8

«No, señor Alfred… A primera vista, sé perfectamente que usted parece tener razón. Pero, con toda honradez, debo decirle…».

Estaba solo en su cuarto, tendido en la cama, viendo a su alrededor un cálido polvillo de sol. Era la hora de su siesta. Tenía la cara más congestionada que de costumbre. Al volver para el almuerzo, la señora Roy se le había quedado mirando, y luego había comentado que casi no comía.

A propósito, para tomar el caso de la señora Roy, por ejemplo. ¿Había de veras un cambio de actitud respecto a él, o bien todo eran imaginaciones de Owen?

La mayoría de los antiguos clientes, de los amigos, la llamaban «mi querida señora Roy».

El mayor no se hacía ilusiones acerca de ella. Había conocido a otras, de aquella misma edad, gordezuelas y sonrientes como ella, que ejercían la misma profesión, con un marido en la cocina, y sabía que si son todo mieles con los buenos clientes, pueden endurecerse instantáneamente cuando está en juego su dinero.

Había mirado fijamente a Owen. Le había dicho:

—Tendría que ir con cuidado…

Y ahora le parecía que el tono era particular. Más exactamente, que estaba a punto de mostrarse dura si llegaba el momento.

En resumen, que estaba a la expectativa, sin atreverse ya a ser demasiado amable, sin atreverse a pasarse demasiado aprisa al bando contrario.

«No, señora Roy…».

Estaba confuso. Sentía la cabeza pesada, llena de polvillo de sol, como la habitación. Respiraba lenta, profundamente, como un hombre dormido; llegó incluso a roncar, y sin embargo seguía despierto. Continuaba sabiendo dónde estaba. Se situaba con toda exactitud en el espacio, permanecía atento a los ruidos del hotel, del jardín, de la calle, a los rumores más lejanos de la ciudad.

En un momento determinado, por ejemplo, descubrió que respiraba al ritmo de esta. Porque la ciudad respiraba. Cada una de las cálidas capas de aire que se pegaban a la tierra roja, a los árboles, a las casas, que envolvían a las personas en la calle dotándolas de una especie de aureola, no solo vibraba con sonidos y luces: también tenía su propia palpitación, lenta y como entumecida. Cuando echaba la siesta a bordo del Aramis o de cualquier otro barco, Owen sentía también la respiración del océano, se las ingeniaba para compartir su ritmo.

«Usted parecía tener razón, señor Mougins, y sin embargo se equivocaba. Su primer error ha sido el de ser demasiado brutal…».

Aún sentía un malestar físico. Sentía horror por la brutalidad bajo todas sus formas, y Mougins había sido brutal con él, desde luego, con palabras… ¿pero acaso no es esta la peor de las brutalidades?

«Como ha visto, yo no quería responderle… Y usted ha sacado la conclusión de que era el más fuerte, el más listo, de que tenía razón… No, señor Alfred…».

Era una obsesión. Algo que crecía dentro de él como una manía, y que alimentaba a pesar suyo.

«Ante todo, yo no soy un hombre como Joe Hill. En algún momento podíamos tener el mismo sastre, frecuentar los mismos hoteles y los mismos casinos, y como esos son lugares inaccesibles para usted, y a los que mira de lejos con envidia, se figura que todos los que entran allí pertenecen a una única especie. ¡Le comprendo muy bien, señor Alfred! También yo esta mañana, por raro que le parezca, he estado a punto de creerle, y hasta me pregunto si no he sentido vergüenza de mí mismo. Ha querido usted desnudarme malignamente delante de esa joven que me miraba con indiferencia. ¡Dios mío! ¡Con qué indiferencia me miraba! Como si no fuera más que un enorme insecto. Apenas una pizca de curiosidad animaba de vez en cuando sus ojos. Solo las mujeres pueden mirar así a otro ser humano, y aún hay imbéciles que aseguran que son ellas las que conocen la compasión. Ya ve, señor Alfred…».

Una bicicleta, varias bicicletas que pasaban bajo las ventanas, muchachas indígenas sin duda, con sus vestidos de color claro. Bajo el casquete azul de Papeete siempre había un sordo ruido de fondo, un rumor de vida muy lenta, y Owen empezaba a sentir que aquella vida le penetraba en la sangre.

