9

Fue un día extraño. Durante casi todo el tiempo tuvo la impresión de chapotear en una materia blanda y caliente, y de hundirse en ella como una mosca en la melaza. Había que remontarse muy lejos en sus recuerdos para volver a encontrar una resaca parecida. No obstante, ¿qué habían hecho la víspera? Nada. Se habían quedado sentados en la oscuridad de la terraza, volviendo machaconamente a las mismas cuestiones, como dos viejos, que es lo que eran.

Owen tenía la desagradable impresión de haber dicho cosas que preferiría no haber dicho. No recordaba detalles, pero se había compadecido de ellos dos, de su edad, de sus manías, del hecho de que fueran un par de borrachos. También había debido de hablar de su soledad y de su inutilidad.

Se vistió tranquilo y digno. La resaca le hacia más digno que nunca, porque aún escatimaba más sus movimientos.

—Me matará… ¿Y qué? ¿Puedo esperar algo mejor?

¿Había pronunciado realmente estas palabras? Probablemente, porque volvía a encontrarlas en un rincón de su memoria. Era su respuesta al médico, que estaba tan borracho como él, y que tenía otra obsesión.

—Si la gente, en vez de creerse tan lista, fuera con toda sencillez a verme, y me dijese: «Doctor…».

La gente le tomaba por un viejo estúpido, a causa de su vida desordenada y porque no se tomaba la molestia de ser hipócrita.

—Me encanaco… Ya me he encanacado. ¿Y qué? Precisamente a causa de eso lo comprendo todo. Todo lo que les pasa ya me ha pasado a mí, ¿comprende? Desembarcan aquí y se creen que sus pequeñas historias son nuevas. Imagínese a un cura que hubiese cometido todos los pecados del mundo. ¡Qué confesor! ¿Verdad? Y un médico que hubiese tenido todas las enfermedades…

Debían de resultar tan lastimosos el uno como el otro, bajo los rayos de la luz, con la cara congestionada, los cabellos blancos, la gran barriga, y Mariette, que circulaba a su alrededor con impaciencia, porque tenía ganas de acostarse.

—Tampoco esa comprende. Me toma por un viejo vicioso. ¡Como si todos los días no pasaran por mis manos veinte chicas más guapas que ella! Usted, mayor (después ya le tuteaba), cuando le vi por primera vez enseguida comprendí que iba a ser de los nuestros. Me parece que se lo dije. Y lo será, haga lo que haga. En cambio Mougins no lo será nunca. Aunque se quedara aquí veinte años seguiría siendo un cuerpo extraño en el organismo. Desconfíe, mayor, entre él y usted ahora la lucha será a muerte…

Owen hubiera preferido no pensar en ello. Los dos estaban ridículos. El médico debía de divertirse inconscientemente metiéndole miedo.

—Si ahora mismo alguien escondido en las sombras le matase de un balazo, palabra que no me sorprendería. ¿Por cuánto dinero mataba en Panamá? No por mucho, ya se lo ha dicho. Y ahora no se trata de millones, sino de miles de millones. Es casi como si ya estuviera usted muerto. Si yo no fuese un viejo animal cansado, le hubiera hecho callar cuando me contaba la historia de ese Joachim y de su testamento, porque solo saberlo ya es peligroso…

Le había aconsejado que se paseara lo menos posible, que no se apartara de las calles más concurridas.

Y al final aquello se volvió algo tan incoherente que Owen se negó a seguir pensando en ello. Sin embargo, cuando bajó decidido a ir a la península, no dejaba de preguntarse quién podría acompañarle. Claro que tenía una excusa. Estaba flojo. Sentía la cabeza vacía y dolorida, y en aquel estado tenía miedo de conducir a pleno sol.

Después de lo que el médico le había dicho acerca de los peligros que corría, no iba a pedirle que le acompañara. Mac Lean ya le había avisado que en casa del pastor la presencia de su boy no le iba a beneficiar en nada.

No comió, tomó un café muy cargado en el jardín moteado de luz, se acercó al señor Roy, que formaba una mancha muy blanca en medio de la sombra. ¿No le guardaba rencor el señor Roy por beber siempre fuera de su hotel?

—¿Por casualidad conoce a alguien que quisiera acompañarme a la península? Mejor que fuera alguien que supiese conducir.

El dueño reflexionó, fue a hablar con su mujer, y luego, volviéndose hacia las cocinas, llamó:

—¡Tetua!

Era uno de los boys del hotel, un indígena alto y siempre sonriente. Tetua estuvo de acuerdo en acompañarle. Luego cambió de opinión, y volviendo atrás preguntó si podía llevar a alguien con él.

—Se trata de su amiguita —explicó el señor Roy—. Trabaja cerca de aquí, a una distancia de dos casas. Es del último pueblo que hay antes de llegar a la península. Así tendría ocasión de saludar a sus padres.

