aquellas historias sobre él. Eso pondría un final a toda esa tontería de Delantal de cuero. John Pizer siempre había odiado ese epíteto más que ningún otro. Si había de tener un apodo, ¿por qué no le llamaban simplemente «Jack»?