No había patio ni jardín ni vallas. Alrededor, los troncos rectos y lisos de los cocoteros, y a cincuenta metros, el lagón y sus piraguas con balancín reposando sobre la arena.
Una vez en la veranda, Owen hizo ruido para advertir de su presencia, y en aquel mismo momento vio a alguien detrás de los cristales, un hombre casi desnudo que se afeitaba. El hombre, con la brocha en la mano y la cara llena de jabón, se acercó a la ventana para mirar al visitante. Volviéndose hacia la puerta de otra habitación, gritó:
—¡Lotte! Hay alguien…
Desde la veranda se pasaba directamente a la habitación principal, y al fondo de esta una puerta daba a la cocina. De allí salió Lotte llevando unas chanclas y un albornoz demasiado grande para ella. Llevaba el cabello suelto. Tenía una sartén en la mano.
—Adelante —gritó a su vez.
Y apenas hubo franqueado la puerta, Tahití desapareció. Uno olvidaba que afuera los árboles eran cocoteros, pandanus o framboyanes, que en el agua del lagón se deslizaban peces de colores; el mismo olor, el buen olor denso y un poco dulzón del país, era sustituido aquí por el del café y los huevos fritos.
Eran las once de la mañana, y el mayor hubiera sorprendido a la pareja en las mismas actitudes en Panamá, en Marsella o en París. Era su vulgaridad plebeya, que Mougins llevaba consigo, que exageraba como complacidamente no solo por gusto, sino también porque era una protección contra los maleficios.
La habitación común no era de ninguna parte. Era la banalidad pobre de todas partes, la mesa redonda, las sillas con asientos de paja, algunas de ellas con un barrote roto, cromos en las paredes.
Sin inquietarse por su visitante, al que sin embargo veía —y que le veía— por la puerta de comunicación abierta, Alfred seguía dirigiéndose a su compañera:
—¿Le has invitado a sentarse?
—Siéntese, mayor.
Aún no se había lavado ni maquillado. Le brillaba la nariz. Miraba a Owen con mal humor y desconfianza.
Desnudo de cintura para arriba, Mougins solo llevaba un pantalón corto de color caqui. Su cuerpo era robusto, macizo, de líneas groseras, con una piel demasiado blanca bajo la pelambrera abundante. Su brazo izquierdo estaba tatuado en azul y rojo: un ancla, letras, números. No se afeitaba con maquinilla, sino con una navaja que afilaba de vez en cuando en un suavizador de cuero.
Cuando ya estaba secándose la cara entró en la habitación, y miró al recién llegado fingiendo asombro.
—Si hubiera sabido que vendría a visitamos, mayor Owen, le hubiese recibido más dignamente.
Era sarcasmo. De un modo casi imperceptible el tono de la voz anunciaba ya el comienzo de las hostilidades.
—Puedes servirme, Lotte… El mayor me permitirá que desayune delante de él.
—Se lo ruego.
No se vestía, seguía con el torso desnudo, mostrando una cicatriz bajo la tetilla derecha y otra en el antebrazo.
—Supongo que usted ya ha desayunado, mayor Owen…
Añadió inmediatamente, sentándose:
—¿De verdad es usted mayor?
Y Owen, que se había prometido no perder la calma:
—Obtuve este grado en 1918.
Alfred buscó con el dedo la cicatriz en medio de los pelos de su pecho.
—Yo era un simple marinero, y eso fue lo que me dieron. La otra no. La del brazo es otra historia. ¿Estaba usted en el estado mayor?
—Estaba en su país, en un lugar donde estallaban tantas Shrapnells que me hirieron tres veces el mismo día.
Callaron. Lotte iba y venía, con el cinturón de aquel albornoz demasiado grande anudado sobre las caderas. Servía el café para Mougins y para ella, pero no comía y permanecía de pie.
—¿Me permite? —preguntó el mayor sacando un cigarro del bolsillo.