Se pusieron de acuerdo. Tetua subió a su habitación para ponerse guapo. Fueron a avisar a la muchacha, a la que luego hubo que esperar delante de la casa en la que trabajaba.

El señor Roy aconsejó al mayor que se llevara algo de comer, y por iniciativa propia puso un cesto en el coche. En el momento de irse, Owen tomó una copa en el bar, porque el mejor remedio contra el whisky sigue siendo el whisky.

Por fin enfilaron la carretera, el inglés detrás, la pareja indígena delante, y para ellos era como una deliciosa gira campestre. Al cabo de un cuarto de hora, se reían alocadamente de todo y de nada. Se reían de mirarse, exhibiendo sus dientes deslumbrantes. Se reían al pasar ante una casa, ante unos niños que salían de la escuela. Era un continuo gorjeo que se confundía con los ruidos de la naturaleza, como se hermana el canto de los pájaros con el murmullo de un arroyo.

Owen se adormiló, con los ojos entornados, y a medida que se alejaban de la ciudad se iba incorporando cada vez más a la atmósfera que le rodeaba. De vez en cuando se volvía para asegurarse de que no les iba siguiendo ningún coche. Después de una hora tuvo sed, pero se palpó el bolsillo en vano, porque se había olvidado de llevarse una petaca de whisky.

Se cruzaron con uno de esos carruajes negros, de ruedas altas, tirados por un caballo esquelético, con los que los chinos en la isla hacen de buhoneros de pueblo en pueblo, y los dos chinos que ocupaban aquel iban vestidos de negro, y se protegían del sol con una inmensa sombrilla negra, de manera que recordaban a unos insectos laboriosos.

Tetua y su amiga se reían. Su risa se convertía en un acompañamiento tan regular como el leve ronroneo del motor. Cuando veía a alguien en la carretera, Tetua simulaba que quería atropellarle. Gritaba frases en broma a las casas, a los árboles.

Pasaron ante la casa de las dos mujeres. ¿Cómo se llamaban? ¡Ah, sí, las Mancelle! Tía y sobrina. Y las vieron en medio de la blancura deslumbrante de la playa. Mejor dicho, se las entrevió, porque estaban lejos, la tía, probablemente desnuda, tendida boca abajo, la sobrina sentada, con el pecho al aire —incluso desde lejos se adivinaban sus grandes pechos blandos—, con una guitarra sobre las rodillas.

Owen cada vez tenía más sed. Hubiera podido hacer que le abrieran un coco. Los había a lo largo de todo el camino, y su leche permanece fresca aun a pleno sol. Pero ¿cómo puede un Owen beber leche de coco?

El coche terminó por detenerse, no lejos de la franja de arena que unía la isla a la península. La joven indígena bajó. Una mujer muy gorda y de baja estatura apareció en el marco de una puerta, teniendo a su lado un cerdo negro a manera de perro doméstico. Al reconocer a su hija, que bajaba de un coche como aquel, también se echó a reír. La risa de todos era una risa grave, un gorgoteo en el fondo de la garganta.

—¿Podrán darme algo de beber? —preguntó Owen a Tetua.

—¿Tienes sed? Ven conmigo, Monsieur.

Le precedió orgullosamente, le hizo entrar en la casa de la que ya se consideraba el dueño. Abrió un armario, sacó vasos, una botella de ron, fue a buscar limones verdes. Y hablaba sin cesar en maorí. Era apuesto, vestía un traje blanco, con una camisa inmaculada, una corbata color violeta, zapatos de calidad y una gorra blanca. Jugaba con los vasos, con la botella, con los rayos de sol, con Owen, con la admiración de las dos mujeres y del cerdito, al que se divertía empujándole con el pie para hacerlo gruñir.

—A tu salud, mayor.

Brindaba, preparaba nuevos ponches, que las mujeres veían beber arrobadas.

—¿Qué les debo?

—Sobre todo, Monsieur, no les hables de dinero, porque se enfadarían.

Mientras volvía a conducir, ahora solo en la parte delantera, de vez en cuando volvía la cabeza para dirigir sonrisas y guiños a Owen. Pasaron ante la casa en la que se habían refugiado el telegrafista y Lotte. Luego distinguieron una iglesia que parecía un juguete, con sus paredes blancas, el tejado rojo, la aguja muy delgada. Parecía pintada por un minucioso niño sobre el papel azul del cielo, y habían puesto flores de color escarlata al pie de las paredes.

—Es aquí, Monsieur.

Había una aldea, al menos unas cuantas casas agrupadas como al azar, con cerdos rosados y negros en las callejas, vallas, setos, arbustos y flores en todas partes, y la chiquillería que alborotaba.