En el primer piso de la fonda de Marius las bellas maoríes del La Fayette y del Moana, dormían en destartaladas habitaciones, con la mano sobre el vientre desnudo, con todas las puertas abiertas, y de vez en cuando una de ellas se rascaba, gemía en sus sueños o hablaba dormida.

Toda la ciudad echaba la siesta. Detrás de todos los mosquiteros había gente en las camas, y los niños, también semidesnudos, se habían adormilado en los umbrales.

«Usted es un hombre duro, señor Alfred… Lo dice y lo repite muy satisfecho. Está orgulloso de serlo. Usted le rompería los morros, para emplear una expresión que sin duda le gusta, a quien se atreviera a acusarle de ser blando o tierno…».

»Bueno, pues yo soy blando. Todo lo duro me hace daño. Incluyendo el contacto del metal. Mire, no me atrevería a tocar una navaja como la que usted manejaba esta mañana con tanta soltura. Me basta ver un martillo para que me haga daño, y yo soy de esos que siempre se pillan los dedos cuando tienen que clavar un clavo. De muy niño ya era así. Tenía miedo a caerme porque los adoquines de la calle son muy duros. Si dos compañeros se peleaban, cada puñetazo me resonaba en el pecho… Algunos se burlaban de mí y me llamaban niña… Porque tenía la piel suave y las facciones regulares, como una chica… Ya ve, cuando digo que se ha equivocado, es que se ha equivocado. Me ha hecho mucho daño, tal vez sin proponérselo, porque es su temperamento, quizá también porque en el fondo necesitaba defenderse de sí mismo…

»¿Y si le dijera que he estado a punto de creerle, que casi me avergonzaba de mí mismo al regresar a Papeete, y que he perdido el apetito y no he almorzado?».

Estaban preparando hortalizas en el patio, bajo su ventana, y se oía cómo las patatas caían una a una en un cubo de esmalte. Sudaba, la almohada estaba húmeda. Respiraba su propio olor, y ello le proporcionaba cierta satisfacción. Cuando era muy niño también jugaba en secreto a olerse la piel, sobre todo los días en que hacía mucho calor.

«¿Por qué no voy, también yo, a contarle una historia? Usted me ha hablado de su madre, que vendía periódicos. La mía no vendía periódicos. Su padre era un hombre rico, lo que llamamos en nuestro país un gentleman farmer. Seguro que los ha visto en grabados ingleses, sobre todo en los grabados de caza, con chaqueta roja y gorra de terciopelo. Era la época de mi abuelo Landburry. Era Baronet. Le llamaban Sir. Imagino que ya le detesta, ¿no? Dicen que me parezco a él, que era blando y un poco adiposo como yo, con algo un poco más infantil en la expresión…

»Le gustaban los caballos, los perros, podía presidir con competencia y dignidad un concurso agrícola, había leído algunas novelas de Walter Scott, y cada día dedicaba unos minutos a un pasaje de la Biblia.

»Usted no puede comprender, señor Alfred… No se ofenda. Era un buen hombre, un hombre honrado en toda la extensión de la palabra, y educaba muy convenientemente a sus siete hijas. Su mujer murió en el momento de dar a luz a una octava, y entonces él solo tenía treinta y seis años. Era más joven de lo que yo soy ahora. Siempre fue más joven que yo, porque murió a los cincuenta años. Yo le he dejado hablar, ¿no? Pues entonces déjeme hablar ahora a mí. Figúrese que una vez viudo se le metió en la cabeza —y le metieron en la cabeza— ser miembro del Parlamento. Para eso empezó a frecuentar a los políticos. Los políticos le presentaron a financieros.

»Y se olvidó de sus caballos, de sus perros y de sus hijas. Hacía frecuentes estancias en Londres, y, como gastaba mucho, se sintió tentado cuando sus nuevos amigos le dijeron que podía ganar mucho dinero especulando.

»El fruto estaba en sazón, señor Alfred, lo que usted llamaría un primo.

»Cinco años después mi abuelo no era miembro del Parlamento, pero había perdido la mayor parte de su fortuna. Le quitaron lo que le quedaba. Por qué conformarse con menos. Solo le quedaron sus hijas, y cuando por fin comprendió que las había dejado en la miseria, se murió, con lo cual no se arreglaba nada.