Alfred comía, bebía, evitaba dar pie a su visitante. Lotte estaba incómoda, y para hacer algo ordenaba un poco la habitación.
—Usted me detesta, señor Mougins —dijo por fin el inglés con voz suave.
—¿Se ha dado usted cuenta? —fingió sorprenderse Alfred.
—Ha hecho todo lo necesario para que me diera cuenta, ¿verdad?
—Es posible. No era muy consciente. Supongo que es más fuerte que yo.
Subrayaba a placer la vulgaridad de su acento, de su actitud. Terminaba de desayunar con los codos sobre la mesa, se limpiaba los dientes con el tenedor.
—Entre los perros —sentenció— hay razas que son incompatibles.
Luego se calló, sin dejar de mirar fijamente al mayor.
—Le contaré una historia que le ayudará a entenderlo. Hace ya mucho tiempo, porque entonces yo tenía dieciocho años. Supongo que a los dieciocho años usted estaba en el colegio o en la universidad, ¿no? Yo frecuentaba los bares de la Porte Saint-Denis y de la Porte Saint-Martin. Era un chulito, como se dice en el ambiente de usted. Me las daba de duro. Mi ambición era llegar a ser un tipo verdaderamente duro de pelar, y llevaba la gorra ladeada sobre la oreja izquierda. No sé lo que hacía su madre, mayor Owen. La mía vendía periódicos en la calle, en Grenelle.
»Vuelvo a mi historia… Un día en que yo estaba junto al mostrador con unos amigos, entra un señor en la taberna, se sienta en un rincón y empieza a mirarnos… Un señor más o menos como usted. Desde aquel día aprendí a olfatear la raza de usted. Al cabo de un rato llamó el camarero y le dijo unas palabras en voz baja. El camarero se me acercó. “Oye, Fred, aquel señor de allí quiere hablar contigo…”.
»Yo me acerqué a él muy fanfarrón. “Parece que Mossieu tiene algo que decirme”.
»No se alteró, me indicó por señas que me sentara. “¿Quieres ganar mil francos en media hora?”.
»Y como yo no me eché para atrás, subimos a un taxi. Por el camino soltó lo que tenía que decirme. El coche se paró en la esquina de los Champs Élysées y de la avenida Georges V… Allí hay un café, el Fouquet’s, que frecuentan más personas como usted que tipos como yo. Se instala en la terraza. Me acuerdo de que llevaba un bastón con puño de oro.
»Siguiendo las instrucciones que me había dado, entré en el edificio que me indicó, y que estaba justo enfrente. El tipo del ascensor me miró de reojo. En el cuarto piso, un criado que estaba en la antesala, se levantó para echarme a la calle… “Traigo una cosa para el señor Jacovitch”, le dije. “Es personal. Dígale que es de parte del señor Joseph…”.
»Le enseño la carta que me habían dado. El criado que se esfuma. Había alfombras por todas partes, muebles magníficos. Me hicieron esperar mucho rato, luego me llevaron a un despacho muy grande que daba a la avenida, y al entrar yo un hombrecillo calvo hizo salir a su mecanógrafa. Le tiendo la carta. Le da vueltas y más vueltas, por fin se decide a abrir el sobre, se pone colorado, palidece, tose y me mira con atención: “¿Dónde está la persona que le ha entregado esta carta?”. “Eso es asunto mío”. “Mil francos para usted si me lo dice”, responde. “Es inútil que insista”. Como ve, yo entonces era de confianza. “¿Y si telefonease a la policía?”. “Hace tiempo que tengo ganas de ver el otro lado de los muros de la Santé…”.
»Terminó por abrir una caja fuerte oculta en la pared, y sacó unos billetes que contó con mucha desgana. No pude contarlos al mismo tiempo que él, pero por el grosor del sobre deduje que había como un centenar.