Owen bajó del coche y dio la vuelta a la iglesia, mientras los niños, en su mayor parte desnudos, le seguían a distancia, y Tetua permanecía de pie junto al coche, con una mano sobre el automóvil, en una actitud llena de importancia y de nobleza.

Se veía el mar al pie de una leve cuesta. Sobre la arena se hallaban esparcidos varios tarugos de madera, piraguas, algunas apenas desbastadas. En medio de este rústico astillero trabajaba un hombre, vestido solamente con un pantalón blanco, y tocado con un sombrero de pandanus de ala ancha, con la cinta adornada de conchas.

Era alto. El cuerpo macizo, un poco adiposo, daba una impresión de fuerza. Inclinado sobre una piragua a medio terminar, afilaba una de sus extremidades a fuertes golpes de escoplo, y le rodeaban virutas blancas brillantes como la nieve.

Levantó la cabeza, miró a Owen tranquilamente, sin sorprenderse…

—Buenos días —dijo.

—Buenos días —dijo el mayor—. ¿Es usted el pastor?

—Lo soy. ¿Has venido a verme a mí?

Puesto que había vivido en Europa, debía de saber que los franceses no se tutean, a menos que tengan cierta intimidad. Pero de vuelta a su país, había adoptado otra vez el tuteo, que en boca de los indígenas tiene una sencillez muy noble.

No era ni ingenuidad ni ignorancia, como entre los negros de Africa; era deliberado; aquello significaba que se consideraba al extranjero como a un amigo, que se le invitaba a entrar en el círculo de la familia.

El pastor, ¿había oído hablar de Owen? Verosímilmente no. Le miraba con ojos claros y confiados. Su casa estaba allí, muy cerca de la iglesia, una bonita casa también blanca, con el tejado rojo y una amplia veranda, a la que rodeaba un círculo de vegetación.

—¿Quieres ponerte a la sombra?

Él, con el cuerpo bronceado, los músculos libres bajo una ligera capa adiposa, trabajaba todo el día a pleno sol, y sus ojos estaban acostumbrados al centelleo del mar.

Guio a su huésped. La casa por dentro se parecía a una casa europea, con muebles bien encerados, y tapetes sobre las mesas y sobre el aparador.

—Creo que usted conoce a René Maréchal.

Aunque no se pudiera hablar de desconfianza, sin embargo hubo una sombra rápida en los ojos del maorí.

—Le conozco bien —dijo—. ¿Eres de su familia? No hace mucho que desembarcaste, ¿verdad? Sin duda con el último barco.

¿En qué lo notaba? Seguro que se veía, incluso para un blanco como el médico.

—No soy de su familia, pero he venido de Europa para verle.

Se oía a unas mujeres invisibles ir y venir en el cuarto contiguo.

Su francés era correcto. No tenía acento en el sentido estricto de la palabra. Era la voz lo que daba encanto a sus palabras, una voz profunda, metálica, que parecía venir de lejos, como la risa de las mujeres, y se imaginó que los sermones del pastor debían de parecerse sobre todo a un himno.

—Me lo han dicho, y también me han dicho que no volverá hasta dentro de una o dos semanas.

—Dos semanas… ¿Tienes sed? ¿Quieres beber?

Fue a sacar agua de una tinaja de piedra, de la que el agua salió fresca como la de un manantial. El vaso se empañó. El pastor no añadió ni ron ni whisky. Bebía con satisfacción, con avidez.

—¿Conoces bien a René Maréchal?

—No le he visto nunca.

—¿Entonces conoces a su familia?

—Conocí a su padre.

—René no le conoció.

—Lo sé.

—Su madre ha muerto.

—Lo sé.

—René no siempre ha sido feliz, pero aquí es feliz. ¿Has visto su casa?

—No.

—Si quieres te la enseñaré. Se la construyó él mismo. Pesca con arpón casi tan bien como mi hijo.

Por la ventana señaló una piragua que se balanceaba en el mar, con un hombre de pie en la parte trasera, al acecho de los peces, con el arpón en la mano, dispuesto a sumergirse y a conseguir su presa siguiéndola hasta las anfractuosidades de los corales.

—Es mi hijo. Tengo cuatro hijas.

Había en aquel hombre una sencillez que desarmaba. ¿Cómo hubiera podido tratar de engañarle?

—Me han dicho que una de tus hijas va en el mismo barco que Maréchal.

—Pueden decirlo porque es verdad, y la verdad nunca necesita que se oculte. René solo conocía Tahití. Yo nací en las Marquesas, pero vine aquí de muy niño. Marae, mi hija, nunca ha estado en las Marquesas. ¿Tú las conoces? Tienes que conocerlas. Son muy hermosas. Una tierra más agreste que la de aquí. Hay rocas a lo largo de la costa, como en Bretaña, y árboles maravillosos. Hago mis piraguas con madera de las Marquesas… Cuando se casaron…

Owen se sobresaltó, frunció las cejas, aún no estaba seguro de haber comprendido.