»A mi madre la educaron, en cierta manera, por caridad, y se dio por muy satisfecha al casarse con un modesto oficial del ejército de la India. Yo no llegué a conocer a mi abuelo Landburry, pero me hablaron tanto de él que para mí es alguien más vivo que usted. Y su castillo, que fui a ver en Surrey. Y todas mis tías pobres, las otras seis hijas, que se quedaron todas solteras.

»A causa de Sir Landburry, señor Alfred, nunca he tenido sobre la honradez las mismas nociones que mis compañeros. Piense que en Oxford tenía como condiscípulo al nieto de uno de los que habían arruinado a mi familia. Con él aprendí a ganar jugando a las cartas, y si era necesario, a ayudar a la suerte. Yo no soy un rebelde. Tampoco soy un hombre duro. Parecía usted insinuar que yo era un cobarde, y le juro que se equivoca. Dígame, ¿qué otra cosa hubiera podido hacer?».

Se oyeron pasos en la escalera. Llamaron a la puerta. Estuvo tentado de no responder. Era el criado indígena.

—Preguntan por ti al teléfono, Monsieur.

Se vistió apresuradamente, se peinó un poco, vio en el espejo su cara abotargada y sus turbios ojos saltones.

—Diga…

Sí, ¿qué otra cosa hubiera podido hacer, salvo ganarse la vida como un modesto empleado de Fleet Street?

—¿Es usted, mayor? Aquí Georges Weill. ¿Vendrá esta noche al Yacht Club? ¡Oh, sí, contamos con usted! Tiene que damos la revancha.

¿Sentía simpatía por él o le tendía una trampa?

—Si se empeña… Estoy muy cansado.

—¿A las nueve en el English Bar? Si no me encuentra allí, vaya directamente al club, ahora ya conoce el camino.

El bar del hotel estaba desierto. Vio al barman en la cocina, cuya puerta había quedado abierta. Le gustaba encontrarse así, como entre los bastidores de un hotel, en los momentos más tranquilos. El barman estaba adormilado.

—Un whisky, por favor.

Era demasiado tarde para volver a acostarse. Y emprendió, pues, los ritos de cada día. Después de subir a su cuarto, se duchó y volvió a arreglarse, sin interrumpir su diálogo con un Mougins invisible.

«… Ya ha oído a Georges Weill, a quien sus amigos llaman Tioti. Es él quien me llama. Sí, también tiempo atrás eran los otros quienes me llamaban. Las personas muy ricas necesitan tener a gente a su alrededor. Me invitaban para los fines de semana, para las vacaciones. Un amigo que tenía un yate me suplicó que le acompañase a hacer un crucero. Al parecer, yo era divertido, señor Alfred. Y así, como amigo de los que pasaban allí el invierno, conocí la Costa Azul.

»A diferencia de usted, yo no les guardaba rencor porque fueran ricos. Pero, como sabía de qué manera se hace uno rico, tampoco les admiraba. Yo no sentía ningún respeto por el dinero.

»Lo necesitaba a menudo, lo necesitaba siempre, porque aunque me diesen el techo y la comida, quedaba pendiente la cuestión de mis necesidades personales.

»Y empecé a ganarme por mí mismo lo que me faltaba, de la forma que usted ya sabe. Puse en ello una cierta coquetería. Es mucho más difícil de lo que podría usted creer. Pide un entrenamiento de todos los días, tacto, una gran rapidez en las decisiones… Sin paradoja, para mí se convirtió en una especie de juego.

»¿Comprende ahora que no soy, que nunca he sido un hombre de la misma clase que Joachim? Yo estaba muy sereno. Me tomaba la vida como venía. Pasaba con indiferencia de un hotel de lujo de los Champs Élysées a un hotel barato del Quartier Latin. Mi madre había muerto. Poco después mi padre murió en un accidente de caballo en Simla. Yo no tenía más preocupación que la de vestirme. Y envejecía muy lentamente, año tras año, sin darme cuenta tampoco de que estaba solo…».

Bajó las escaleras, se puso al volante de su coche. Era la hora del English Bar, la hora en que Mac Lean se agazapaba detrás de su mostrador como un diablo en el fondo de una caja con muelles.

¿Es que el antiguo jockey empezaba realmente a estar harto de él? ¿Tenía la impresión de que Owen iba a terminar por crearle problemas?

«No, señor Alfred…».