»Salgo a la calle. El señor aquel seguía sentado en la terraza del Fouquet’s, al otro lado de la avenida. Hubiera podido meterme corriendo en una boca del metro, porque había una entrada a pocos metros de allí. Honradamente, cruzo la avenida, me acerco a él, tal como estaba convenido, dejo el sobre encima del velador y él me pone un billete de mil en la mano… Aún no había andado quinientos metros cuando dos polis de paisano me echan la zancadilla y me ponen las esposas.
»Eso es todo, mayor… Al gentleman no volví a verle. Le dejaron tranquilo. No tenía valor para ir a ver en persona a Jacovitch y hacerle chantaje, y me envió a mí. Me echaron seis meses, una bagatela. Era un señor como usted. Por eso ahora olfateo de lejos a los de su raza.
Había terminado el desayuno. Encendió un cigarrillo, se puso en pie, cogió de una alacena una botella de pernod.
—¿Le apetece una copita, a pesar de todo? Supongo que no habrá venido para proponerme un billete de mil francos.
Iba y venía, satisfecho de sí mismo. De vez en cuando guiñaba un ojo a Lotte.
—No me gustan las personas que envían a otros a pelear, mayor. Por eso nunca he podido soportar a los generales y a los almirantes. Y usted, a su manera, es algo así como un almirante. Digamos que un almirante retirado. Entre ustedes, pasan esas cosas, una vez se ha dejado el servicio se dedican a las finanzas. Les nombran por las buenas presidentes de consejos de administración, porque su título queda bien en un membrete y en los prospectos… ¿De veras no quiere beber nada?
Owen se limitó a contestar:
—No me gusta el pernod.
Sonreía, porque había conservado toda su sangre fría.
—¡Lotte! Ve a buscar una botella de whisky al Moana. Estaba a cien metros, y vieron cómo se alejaba entre los árboles.
—Cuando quiera vaciar el buche… —dijo Mougins—. Yo no tengo ninguna prisa. No he sido yo quien ha ido a buscarle.
—Pero ha sido usted quien ha empezado las hostilidades.
—¿De veras?
—Sabe muy bien de lo que le estoy hablando. He preferido venir a verle para preguntarle qué razones tiene para tomarla conmigo.
—Me parece que ya le he dado una. —¿Es suficiente?
—Mire, mayor, hay crápulas y crápulas. Hay granujas que no hubieran podido llegar a ser otra cosa, porque la vida les ha hecho así. Estos juegan francamente, van a las claras, aceptan los riesgos. Claro que hay otros como usted, mayor, si me permite decirlo. Granujas disfrazados de hombres de mundo que se contentan con pequeñas operaciones disimuladas, y que si pueden cargan las culpas a los amigos. ¿Ha matado alguna vez a un hombre, mayor?
—Todavía no me ha sucedido una cosa así.
—Y dudo que le suceda, porque para eso hay que aceptar las responsabilidades. Yo liquidé a uno pocas horas antes de conocerle. Sí, sí, poco antes de tener el honor de conocerle en el embarcadero de Panamá. Por eso tenía más prisa que usted en subir a bordo del Aramis. No a causa de la policía… No tiene nada que ver con esa historia. En Panamá, como en otros lugares, hay asuntos en los que la policía sabe muy bien que no tiene que meter las narices. Nos considera como chicos mayores, capaces de ajustamos las cuentas entre nosotros… Abre la botella, Lotte… Dale una copa al mayor, y otra a mí.
Cogió una silla y se sentó a horcajadas frente a su visitante, hacia el que sopló el humo de su cigarrillo.
—Digamos que había allí un tipo que empezaba a molestarme y a quien yo empezaba a molestar. Se trataba de ver quién de los dos sería más rápido, y en esos casos hasta ahora siempre he ganado la partida… Solo que hay que dejar a los compinches cierto tiempo para que reflexionen. Durante unas semanas o unos meses, el clima de Panamá no es saludable para mí. ¿Qué te pasa, Lotte?
Esta le miraba con un asombro en el que había mezcla de espanto.