—… les aconsejé que dieran la vuelta a las islas a bordo del Astrolabe.

—¿O sea, que René Maréchal se ha casado con la hija de usted?

—Sí, dos días antes de emprender el viaje. Yo mismo les casé.

—¿Es metodista René?

—Se ha hecho metodista.

Y las palabras brotaban sencillamente, las imágenes eran sencillas como en un libro para niños, con colores vivos y mucha luz.

—No sé lo que quiere de él su familia, pero estoy seguro de que René es feliz aquí.

—Su padre ha muerto.

—Para René es como si siempre hubiera estado muerto.

—Le ha dejado una fortuna inmensa. Era uno de los hombres más ricos de Europa.

—René nunca ha sido rico. No creo que tenga ganas de llegar a serlo.

Sin embargo, en su voz había una leve angustia.

—Ven conmigo, Monsieur.

Le precedió al salir, sacó una llave del bolsillo y abrió la puerta de su templo. Los bancos, de madera clara, los había construido con sus propias manos. El púlpito, apenas un poco más alto, durante los oficios debía de dar una impresión muy patriarcal.

—Aquí casé a René y a Marae. Ven y verás…

Sacó de un mueble un libro de registros muy antiguo, del que pasó las páginas con respeto. La última inscripción era la de Maréchal. Allí constaba el nombre de la madre, la fecha de nacimiento, el lugar donde había nacido: París, distrito Catorce.

¡Montparnasse! La joven Arlette, que el mayor había visto en La Coupole, con la gran barriga que lucía orgullosamente.

—Espera, Monsieur…

Del mismo armario extrajo un estuche. Este, forrado de terciopelo azul marino, contenía una copa de plata, tan usada que apenas se distinguían las letras grabadas en ella.

Sin embargo pudo leer una palabra: STEVENSON. Alzó la cabeza, interrogante, y el pastor sonrió.

—Es nuestro tesoro —dijo—. Robert-Louis Stevenson. ¿Sabes quién fue, verdad? Era inglés y escribió muchos libros. Un día vino aquí, hace ya mucho tiempo, cuando yo aún no había nacido, con su barco. Vivió en la península. En aquellos tiempos ya había aquí un pastor, que también era inglés. Pero esta copa a manera de recuerdo la dio a la población. Hizo escribir:

ROBERT-LOUIS STEVENSON,

A SUS AMIGOS MAORÍES,

EN RECUERDO DE LOS AÑOS…

»Siguió su viaje. Se quedó en las islas. No quiso irse, y aquí murió. Creo que también René querrá vivir y morir aquí.

La emoción hacía temblar ligeramente sus dedos sobre la copa, cuyo metal se empañaba. La limpió con el pañuelo, volvió a guardarla en el estuche.

—Hay otros que vienen y un día se van…

Cerró el armario después de haber guardado el libro de registros, salió del minúsculo templo, y permaneció un momento en el umbral contemplando su casa, su taller en la orilla, el mar en el que pescaba su hijo.

Owen le seguía como en sueños. Trató de recordar algún momento en que hubiera sentido una emoción más o menos semejante. Evocó un claustro, con sus columnas, sus largos pasadizos de sombra, las piedras desgastadas por los siglos, por los pies de generaciones de monjes, un sol oblicuo que atravesaba una glorieta en la que cantaban pájaros.

Fue en Moissac. Se había detenido allí muy de mañana, por casualidad. Entró en la abadía, en la que era el único visitante, y se sentó en una piedra del claustro. Le había parecido que el tiempo se deslizaba con tanta fluidez a su alrededor, que hubiese querido no moverse más, quedarse allí para siempre.

—¿Quieres ver su casa?

Vieron a los niños que rodeaban el coche, y al chófer que se reía a carcajadas con ellos.

—Primero alquiló una cabaña, como todos los que desembarcan. Luego iba a menudo por donde estaba yo, y me miraba trabajar. No hablaba mucho. Era tímido. Un día me propuso ayudarme. Se hirió en el pulgar. Hice que entrara en mi casa y mi mujer le vendó el dedo, porque ella está acostumbrada a hacer esas cosas.

Se movía con mucha agilidad, y su cuerpo, visto de cerca, aún parecía más fuerte, de una fuerza tranquila, segura de sí misma, serena.

—En la cabaña había animales. Yo le pregunté por qué no se construía una él mismo, y él no se creía capaz de construírsela.

—¿Le ayudó usted?

—Un poco. Sobre todo mi hijo.

Y en sus labios la palabra hijo adquiría un valor particular. Sin duda quería a sus hijas, pero de aquel hijo, al que miraba de vez en cuando, en el deslumbramiento del lagón, hablaba con otra voz.