Tenía que acabar de poner las cosas en su sitio. Todo lo que le había dicho aquella mañana no lo había digerido. Había que puntualizar aquellas cuestiones.

«Cuando conocí a Joachim yo estaba en un período que podríamos llamar medio. Ni hotel de lujo ni pensión de mala muerte. Un buen hotel en Montparnasse. Quien era pobre era Joachim.

»Usted no le conoció, señor Alfred, y se hace una idea equivocada de él… Era bajo, muy delgado, inquieto como el azogue, con unos pelos rojos muy tiesos sobre la cabeza, como llamas… Un diablo. El barman de La Coupole le llamaba el Diablo. Nunca tenía tiempo de sentarse para tomar un aperitivo. Lo tomaba de pie, mientras pagaba con la otra mano, y enseguida se metía en un taxi o se encerraba en una cabina telefónica.

»Eran los buenos tiempos del cine, y Joachim, que se había ido de la casa de su padre, como se hubiera ido de cualquier otro lugar en el que hubiesen querido retenerle, corría de un estudio a otro, ayudaba a un director o intervenía en un montaje; incluso tomó parte en varias películas, que aún deben de poder verse.

»Creo que en alguna ocasión le presté dinero. Eso no tiene importancia. En Montparnasse el dinero no tenía mucho valor. A menudo se conformaba con cenar a base de cruasanes y de cafés con leche, y sin embargo, en aquellos tiempos tenía una amiguita, una muchacha muy joven y muy rubia, un poco gordezuela, con ojos grandes y cándidos: era Arlette Maréchal a los veinte años. A veces le esperaba durante horas ante un velador de la terraza. Cuando él se iba, se colgaba de su brazo. Escuchaba muy seria conversaciones de las que no debía de entender nada…».

—¿Whisky, Sir?

El pálido y menudo jockey salió de detrás del mostrador, extendiendo sobre sus labios su sonrisa mecánica y triste.

—Whisky.

«Ni siquiera sé si vivían juntos. Supongo que sí. Sin duda en una habitación amueblada. Fue la época en la que Joachim empezó a mostrarse más febril aún, y a adoptar aires de misterio. "Algún día", le gustaba decir con un aplomo exagerado, "todos los productores vendrán a suplicarme, y los directores también."

»Hacía antesala en los despachos de los banqueros y de los hombres de negocios. Él no se daba cuenta de su pobreza, no le hacía sufrir. No tenía necesidades, era insensible a una buena cama, a un buen cigarro, a una buena cena. No tenía tiempo. Tampoco debía de tener tiempo para acariciar mucho a Arlette. Un buen día desapareció de la circulación. Unos dijeron que se había ido a Hollywood, otros que, cansado ya de tantos fracasos, se había decidido a reemprender los negocios de su padre.

»No me acuerdo de la cronología exacta. Cuando volví a ver a Arlette, unas semanas o unos meses más tarde, estaba con un egipcio, y su cintura era ya muy redonda. Creo que después fue a Egipto, y solo mucho más tarde fue a parar a América Central.

»¿Sigue pareciéndole que Joe Hill y yo pertenecemos a la misma raza? Como tampoco yo diría que era de la de usted. Él no reivindicaba, no detestaba a nadie, no guardaba rencor a nadie. Lo que llamamos placeres no le tentaban. Más tarde llevó una existencia fastuosa. Tenía un palacete en Hyde Park, pero la mayor parte del tiempo vivía en una suite del Savoy, que alquilaba para todo el año. Invitaba a todo el mundo, se hacía fabricar en La Habana cigarros con una faja que llevaba sus iniciales, y tenía su avión y su piloto privados. Todo eso no era para él, no era lo que le gustaba. Eran solamente signos, signos de su: poder, ¿comprende? Ni siquiera estoy seguro de que no detestara los cigarros.

»Él también era duro, pero no de la misma dureza que usted, señor Alfred. Usted es un pegador. Son los huesos los que tiene duros. Él era duro para sí mismo y para los demás. Intransigente. Tenía que ser así para conseguir su objetivo.

»Y lo consiguió. A su muerte casi todas las salas de proyección del Reino Unido le pertenecían. También era propietario de otras en Canadá, en la India… Dirigir películas no le interesaba. La gloria no le tentaba. Probablemente hubiera llegado a ser un director de primer orden, pero prefirió tratar a productores y directores como si fueran sus criados.