—No pongas esa cara… Hace tiempo que eso debía pasar… Se trata del Gran Jules… Claro que sí, le conoces. El Picado de Viruelas, como algunos le llaman. En cuanto al mayor, aunque fuese repitiendo por ahí lo que acabo de decir, no tendría importancia. Esta es la diferencia entre nosotros, mayor… Bueno, hace cerca de media hora que está aquí y aún no se ha atrevido a abrir la boca. Confiese que está, como usted diría, sin saber a qué carta quedarse.
Owen, muy sereno, repuso dando caladas a su cigarro:
—Me gustaría saber por qué le molesta mi presencia.
—¿De verdad cree que me molesta?
—Si no fuera así no se hubiese tomado la molestia de hacer circular un montón de chismes acerca de mí.
—¿Chismes falsos?
Owen se encogió de hombros.
—Verá, señor Mougins, yo tengo la norma de que es mejor evitar una pelea cuando es posible llegar a un acuerdo.
—Llegar a un acuerdo, ¿acerca de qué? ¿Y cómo? ¿Un billete de mil y seis meses de talego para el pobre Fred, y cien mil francos, con la distinguida consideración de las personas honradas, para el señor de la terraza del Fouquet’s?
Miraba al inglés con una ironía agresiva, y curvaba el labio como las fauces de un perro que se dispone a morder.
—Haga usted su propuesta, a pesar de todo. ¡Escúchale, Lotte! Me parece que esto se pone interesante.
—Suponga que le pido que me deje en paz durante tres semanas, como máximo un mes.
—Aunque solo fueran quince días, ¿verdad? Reconozca que en último caso le bastarían quince días.
Estas palabras desgarraron el último velo. En efecto, quince días más tarde volvería la goleta, y con ella René Maréchal, cuyo nombre no había pronunciado ninguno de los dos.
—Digamos quince días, si lo prefiere.
—¿Y qué me ofrece a cambio?
—Hace un momento hablaba usted de cien mil francos.
—¡Es una proposición! —triunfó Mougins—. Es usted magnífico, mayor… Es usted digno de su predecesor del Fouquet’s… que me dio mil francos de un sobre de cien mil. Usted me ofrece cien mil francos… ¿Y con cuántos millones se queda? ¿Qué digo millones? ¿Con cuántos cientos de millones?
—Están lejos…
—Eso es verdad, más lejos de usted que de mí… Mayor, ¿cómo no se le ha ocurrido aún que si me estorbase de veras no me limitaría a contar a unas cuantas personas lo que sé o lo que adivino acerca de usted? Por favor, eso no es más que un juego. No me gustan los tipos como usted, ya le he dicho la razón. Me divierte quitarles la careta. Si le hubiese tenido miedo, por poco que fuera, no dude de que hubiera sufrido usted un accidente.
—No acierto a entender lo que espera…
—Y para demostrarle que no me da miedo, se lo voy a decir. Ya estoy harto de jugar al gato y al ratón. Ven aquí, Lotte…
Lotte se acercó con un cigarrillo en los labios, y sobre la mesa seguía habiendo los restos del desayuno.
—Cuenta al señor por qué razón te embarcaste en el Aramis.
Ella dudaba, no estaba segura si quería de verdad que hablase o si continuaba el juego.
—Espera… Responde a mis preguntas… ¿Qué hacías en Panamá?
—Bailaba en los cabarets. En Panamá, en Colón, en otros lugares.
—¿Desde cuándo?
—Desde que tenía diecisiete años.
—¿Quién te llevó a América en esta época?
—Un tipo que me abandonó.
—¿Qué clase de tipo? ¿Un tipo como yo?
—Un hombre rico, que viajaba por placer. Conoció a una española y me dejó plantada.
—¿Dónde conociste a Arlette?
—En el Moulin Rouge, en Colón.