—¿Qué edad tiene?

—Quince años. Es casi tan fuerte como yo. René también se hizo fuerte.

Andaban uno detrás de otro por un sendero que serpeaba por entre una vegetación espesa y perfumada, con lagartos que se escurrían velozmente ante sus pies.

—No tengas miedo, Monsieur. No hay animales malos en la isla.

De pronto se encontraron ante una casa cuyas paredes casi rozaban el agua del lagón. Estaba pintada de color ocre. Su tejado no era rojo, sino verde, de un verde como comido por el sol. El pastor empujó la puerta, que no estaba cerrada, y en el interior las paredes barnizadas hacían pensar en el camarote de un antiguo barco.

Era sencillo y maravilloso. Un gran ventanal daba directamente al mar. Los muebles eran rústicos, también barnizados. Hasta en los menores detalles se advertía la mano del obrero. En un rincón se alineaban cuidadosamente arpones de todos los tamaños, y en los estantes se veían cañas de pescar, aparejos que el mayor no conocía.

Encima de la chimenea, una fotografía. Se acercó, reconoció a Arlette, la Arlette de antaño, sin duda de París, una carita juvenil y un poco arrugada, una mirada clara y temerosa a la vez.

—Es su madre.

—Ya lo sé.

—¿La conociste?

—Hace mucho tiempo.

—Fue muy desgraciada.

Sin duda Maréchal se lo había contado todo.

—Cuando vuelvan se instalarán aquí los dos. La casa es lo suficientemente grande hasta que tengan hijos.

Pestañeó.

—A no ser que René prefiera volver contigo a Europa. Porque tú has venido a buscarle, ¿no?

El mayor no se atrevió a negarlo. Hubiera sido incapaz de mentir a Tamasen.

—Hará lo que crea que debe hacer. Será la voluntad de Dios.

El pastor asomaba por vez primera a través del hombre.

—¿Crees que todo su dinero podrá llegar a darle una vida como esta?

Owen casi se avergonzaba de sentirse tan emocionado. Sus ojos parecían a punto de empañarse. Pero ¿no era debido a la resaca? Él era un viejo borracho; y la noche anterior eran dos viejos borrachos discurseando bajo la luna.

—Háblale. Dile lo que tengas que decirle.

Había que hacer un esfuerzo para evocar la cara vulgar de Alfred Mougins, para acordarse de sus palabras, de su mirada amenazadora. Todo aquello parecía tan lejano…

¿Era cierto que un hombre venido de Panamá estaba a punto de fletar una goleta para ir en busca de Maréchal? ¿Era cierto que una mujer, de la que él había creído enamorarse en la fiebre de Colón, iba a arrojarse a sus brazos para decirle: «Te quiero»?

No era posible. Era inverosímil. El mismo Londres se convertía en inverosímil, con sus millones de pequeños seres negros agitándose entre las piedras de las casas, y los señores Hague, Hague y Dobson, esperando en su oscuro despacho al problemático hijo de Arlette Maréchal.

Lo mismo que en Moissac, ¿no sentía Owen deseos de sentarse sobre una piedra y quedarse allí para siempre? Pero no. Tenía sed. Siempre tenía sed. Pensaba ya en el frescor del English Bar, en la mirada cómplice de Mac Lean al servirle un whisky doble.

No era más que un viejo animal impregnado de alcohol, como el médico, y era el alcohol lo que le hacía lagrimear.

Salieron de la casa, y el pastor estrujó las hojas de una planta olorosa que serpeaba a lo largo de la pared.

—Vainilla —dijo sencillamente—. La vainilla de las islas es la más perfumada del mundo. Ven.

Le invitó de nuevo a entrar en su casa. El chófer había encontrado una guitarra, Dios sabe dónde, y la tocaba rodeado de un círculo de niños.

¿Para qué entrar? No tenía nada que decirles. A pesar de toda su dignidad, se sentía desplazado entre ellos, se veía a sí mismo como un ser impuro.

Estrechando la ancha mano de Tamasen, murmuró:

—Haré todo lo que pueda para que…

¿Para qué? ¿Para que Maréchal se quede? ¿Para que ellos conserven a su René?

Necesitaba volver a sumergirse en la realidad, ver de nuevo las cosas tal como son, y no como sobre una cándida imagen que representase el paraíso terrenal.

—Vuelve cuando quieras. Siempre serás bien recibido.

Les había llevado la inquietud. Cuando el coche arrancó, al volverse vio al pastor que, con la cabeza un poco inclinada hacia delante, volvía a su trabajo y recogía lentamente sus herramientas.

No sintió vergüenza cuando, al recoger a su amiga, Tetua le invitó, con un guiño, a ir a beber. Tetua le conocía. Para descubrir los defectos y los vicios de los blancos, los indígenas tienen una especie de adivinación.