»¡Y usted decía que éramos parecidos!

»Probablemente supo que tenía un hijo de Arlette. Claro que lo supo, puesto que lo mencionó en su testamento. No se preocupó mucho por él. No podía cargar con una mujer y un hijo en aquellos momentos, cuando se lo jugaba todo a una sola carta. Esta era su manera de ser duro. Probablemente usted no sabe cómo murió, porque no lee los periódicos ingleses. Y los periódicos no dijeron toda la verdad.

»Hace unos años, cuando ya era el riquísimo Joe Hill, conoció a una joven que procedía de la familia más modesta y más banal que se puede imaginar. Ese tipo de personas de las que se dice que son buena gente, porque no hay nada más que decir. Un cajero de banco o algo semejante. Se casó con ella, porque no podía conseguirla de otro modo, y enseguida debió de comprender, porque ella exigió hacer cine.

»¿No es un rasgo irónico por parte de la suerte? ¡Él, que fabricaba estrellas y que las despreciaba, verse obligado a convertir en estrella a su propia mujer! Diríase que la quería de veras, porque la lanzó. Ya conoce su nombre, todo el mundo lo conoce. Ahora vive en Hollywood. Pero antes, una vez satisfecha su ambición, le dijo tranquilamente a Joachim que no le quería, que estaba enamorada de otro, y pidió el divorcio. Apenas vivió tres años con él. El tiempo necesario para lanzar una estrella el hombre que disponía de todos los medios del mundo. Trató de retenerla. Durante meses la siguió paso a paso, e incluso dicen que a veces se ponía de rodillas ante su puerta, sollozando. Después de los plazos legales, se casó con el actor del que estaba enamorada. Y él, el hombre traicionado, aún la hacía trabajar en las películas de sus compañías, para que siguiese en Inglaterra, manteniendo así una vaga relación entre ellos.

»Mientras rodaban, él estaba oculto detrás de un decorado. Ya se encontraba enfermo. Viviendo como él vivía, el desgaste es muy rápido. A veces el corazón le fallaba. Una noche estaba en un cabaret, solo, porque sabía que ella iba a acudir allí con su marido. Ella volvía de un largo viaje, y llevaba varias semanas sin verla. Cuando la vio entrar sufrió un síncope cardiaco y cayó al suelo, cerca del cubo del champaña. En su agonía vio cómo pasaba a su lado. Sin detenerse. Vio sus zapatos de gala a pocos centímetros de su cara.

»Los camareros, el maître, acudieron enseguida. Se lo llevaron en una ambulancia, y al día siguiente por la mañana murió en una clínica. Reconozca, señor Alfred, que ni usted ni yo somos de esa raza.

»¿Cómo lo ha dicho usted? ¡Ah, sí! Que en resumidas cuentas represento a su familia paterna. Usted representa la de la madre, la de Arlette, claro… Se equivoca, se equivoca de medio a medio…».

—Otro whisky, Mac.

Hacía veinticuatro horas que estaba bebiendo mucho, era verdad. Toda su vida había bebido mucho. Por eso no valía la pena dejarlo correr. Un alcohólico que deja de beber, ¿no es un hombre acabado?

—¿Sabe algo más de la goleta, Sir? Parece que han llegado a un acuerdo.

—¿Cuándo se van?

—Tardarán un poco. Necesitan cuatro o cinco días para hacer reparaciones.

Era gracioso. Ahora casi le daba risa la manera como le miraba la gente. Todos, incluso Mac, parecían estar divididos entre la simpatía y la desconfianza. Como si fuese para ellos un problema.

—¿Sabes, Mac? El abogado Weill me ha telefoneado. Quiere que esta noche vuelva al club.

—Haga usted lo que le parezca mejor, Sir.

—¿Tú qué harías?

—Yo nunca he jugado a las cartas, Sir. Todos mis problemas se debieron a un caballo que drogué porque me prometieron mucho dinero. No era la primera vez que lo hacía, se lo confieso. Esta vez, no sé por qué, vacilaba. Fue un escándalo terrible, no pude volver a pisar un hipódromo.

—¿No eres feliz aquí?

—No me quejo, Sir. Pero también aquí hay que poder quedarse.

—¿Nunca bebes?

—Nunca, Sir. ¡Sirvo tanto de beber!

Entró el médico, titubeó, se dirigió hacia el bar, se volvió hacia Owen y saludó sin demasiada cordialidad.

