Persia, 500 a. de J. C. Los prisioneros especiales recibían un castigo especial. La víctima era colocada dentro de dos pequeños botes ensamblados con aberturas para la cabeza, las manos y los pies. Colocándola de cara al sol, atraía los insectos y pronto estaba cubierta por un enjambre de moscas hambrientas. Algunas veces tardaba varias semanas antes de que la muerte la liberara.
—¿No lo sabías? —dijo Trebor.
Mark sacudió la cabeza.
—¿Cómo sucedió?
—Ven conmigo y te lo contaré. —Trebor encabezó la marcha y los dos hombres salieron juntos de la sala, pasando por delante de las salas médicas y entrando en los tranquilos confines de la biblioteca del hospital—. Siéntate aquí y ponte cómodo.
Mientras Mark se arrellanaba en una butaca tapizada de cuero, en el rincón, Trebor se volvió hacia el bufet junto a la pared donde había algunas botellas y vasos.
—¿Te apetece un trago de oporto?
—No, gracias. Estoy bien.
—Como quieras. —El viejo médico llenó una copa y la llevó hasta una butaca enfrente de Mark, sentándose con un suspiro de satisfacción, mientras extendía sus largas piernas—. Esto es mejor. Por lo menos aquí podemos estar solos. —Contempló los retratos de médicos fallecidos hacía largo tiempo que cubrían las paredes por encima de los estantes de libros—. Ésta es una de las virtudes principales de los muertos. Pueden escuchar, pero nunca interrumpir.
Mark le miró fijamente con impaciencia.
—La investigación —le dijo—. ¿Por qué interviene usted?
—Ha habido informes sobre el crimen en el periódico. En el momento en que los leí relacioné las circunstancias con aquel pequeño episodio en la taberna, en la noche del Bank Holiday, pero no estaba totalmente seguro. Así que cuando he visto la noticia de la investigación judicial de hoy he procurado estar presente.
Mark se inclinó hacia delante.
—¿Qué ha sucedido?
—Las formalidades de costumbre, —Trebor bebió un poco de su vino—. Presidía George Collier. Un hombre sólido, nada de sandeces. Según él, esa mujer, Tabram, solamente tenía treinta y cinco años. Yo hubiera dicho que era mucho más vieja, pero naturalmente hay que tener en cuenta el tipo de vida que tuvo. Bebida y enfermedades…
El joven asintió rápidamente.
—El asesinato —dijo—. ¿Cómo sucedió?
—Ah, sí. —Trebor asintió—. La mujer tenía nueve cuchilladas en la región del cuello, once en los pechos y trece en el abdomen y la zona pélvica, cualquiera de las cuales hubiera podido ser fatal. Es evidente que su atacante continuó apuñalándola mucho después de que ella estuviese muerta. Y la naturaleza de las incisiones indica que se emplearon dos armas. Una de ellas una daga, y la otra un instrumento mucho más largo y ancho.
—¿Qué especie de instrumento?
—Quizás una bayoneta de soldado. —Trebor hizo girar su copa—. La compañera de Tabram —ella se hace llamar Pearly Poll, aunque su nombre verdadero es Mary Ann Connelly— subió al estrado. Dijo que cuando las dos se marcharon con los soldados se separaron. Pearly Poll y su cabo llevaron a término su negocio en un cercado llamado Angel Alley. Martha Tabram y el otro soldado se encaminaron hacia los edificios de George Yard, calle abajo. Fue lo último que supo de ellos.
Mark se tiraba del bigote.
—¿Han identificado al soldado?
—Estaba a punto de decírtelo. El inspector Reid de Scotland Yard escoltó a Pearly Poll a la Torre de Londres. Todos los de la guarnición que tuvieron permiso la noche del Bank Holiday formaron una fila para que ella los inspeccionara, pero no pudo reconocer a su hombre, ni a su propio cliente tampoco.
Mark frunció el ceño.
—Seguramente mentía.
—Así lo creyeron ellos. —Trebor terminó su vino y dejó la copa en la mesa junto a sí—. Pero, concediéndole el beneficio de la duda, realizaron una inspección similar en los cuarteles de Wellington, esta vez con la Guardia Coldstream. Y en esta ocasión ella señaló inmediatamente a dos hombres —uno de ellos cabo y el otro soldado— y los acusó.
—Gracias a Dios.
Mark movió la cabeza y se reclinó en su butaca.
—Ahórrate la gratitud —murmuró Trebor—. Otras investigaciones han demostrado que el cabo había estado en casa con su mujer toda la noche, y que el otro soldado volvió a los barracones a las diez.
La mano de Mark volvió a su bigote.
—Pero, si no fue un soldado, entonces, ¿quién…?
—El veredicto del juez de primera instancia fue de asesinato por persona o personas desconocidas.
Durante un momento Mark desvió la vista y se enfrentó con la mirada silenciosa de los retratos en la pared. Después se encaró nuevamente con Trebor y, cuando encontró la voz, sus palabras casi eran inaudibles.
—Culpa mía —dijo.
—¿Qué quieres decir?
—Hubiera debido de hablar con la mujer. Tenía intención de hacerlo. Por eso salí tan bruscamente. Después de lo que usted me contó de sus circunstancias, yo quería darles algún dinero, lo suficiente para una noche en un alojamiento decente. Pero cuando salí y las vi alejándose con aquellos dos brutos borrachos perdí el ánimo. Y la cena.
—¿Te pusiste malo? —dijo Trebor.
—Sí. Por eso no volví a la taberna.
—¿Adónde fuiste?
—A mis habitaciones. Hubiera debido excusarme con usted a la mañana siguiente, pero no le encontré.
—Los negocios me alejaron de la ciudad —dijo Trebor—. Volví anoche. Cuando leí lo de la investigación se me ocurrió que quizá podría prestar testimonio.
Mark tragó saliva rápidamente.
—Eso no me lo había dicho.
—No era necesario. Después de escuchar el proceso lo pensé mejor. Todo lo que hubiera podido hacer era corroborar la presencia de la víctima en la taberna y eso ya había sido fijado por los otros. No servía de nada meterme en el asunto. Ni meterte a ti.
Mark asintió.
—Sí, es preferible. «Dejemos yacer al perro dormido». —Después sacudió rápidamente la cabeza—. No debería de decir eso… Ella no era un perro…, era un ser humano.
—Quienquiera que fuese el que la mató, no pensaba así. —Trebor hablaba lentamente—. Más de treinta puñaladas. No es únicamente un asesinato, sino la mutilación salvaje de un cuerpo después de sus agonías de muerte en la oscuridad. Es obra de un maniático.
—Sí, ha de haberlo sido. —Mark se levantó, pálido su rostro bajo la débil luz de la ventana mientras se volvía y se dirigía a la puerta—. Hemos de seguir hablando. Pero ahora tengo que hacer mi ronda. Si quiere disculparme…
—Naturalmente.
Mark se alejó y la puerta se cerró detrás de él, dejando solo a Trebor bajo la creciente luz crepuscular. Únicamente los ojos de los retratos vieron su ceño preocupado.