Bebió. ¿Por qué no iba a beber? ¿Acaso era él quien vivía en la casa próxima a la iglesia, quien pescaba con arpón, quien se había casado con la hija del pastor?

Los gorjeos recomenzaron en la parte delantera del coche. Y este se detuvo en el lugar en el que una cascada, que descendía de la roca, formaba un lago de agua límpida y helada a la derecha de la carretera.

—¿Te importa esperar cinco minutos, Monsieur?

La pareja saltó del coche. Tetua se quitó su elegante traje blanco, y se irguió, oscuro y pulido como un bronce, sin más que la mancha blanca de sus calzoncillos. Su amiga, con la misma naturalidad, se quitó por encima de la cabeza el vestido de rayas rojas. Llevaba los pechos desnudos, ya llenos de savia, y unas estrechas bragas.

Como dos animalillos, se zambulleron en el agua, salpicando a su alrededor y jugando a perseguirse.

«No, señor Alfred…».

¿Qué le pasaba ahora? ¿Iba a volver a empezar con sus letanías?

«No soy el hombre que usted ha descrito tan malignamente. Soy un viejo animal. Sé que soy un viejo animal. Pero sepa que…».

Los jóvenes, todavía con el cuerpo mojado, volvían a vestirse, y el coche arrancaba de nuevo. Pasaron otra vez ante la casa de las señoras Mancelle, que ya habían terminado su baño de sol, y a las que no vieron.

«En el fondo, doctor…».

¿A qué esperaba para actuar? ¿Qué sucedería si, como el doctor Bénédic preveía, no sin cierto sadismo —aunque hay que aclarar que estaba borracho—, Alfred conseguía desembarazarse de Owen?

Aquella mañana la goleta aún seguía en el puerto. Mac Lean había dicho que se necesitaban cuatro días para que pudiera hacerse a la mar. ¿Era seguro?

Ahora tenía miedo de no encontrarla en su lugar al llegar a Papeete. Mougins ignoraba la boda de René. Aún confiaba en los atractivos de Lotte.

¡No! Era demasiado tortuoso para conformarse con ese método. Un falso Maréchal para él era mucho mejor que el verdadero. Y para hacer posible el falso Maréchal, bastaba que el verdadero sufriese un accidente.

—Más aprisa, Tetua.

Tetua, echándose a reír, pisaba alegremente el acelerador. Era un juego. Para ellos todo era un juego. Se acercaban a la ciudad. Por encima de los tejados podían verse los dos palos de la goleta.

—A Correos.

—¿A Correos? —repitió el indígena sorprendido.

—Sí. O, mejor dicho, no. Antes para un momento en el English Bar.

Empujó la puerta vidriera. No debía de tener su expresión habitual, porque Mac Lean le miró con asombro. Eran las tres de la tarde, la hora hueca, la hora en la que el mayor hubiera tenido que estar durmiendo la siesta. No había comido, no había abierto la cesta del señor Roy.

—Un whisky doble.

Era lo que le correspondía. Y abrazaba el bar con una mirada acariciadora en la que brillaba una lucecita de ironía.

—¿Ha ido a la península, Sir?

—He ido, Mac.

—¿Y qué?

Nada. No tenía nada que decir. Todo lo demás era solo para él.

—Mougins ha venido dos veces esta mañana, y no acostumbra hacerlo. Tengo la impresión de que le buscaba.

—¡Ah!

—Ha puesto a no sé cuántos hombres trabajando en la goleta. Según alguien que entiende en esas cosas, podría estar en condiciones de hacerse a la mar esta misma noche.

—No creo que lo hagan.

—¿Hay alguna novedad, Sir?

—¡Rápido! ¡Otro whisky doble! Si viene el doctor, dile que estaré de vuelta dentro de media hora.

A Correos. Tuvo que despertar al empleado, que dormitaba detrás de su ventanilla.

—Quisiera enviar un cable a Londres.

—Aquí tiene los impresos.

Hizo varios borradores, y finalmente puso el texto en limpio con mucho cuidado.

—Eso va a costar muy caro, señor…

—No importa. Pero le ruego que me firme el recibo en esta copia.

—Si se empeña…

—En Papeete hay un cónsul inglés, ¿verdad?

—Un vicecónsul: el señor Jenkins. Los grandes almacenes Jenkins, que están justo enfrente del puerto.

Allí vendían de todo; comestibles, vinos, maquinaria agrícola, accesorios de coche y de barcos, ropa para hombres y mujeres…

—Señor Jenkins…

—Precisamente acaba de salir. ¿Es personal? Espere. Un instante…

Un coche estaba a punto de arrancar, y al volante había un hombre con traje blanco.

—Señor Jenkins, señor Jenkins… Un caballero quisiera hablar con usted.