—Buenos días, mayor.

También para él, Owen tenía ganas de seguir con su discurso.

«No, doctor. Usted se ha formado de mí una idea completamente falsa. Mire, de todas las personas que he conocido aquí, usted es quien más se me parece, por lo tanto es el que debería comprenderme mejor.

»Para empezar, usted bebe. Lo más divertido es que Mac Lean, que nos sirve de beber durante todo el día, nos desprecia un poco a causa de eso. A su manera, es una especie de puritano. Probablemente hace trampas, no en el juego, sino en otras cosas. No se lleva un bar sin tener algo que ver con asuntos turbios. No obstante, si los suyos le parecen anodinos, nos juzga con severidad a usted y a mí. Conserva de su niñez una imagen del médico muy distinta de la que usted representa. En cuanto a mí, debe de preguntarse si aún tengo derecho a que me llamen gentleman.

»¿Sabe usted cuándo empecé a beber? Es difícil decirlo. No se sitúa con mucha exactitud en el tiempo. Como le decía hace un momento al señor Alfred, he empezado a envejecer muy lentamente. Ignoro cómo envejecen los demás. Debe de ser distinto para los que tienen una familia, una profesión, ambiciones, seguro que es otra cosa para los que están solos, como usted y como yo, para quienes todos los días se parecen.

»Esta mañana, mientras me afeitaba… Es terrible verse obligado a pasar un cuarto de hora mirándose al espejo. Empecé por verme las facciones más carnosas, y luego hinchadas. Algunos días mi breakfast no tenía el mismo sabor que de costumbre. Va usted a reírse, pero me purgué, tomé polvos, píldoras…

»Evidentemente, no tenía nada que ver. No era en mi interior donde había algo que no funcionaba, sino en tomo a mí. Me sentía flotar en algo que era inconsistente, ¿me comprende? Mougins aún no ha llegado a eso. Ignoro si le sucederá. Tal vez le matarán antes… Esta mañana me ha dicho una cosa terrible. No consigo acordarme de las palabras que ha usado. Ni siquiera sé exactamente lo que quería decir. Ha hablado de otras posibilidades. Dentro de nada me acordaré. Antes tengo que poner en claro una cosa, con él y conmigo. Figúrese que, durante nuestra conversación, ha habido momentos en los que era yo quien me sentía avergonzado. Hubiera acabado por hacerme sentir repugnancia de mí mismo.

»En resumidas cuentas, empecé a beber para sentirme más seguro. Porque a mi alrededor las personas y las cosas perdían poco a poco su realidad. Vamos, doctor, digámoslo crudamente: bebemos porque nos sentimos solos, y a partir de cierta edad eso es insoportable. Por eso cuando leí el anuncio en el Times… Claro, usted no está al corriente. No importa».

Continuaba su monólogo interior sin dejar de escuchar distraídamente la conversación que el médico y Mac Lean habían entablado a media voz.

También Bénédic debía de ir por noticias al bar del antiguo jockey.

—¿Sabes, Mac, cuánto ha pagado Oscar por la goleta?

—Dicen que ya ha dado veinticinco mil al contado por un mes, doctor.

—¿Y nadie sabe para qué la quiere?

Mac miró de reojo al mayor y guardó silencio.

—Hay quien dice que todo eso tiene que ver con el Astrolabe. Aseguran que ha estado haciendo preguntas acerca de un tal René Maréchal, que va a bordo. Nuevo ademán evasivo del barman, que parecía decir a Owen: «Ya ve que soy discreto».

Entonces el médico se volvió hacia el inglés. Su curiosidad era más fuerte que su rencor.

—Dígame, mayor, me han dicho que esta mañana ha ido usted a visitar a ese granuja de Mougins…

—Exacto, doctor.

—Se dicen muchas cosas acerca de usted. Cuando se desembarca en una isla como la nuestra, es imposible evitarlo. La gente se pregunta qué ha venido a hacer aquí, y se dan explicaciones muy complicadas. Como ve, le hablo con toda franqueza. A mí me da lo mismo. Que usted prefiera el Yacht Club al Cercle Colonial, o la compañía de Tioti y de sus amigos a la mía…

»Ya sé… Tal vez haya una razón, ¿no? Porque fue a la península, y fue usted quien se trajo al telegrafista. Confiese que sabe mucho más de lo que quiere reconocer acerca de René Maréchal.