—¿Empieza a comprender, mayor? Estamos hablando de Arlette Maréchal, ¿verdad?, conocida en los cabarets de América Central y de América del Sur con el nombre de Arlette Mares. Piense que yo también la conocí. Debió de haber sido muy hermosa. Aún conservaba mucho de su antigua belleza. Pero una mujer sin voluntad. Llevaba el amor en la sangre. No el vicio, el amor. Siempre sentía la necesidad de estar enamorada de alguien, y cada vez era con toda su alma. Lo dejaba todo por un hombre, y le hubiera seguido hasta el fin del mundo. Se convertía en su criada, en su esclava. ¡Pobre Arlette! Cuenta, Lotte, cómo terminó.
—Cada vez le costaba más que la contratasen. Había engordado mucho y había perdido la voz. Bebía demasiado. Al final se emborrachaba todos los días, muchas veces ya desde la mañana. Una noche se la llevaron al hospital, y murió tres días después.
—¿Cuánto tiempo hace de eso?
—Dos años.
—Supongo que la historia continúa interesándole, ¿no? Y al ver que Owen cogía maquinalmente la botella de whisky, añadió:
—Sírvase… Tal vez lo necesite. Continúa, Lotte. Háblanos de René.
—Es el hijo de Arlette.
—Un chico —precisó Alfred— que pasó toda su infancia de ciudad en ciudad, de cabaret en cabaret.
—Cuando yo le conocí trabajaba en unas oficinas…
—En la French Line —suspiró el mayor.
—¡Bravo! Ya veo que empieza a meterse en el asunto. Un pequeño esfuerzo más, y estará dentro del todo. Puedes seguir, Lotte…
—Me hizo la corte.
—Con el mayor puedes hablar crudamente.
—Fue mi amante.
—Sigue, cuéntanos…
—Me quería. La vida que yo llevaba le horrorizaba. Tampoco le gustaba la suya. Sentía vergüenza…
—¿Lo oye, mayor? Un muchacho que sentía vergüenza. Vergüenza de su madre, ¿comprende? Vergüenza al encontrar a cada paso a gente que se había acostado con ella. Y resulta que se enamoró de una mujer de la misma clase. ¡Continúa, Lotte!
—¿Qué tengo que decirte?
—La verdad.
—No sabía lo que quería. A veces le veía muy sombrío, y otras, con una alegría exultante. En un principio hablaba de ir los dos a Europa. «Allí», decía, «nadie nos conoce. Encontraré trabajo fácilmente. Hablo tres idiomas. Tendremos una casita, hijos».
—¿Lo oye, mayor? Una casita, hijos, un buen empleo, un horario regular. Ha de reconocer que es un buen muchacho, como a usted deben de gustarle… Adelante, Lotte…
—Yo no quise.
—¿Por qué?
—Porque son cosas que se sueñan, pero que no son posibles. A mi edad no se empieza una vida así.
—Y tenías miedo de aburrirte.
Se sonrojó.
—No es eso, pero…
—¡Tenías miedo de aburrirte!
—Él no me lo perdonó. Me dejó varias veces, anunciándome que no volvería nunca, pero volvía a verle al cabo de unos días o de unas semanas. Me decía con rabia: «No sé lo que me has dado para que no pueda vivir sin ti …».
»A menudo teníamos escenas. Estaba celoso. Muchas veces me esperaba de noche a la salida del cabaret. Una vez que yo creía que estaba ocupado con su trabajo, salí con alguien, y nos siguió… Después de esto se fue.
—Se fue a Tahití, mayor. A Tahití, donde ahora estamos. Y donde no se encuentra en este momento, porque ha ido a pasearse por las islas. Imagínese que desde hace más de un año que está aquí, no se le conoce ni una sola aventura. Vive solo, como un salvaje, en la península. Trata mucho a un indígena que es constructor de piraguas, en una aldea de por allí, y que además es pastor de no sé qué secta protestante. Se pasan el día juntos. En Papeete no se ha visto a René Maréchal ni diez veces.