Un despacho cómodo y fresco, en el que zumbaban tres grandes ventiladores que hacían volar los papeles.

El mayor habló durante unos diez minutos. Su interlocutor, que parecía sorprendido, copió lentamente el cable que le tendían.

—Perfectamente, mayor. Haré lo que me pide. Mi cable saldrá esta noche.

Le acompañó hasta la puerta, cruzando los almacenes.

—¿No tiene usted un poquito de miedo?

Owen se encogió imperceptiblemente de hombros.

—A pesar de todo, sea prudente.

El médico aún no había vuelto por el English Bar. ¿Aún estaba durmiendo la borrachera del día anterior? La muchacha indígena había desaparecido. Tetua, muy orgulloso, seguía al volante.

—Mac, tendría que ver a Mougins lo antes posible.

—O mucho me engaño, Sir, o se ha quedado en la ciudad. Donde más fácil será encontrarle será en el barco.

«No, señor Alfred…».

Sonrió imperceptiblemente. Siempre la misma canción. ¡Se acabó! ¿Qué importaba ya lo que Mougins podía pensar de él?

Estaba sentado al lado del chófer. Casi tenía ganas de reírse con él, como lo hacía poco antes la muchacha del vestido a rayas. ¿Por que no? ¿Acaso no les gastaba una buena jugada a todos?

¡Sobre todo a él!

¡Animo, mayor! Dentro de poco ya habrá terminado. Con tal de que Mougins esté a bordo…

Estaba a bordo. Desde el muelle se le veía en compañía del señor Oscar y de otros blancos a los que Owen conocía de vista. El sol caía casi verticalmente. Unos indígenas casi desnudos franqueaban sin cesar la larga pasarela llevando sobre la cabeza pesados fardos. La pasarela oscilaba. Era casi como un baile.

La cruzó también, y los que estaban a bordo le vieron acercarse no sin sorpresa.

Cuando saltó el empalletado, Mougins no se movió, mantuvo una mirada muy dura fija en él, como cuando pronunció aquellas palabras amenazadoras.

—Creo que es inútil que se haga a la mar, Mougins —le dijo sin preámbulo.

Un silencio. Seguían mirándole, y él tenía la impresión de que les plantaba cara a todos.

—¿Quiere que hable delante de estos señores?

Casi insensiblemente, Alfred se dirigió hacia la proa del barco, abriéndose paso por entre el amontonamiento de jarcias y de velas. Se detuvo bajo un mástil, y el mayor levantó la cabeza, porque oía ruido encima de él. En las alturas, dos marineros trabajaban en el velamen, y se preguntó si no corría el riesgo de que le cayera algo en la cabeza.

—Acabo de mandar a Londres un cable que puede interesarle, o tal vez cambiar sus proyectos.

No tenía miedo, aunque era consciente del peligro. Solo los indígenas iban y venían entre el muelle y el barco. Nadie, salvo los amigos de Mougins, que le miraban desde lejos, les prestaba atención. Como mínimo, se arriesgaba a recibir un golpe, y le daban horror los golpes, el ruido sordo que hace un puño al golpear fuertemente una cara.

Tomándose tiempo, sacó el cable de la cartera y lo tendió.

«Hague, Hague y Dobson, solicitors,

14 Fleet Street, Londres.

René Maréchal, hijo Arlette Maréchal y Joachim Hillmann actualmente Tahití stop casado 12 febrero templo metodista de Taiarapu con hija pastor stop recibirán confirmación telegráfica por cónsul Papeete.

Mayor Owen».

Sus ojos reían como los ojos de los jóvenes indígenas. Mougins releyó dos veces el documento y levantó lentamente los ojos hacia su interlocutor.

—¿Ha hecho usted eso? —articuló con voz apenas contenida.

Owen esperaba el golpe, lo esperaba hasta el punto de que cerró los ojos.

«No, señor Alfred», sentía deseos de cantar.

La copia del cable cayó suavemente sobre cubierta, y Owen se agacho para recogerla. Entonces el otro dio un puntapié al papel y lo mandó más lejos, rozando así la mano del inglés, pero sin tocarla.

Una vez más le miró de hito en hito. Luego se alejó para reunirse con sus amigos, y fingió desinteresarse del mayor.

Eso fue todo. Owen volvió a su coche. Cuando subió a este, a bordo del barco los blancos mantenían una animada conversación.

—Al English Bar.

En el momento de empujar la puerta, Owen se detuvo un momento como un comediante que hace una pausa, con la sonrisa de un comediante. Pero solo para él representaba aquella comedia. Lentamente, con unción, con un ademán casi acariciador, tocó por fin la puerta, la empujó, como aquella mañana el pastor de Taiarapu había empujado la puerta de su templo.