Owen ni siquiera vaciló.

—Exacto, doctor.

—Que conste que no le pregunto nada. Todo acabará por saberse un día u otro. La agitación de la gente en casos como este me recuerda a la de los microbios. Todo empieza con una excitación insensible, que acaba siendo un verdadero hormigueo. La piel se hincha, se pone tirante, reluce, se forma una cabeza, y de pronto el absceso se vacía de golpe. Veré cómo revienta el absceso, mayor. Y sospecho que toda esa historia gira en torno a René Maréchal. Voy a darle una prueba de que le guardo mucho menos resentimiento del que usted cree.

¿Acaso también él ya echaba de menos la compañía del mayor, y consideraba que dos días de soledad era un precio demasiado alto para su enfado?

—Hay un pequeño detalle que aún se ignora. El Astrolabe lleva unos quince pasajeros. Como de costumbre, dos o tres gendarmes y un misionero. En las pequeñas islas del archipiélago son los únicos personajes que cuentan. Y además indígenas de las Marquesas o de las Paumotu, que querían ver Papeete, que para ellos es la gran ciudad, la Ciudad-Luz, y que ahora volvían a sus casas. Pero también había una mujer, una maorí, que no iba a ninguna parte. Un indígena al que he atendido esta mañana me ha dicho que en realidad acompañaba a Maréchal…

—¿Está seguro?

—Casi del todo.

—¿Sabe dónde vivía?

—Es la hija del pastor metodista de Taiarapu. Además de su ministerio, que no le da mucho quehacer, es constructor de piraguas. Él es quien hace las piraguas más finas y más rápidas. Cada año, el 14 de julio, ganan todas las carreras de velocidad. La cabaña de Maréchal solo está a trescientos metros de la suya, y creo saber que en estos últimos tiempos Maréchal asistía a los oficios. Yo no le pregunto nada, mayor, y en cambio le digo todo lo que sé. Ahora, si quisiera cenar conmigo esta noche en el Cercle Colonial…

¿Qué le importaban Weill y sus amigos? Era divertido ver el aire atento con el que Mac acechaba su respuesta.

—Iré, doctor. Y encantado, créame.

—Ya casi no le guardo rencor. ¿Whisky?

—Whisky.

Bastaba con telefonear a Weill. Lo hizo un poco más tarde, cuando se hubo ido el médico. Mac seguía escuchando con su cara afilada y sus ojos tristes.

«Sí, sí, señor Mougins. Claro que sí, señor Alfred. Hay una razón en la que yo no pensaba y que acabo de descubrir al descolgar el teléfono y tropezar con la mirada de Mac Lean. Si las personas como yo, los hombres solos, se acostumbran a beber, también se debe a que los barmen constituyen en cierto modo su familia, es decir, que los bares se convierten en su home. Sin duda esta es la causa de que en todo el mundo los bares ingleses se parezcan, sean exactamente iguales, hasta en los menores detalles. Para que los que son como yo se sientan en su casa…».

—¿Oiga? ¿Weill?

Se excusó, se enzarzó en largas explicaciones, prometió estar en el Yacht Club al día siguiente por la noche.

—No sabe cómo lo siento, pero cuando me ha llamado acababa de levantarme de la siesta y se me olvidó que tenía un compromiso…

—¿El doctor?

—Pues sí…

—Que se divierta, mayor. Le esperamos mañana, si le parece…

Ahora era él quien estaba resentido. Eran hombres maduros o ya viejos, y se portaban como niños, con susceptibilidades de niños o de jovencitas.

—¿Furioso? —preguntó Mac lacónico.

—Bastante enfadado.

—¿Irá usted?

El mayor comprendió que se refería a la península y al pastor.

—¿Habla francés? ¿Inglés?

—Francés con mucha soltura, y un poco de inglés. Ha pasado varios años en Europa. Es un personaje importante, al que las autoridades tratan muy bien, porque tiene mucha influencia sobre los indígenas. Es sobrino segundo de la reina Pomaré. Me parece que es mejor que no le acompañe mi boy, porque a Tamasen no le gustan los bares ni los indígenas que trabajan en ellos. Ya verá la iglesia, que tiene el tejado rojo y una aguja plateada, a dos o tres millas de donde vive Mamma Rua, donde fue a buscar al telegrafista.