—¿Ya no me necesitas? ¿Puedo ir a lavarme? —preguntó Lotte.
—Un instante. Antes dile al señor dónde duermes.
—En el Moana.
—Un simple detalle, mayor, pero me importa que lo tenga en cuenta. Mire esta habitación. Sí, sí, ¿qué es lo que ve? Una cama deshecha y ropa en desorden. Fíjese que es la cama de una sola persona, y que la ropa es la mía. No verá ni un solo objeto femenino. No soy tan tonto, ¿me comprende? Yo no me llamo René Maréchal, hace tiempo que las mujeres no me hacen hacer tonterías. Lotte es una compañera, nada más. Por la mañana me prepara el desayuno, y eso es todo. Yo a veces le doy consejos. Suponga que al desembarcar de su goleta René la ve en el muelle…
»Y que ella le cuenta que ha hecho este viaje solo para verle, metido en un bote de salvamento. Y que ha dejado que el imbécil del telegrafista se suicidara antes que irse con él.
Sonreía, siempre de un modo agresivo.
—Estará de acuerdo conmigo en que no es indispensable que Maréchal oiga hablar enseguida de Joe Hill… Por cierto, apostaría que usted le conoce.
—Le conocí.
—Reconozca que es divertidísimo. Por una parte está usted, que viene a Europa y que conoció a Joe Hill… Por otra, estamos Lotte y yo, que conocimos a Arlette… Y Lotte además fue amante de Maréchal. En resumidas cuentas, los dos clanes. Como en las familias, en las que hay los parientes del lado de él, y los parientes del lado de la señora. En algunas familias, a causa de un mal casamiento, hay por una parte las personas distinguidas, y por otra los desgraciados, con los que uno no puede tratarse decentemente… ¡A su salud, mayor!
—¿Sabe René Maréchal quién es su padre? —preguntó serenamente Owen.
—Contesta, Lotte.
—Solo me habló de él una vez, en Colón —dijo ella—, donde vivíamos en el mismo cuarto. Volvió de la calle con un periódico en la mano. Había una fotografía en la primera página. «Fíjate bien en este hombre», me dijo.
»Era un hombrecillo flaco, con los ojos brillantes y el pelo enmarañado. “Es la persona a la que más odio en este mundo”.
»Se echó a reír, con una risa que soltaba en sus malos momentos y que me daba miedo. "¿Mi madre no te contó nunca nada acerca de mi nacimiento?”. “No”, respondí. “Bueno, pues este hombre es mi padre”. Miré el nombre que había debajo de la foto: “Joachim Hillmann, más conocido familiarmente como Joe Hill, el magnate del cine inglés”.
»“¿O sea, que eres rico?”, le pregunté. “¿Cómo voy a ser rico si nunca se ha preocupado por mi existencia?”. Más tarde, cuando intenté hablar de nuevo de él, me obligó a callarme.
»Hace un mes, por casualidad, en un cabaret en el que trabajaba, y en el que aquella noche no había nadie, estuve hojeando un periódico inglés que habían dejado sobre una mesa. Por Panamá pasan tantos ingleses y norteamericanos que hablo un poco su idioma.
Alfred la interrumpió.
—Dame la cartera.
Ella fue a buscarla al cuarto. Sacó un trozo de periódico cuidadosamente recortado.
«Se ruega al hijo de Arlette Maréchal que se presente con la mayor urgencia en el despacho de los señores Hague, Hague y Dobson, solicitors, 14 Fleet Street, Londres».
—Supongo, mayor, que en su cartera lleva el mismo recorte. Fíjese que Joe Hill ni siquiera sabía el nombre de pila de su hijo. Lotte se informó. Se enteró de que el magnate del cine había muerto cuatro meses atrás, y comprendió. Si hubiese sido inteligente, hubiera pedido consejo y ayuda a un hombre como yo.
—No se me ocurrió —se disculpó ella.
