Alemania, 1490 d. de J. C. En el castillo de Nuremberg se exhibieron más adelante algunos de los instrumentos de tortura. Se aplastaba a los prisioneros con piedras hasta morir, se les dislocaban los miembros en el potro, se les quemaban los pies. Algunos eran encerrados en jaulas de hierro dentro de las cuales era imposible tenderse o permanecer sentado. La infame «Doncella de Hierro» se cerraba y aplastaba a una víctima contra sus púas para después soltarla y dejarla caer en un pozo en cuyo fondo había estacas puntiagudas y cuchillos giratorios.
Lentamente, Mark avanzaba en la medianoche sin luna. El callejón estaba hundido en las sombras, pero, algo más adelante brillaba la luz desde la puerta abierta del matadero.
Mientras se aproximaba a la entrada, el olor de la sangre era fuerte y por un momento se detuvo, temiendo ver su origen. Pero la luz le atrajo y siguió adelante, incluso al oír los ruidos y ver las formas a través de la puerta abierta.
¿Dónde había escuchado antes aquellos ruidos? Mark recordó aquella noche, semanas atrás, en que por primera vez vio a Eva, la noche en que los animales huyeron en estampida del matadero.
Ahora estaban en el matadero, y esta vez no había huida posible.
No era posible escapar del terror, de los shocets. Cubiertos con delantales de cuero, los matarifes estaban en todas partes, atando las patas de sus víctimas enloquecidas de miedo, preparándolas para el rito prescrito por la antigua ley talmúdica shechita, la recogida de sangre del cuerpo de la bestia.
Los largos cuchillos se alzaron, se murmuró la sagrada bendición y después fueron cortadas las gargantas hasta el hueso en dos golpes rápidos, retrocediendo con rapidez para evitar la cascada carmesí que brotaba y caía sobre el serrín esparcido para la matanza. Las hojas manchadas de sangre se alzaban y volvían a caer, primero abriendo el pecho y después la panza, revelando los órganos internos para la inspección ritual de los restos. Los matarifes trabajaban aprisa, con destreza, ignorando los bramidos de los animales que mataban y el burbujeo brillante de su sangre.
«Eso era lo peor», pensó Mark, escrutando las caras de aquéllos que trataban con la muerte; sus ojos estaban vacíos, sus rostros congelados no mostraban emoción alguna.
Pero, mientras les contemplaba, un horror más intenso le asaltó; el horror de la familiaridad. ¡Él conocía a estos hombres!
El desalmado con los quevedos apoyados estrafalariamente sobre una nariz chata era el doctor Reid. El monstruo de ojos rasgados con el cuchillo sangrante era el doctor Hume. Y el hombre alto, degollador, era Trebor.
¿Por qué estaban aquí? ¿Cómo podían matar tan implacablemente y seguir matando sin prestar atención a los gemidos de agonía, los gritos de sus víctimas?
Los contempló mientras arrastraban hacia ellos otra figura atada, y la tumbaban bajo los cuchillos alzados. Debatiéndose, la criatura giró su rostro hacia la luz, y ése fue el horror definitivo.
El cuerpo bajo los cuchillos era el de una bestia, pero tenía rostro humano.
El rostro de una mujer, contorsionado de miedo, abriendo la boca como si gritase…
¡Asesinato!
Llena de sudor su frente febril, Mark se irguió repentinamente bajo la brillante luz del sol que entraba por la ventana junto a su lecho.
Abrió los ojos y por un momento agradeció la seguridad que lo rodeaba, la realidad de su propio dormitorio, el conocimiento de que había escapado de una pesadilla.
Pero solamente por un momento.
¡Asesinato!
Ahora el grito sonó de nuevo y esta vez descubrió su origen no en la oscuridad del sueño, sino en el cegador sol de la calle.
Mirando hacia abajo vio la figura con delantal de lona del muchacho que vendía periódicos. Y oyó su grito.
—¡Asesinato…! ¡Léalo todo sobre el crimen! ¡Nuevo homicidio en Whitechapel!