El coche, la tierra de un rojo más vivo a la luz del sol poniente, los perfumes que surgían de los jardines, racimos de flores, árboles, las coronas que llevaban las muchachas.

«Ya le he dicho que no, señor Alfred, y ahora confío en que haya comprendido. Yo no me he equivocado acerca de usted, y reconocerá que nunca le he tratado como a un enemigo. No le odio. No le desprecio…

»Usted es duro, ya ve que no digo malo, es duro como algunos animales son duros… Sigue adelante, apretando los puños, dispuesto a golpear… De la misma manera que Joachim abandonó fríamente a una mujer y a un hijo porque lo consideraba necesario para alcanzar su objetivo, usted mata tranquilamente a un hombre.

»Yo no soy más que un viejo animal manso, y aún tengo una cosa que decirle. Usted también ha hecho alusión a ella. Mentor, ¿se acuerda? Ha dicho Mentor sin saber exactamente lo que significa… Médor hubiera sido más exacto, un nombre de perro.

»Es verdad, me siento cansado, a veces estaba harto de continuar todos los días con mis jueguecitos; llegaba a pensar en algún momento no muy lejano en el que mis manos temblarían demasiado para sostener debidamente las cartas.

»Entonces, cuando leí el anuncio del Times, me acordé de Arlette. Comprendí lo que sucedía. Joachim era demasiado orgulloso para dejar su fortuna, su poder, a unos hombres de negocios, a personas como él que habían triunfado mucho menos que él. Se acordó de la mujer y del hijo que tal vez tenía… Estoy convencido de que no fueron remordimientos. No dispuso en su testamento que se buscara activamente a nadie. Simplemente escribió:

»“En caso de que, dentro del plazo de un año después de mi muerte, el hijo de Arlette Maréchal comparezca ante mis solicitors demostrando su identidad, este se convertiría en mi heredero universal, haciéndose cargo entonces…”.

»En caso contrario, su único heredero sería el Estado, al que Joe Hill obligaba a crear cierto número de fundaciones que llevaran su nombre.

»Tenía por delante cuatro meses. Se habían cuidado mucho de no remover cielo y tierra para buscar a aquel joven que algunos estaban muy lejos de desear que metiera las narices en negocios que eran muy ventajosos para ellos. ¿Comprende, señor Alfred? Llevarle cariñosamente hasta allí, pulirle un poco si era necesario, aconsejarle, ayudarle en la medida de lo posible. En resumidas cuentas, lo propio de un perro grande, viejo y bondadoso. Por eso he dicho Médor…».

Fue a cambiarse de traje. Siempre se cambiaba antes de la cena. Se acicaló cuidadosamente, aunque solo fuera para pasar la velada a solas con el despechugado médico.

Y a las diez de la noche estaban los dos bebiendo en la terraza del círculo, ante el agua del lagón, que parecía sembrada de lentejuelas; empezaban a hablar con voz pastosa y a repetir las mismas frases con obstinación, cuando el mayor interrumpió a su interlocutor.

—Alude a otra posibilidad, ahora acabo de comprenderlo. No se preocupe, doctor, no estoy borracho. Estas palabras se me quedaron grabadas. Sobre todo porque me miraba malignamente de hito en hito mientras las pronunciaba. Suponga que Maréchal ya no esté enamorado de Lotte… Suponga que le repugne asociarse a un hombre como Mougins…

»¿La otra posibilidad? ¡Demonio, un falso Maréchal! ¿Quién conoce al verdadero en Londres? Si se presenta ante los señores Hague, Hague y Dobson un Maréchal cualquiera, con todos los papeles en regla, ¿qué quiere usted que hagan ellos? No es difícil encontrar a un joven que reúna las condiciones requeridas… Este será dócil. Escuche, doctor, empiezo a tener miedo de veras. Puede sucederme cualquier cosa.

Escrutaba la oscuridad del jardín con cierto recelo.

—Pida de beber, ¿quiere? Haga que dejen la botella, para que nadie vuelva a molestarnos.

Y habló. Habló y bebió. El médico le acompañó. Luego él acompañó al médico, que no tenía coche. Por fin, a las dos de la madrugada, fue el marido de Mariette, la que atendía el bar, quien cogió el volante y dejó a Owen en la puerta de su hotel.