¿Acaso aquel no era ya su templo?

—Se le saluda, doctor.

Este frunció las cejas, creyendo que el mayor ya estaba borracho.

—Tenía usted razón… Creo que puede inscribirme como miembro permanente del Cercle Colonial.

Mac Lean y Bénédic aún no comprendían. Maquinalmente, el antiguo jockey le sirvió de beber.

—Aunque a condición de que no sienta usted tantos celos, y me permita de vez en cuando ir a ganarme la vida en el Yacht Club. No tenga miedo, seré discreto. Aquí no necesitaré mucho dinero para vivir.

Sonreía. Tenía los ojos saltones, la cara mofletuda. Se vio en el espejo entre las botellas, se quedó confuso al leer tanta emoción en su rostro.

—Yo también tengo ganas de encanacarme, doctor.

¿Podía hacer otra cosa?

La goleta no se hizo a la mar. El Astrolabe volvió al puerto doce días después, y Mougins, lo mismo que Lotte, formaban parte del gentío que lo esperaba en el muelle.

Se vio desembarcar a un joven alto y delgado, con el pecho desnudo, en compañía de una indígena de atractivas formas, que sonreía con todo su rostro, con todo su cuerpo sano y ardiente.

El pastor fue hacia ellos. Cambiaron unas frases en el muelle, un poco apartados del gentío. René Maréchal, con aire preocupado y torpe, avanzó hacia Owen, cuya presencia le habían indicado.

—¿Señor…? —dijo interrogativamente.

—Yo fui quien le mandó el cable en su última escala. Joachim Hillmann le ha hecho heredero de toda su fortuna.

—Muchas gracias —dijo secamente—. Supongo que no estoy obligado a aceptarla…

—Desde luego que no.

—¿Vuelve usted a Europa?

—Me quedo en Tahití.

Eso fue todo aquel día. Maréchal ni siquiera reconoció a Lotte entre la gente. Junto con Tamasen y su mujer subió a un taxi que les condujo hasta la península.

Unos días más tarde, el Aramis a su vez llegó al puerto. El gobernador acompañó a bordo al señor Frère, el inspector de las colonias, que se apoyaba en su brazo.

Según la costumbre tahitiana, los amigos de los que se iban les llevaron collares de tiaré, que estos debían ponerse al cuello. El señor Frère, que había adelgazado, que estaba más moreno y que ahora lucía una perilla muy puntiaguda, con tantas flores alrededor del cuello parecía un Don Quijote con gorguera.

Li, el camarero, tuvo un poco de miedo al ver que el norteamericano volvía a subir a bordo. El barman ya alargaba la mano hacia una botella de whisky cuando Wilton C. Wiggins, a quien apenas se distinguía de un indígena, hasta tal punto estaba bronceado, pidió un ginger ale.

El comisario de policía condujo hacia un camarote al falso Georges Masson, el exsecretario del juzgado, tan divertido, al que sus amigos fueron a despedir, y a quien el capitán tenía el encargo de «dejar plantado» en Panamá a fin de evitar complicaciones.

Mougins y Lotte, con muchos collares de flores, estaban acodados en la borda, en la cubierta superior, cerca del bote en el que la joven había hecho la travesía.

—Vamos a tomar una copa —suspiró el doctor a su compañero—. Es una tradición.

El capitán Magre fue a su encuentro y les estrechó la mano.

—¿Regresa con nosotros, mayor?

—Me quedo con el mayor —intervino Bénédic—. ¿No ha observado usted que ya_ no es el mismo? En su próximo viaje comprobará que se ha encanacado del todo. Estaba maduro para ser de los nuestros. Para mí, un pernod; whisky para el mayor, Bob… Hasta los bordes.

«No, no, doctor, yo no soy…».

¡Bueno! Aquello se había convertido en una manía. ¿Es que Owen iba a adoptar la costumbre de los soliloquios? Sin embargo, el médico se equivocaba. No era exactamente así.

«No, no, doctor, no es que esté maduro. O, mejor dicho, no lo estaba… Solo que…».

¿Solo qué? ¿Es que iba a hablar de René? ¿De René, a quien no conocía, y de quien ya había acabado por pronunciar el apellido con el mismo acento que el pastor de Taiarapu?

No estaba maduro. O no del todo. Todo se andaría. Pero si le sucedía aquello es porque había aceptado…

«¿Comprende la diferencia, doctor…?».

No se lo diría. No se lo diría nunca. Cada vez se parecerían más el uno al otro.

—A su salud, mayor.

—A su salud, doctor.

—A la salud del Cercle Colonial.

Del que serían, si era preciso, los dos últimos miembros. Al igual que, en el muelle, fueron los dos últimos en ver cómo el Aramis se alejaba.

Coral Sands, Bradenton Beach (Florida),

20 de abril de 1947