—Eso le hubiera evitado hacer un viaje en un bote de salvamento, y aquel pobre diablo del telegrafista viviría aún. Ahora, mayor, podría decirle: «Su turno…». Pero ya sé que usted es poco locuaz. Además, hay momentos en que cuesta tragar la saliva, ¿no? Por cierto, ¿qué es lo que quería proponerme? ¿No ha hablado de cien mil francos?
Se levantó bruscamente y soltó una risa brutal.
—En resumen, la parte noble de la familia viene para tratar de comprar a la parte plebeya. El derecho de primogenitura y el plato de lentejas… Lo siento, pero no tenemos nada que venderle, amigo mío. No necesitamos a nadie. Supongo que usted era amigo de Joe Hill, ¿no?
—Le conocí hace mucho tiempo en Montparnasse.
—Es verdad que él también salió de muy abajo. Su padre, ¿no era un modesto tendero de Amsterdam?
—En la época en que frecuentaba La Coupole era ayudante de director.
—Y usted ya era un gentleman.
Owen estuvo a punto de contestar: «Mi padre era oficial en el ejército de la India…».
Pero el otro hubiese sido capaz de replicarle: «¡Peor para él!».
Siempre irónico, Alfred preguntaba:
—¿Le trató mucho?
—Volví a verle varias veces, cuando ya se había convertido en Joe Hill. Ya no se dedicaba a dirigir películas, porque había tenido la idea de formar en Inglaterra el trust de las salas de proyección. De manera que controlaba prácticamente toda la industria cinematográfica.
—¿Había olvidado que tenía un hijo?
—Quizá nunca estuvo seguro de ello.
—Solo se acordó de este hijo en el momento de su muerte. Pues bien, mayor, tengo la impresión de que este hijo ahora se encuentra más bien de nuestro lado.
»Admita que es justo. Comprendo perfectamente su desconcierto. Usted viene de allí… Conoció a Joachim… Está más o menos al corriente de sus trapicheos. Porque supongo que no se amasa una fortuna como la suya siendo siempre irreprochable… Pero eso no importa. Usted es un caballero distinguido, un hombre de mundo. Y hay en algún lugar, en América o en las islas, un joven que ni siquiera sabe que es inmensamente rico. ¿Acaso el tal joven entiende el inglés? ¿Es presentable? Invierte en ello sus últimos ahorros. Vale la pena, porque va a conseguir una situación muy desahogada…
»Porque será usted quien anuncie al joven que es uno de los herederos más ricos de Europa. Usted quien le tome bajo su protección y le conduzca al despacho de los señores Hague, Hague y Dobson. Después de haber pasado por su sastre y por su zapatero, y de darle unas cuantas lecciones de urbanidad para disfrazarle de hombre de mundo.
»¡Demasiado tarde, mayor! Hay un padrastro, como nosotros decimos. Una bailarina de tres al cuarto que conoció a Arlette Maréchal, y de la que René Maréchal estuvo enamorado, de la que probablemente sigue estando enamorado. También a ella se le ha metido en la cabeza llevarle a Londres, y tal vez, antes, quién sabe, convertirse en la señora Maréchal. Yo no voy a jugar al póquer con usted porque mis manos están encallecidas por otros trabajos que no son manejar los naipes. Pero estamos jugando otra partida. Ahora le toca a usted mostrar sus triunfos, mayor. Le escucho.
Estaba tan satisfecho de sí mismo que no pudo por menos que dirigir a Lotte una mirada triunfal.
—Eso dependerá de René Maréchal, ¿no? —dijo muy suavemente el mayor.
De golpe, el otro le miró de soslayo, con una pizca de inquietud.
—¿Significa eso que aún conserva esperanzas?
—Lo sabremos dentro de quince días, señor Mougins.
—A condición, claro está, de que yo le permita verle.
—Es indudable que si yo muero antes, la cuestión se planteará de otro modo.
—Podría usted ir a parar a la cárcel.
—Es una segunda posibilidad, pero dudo que se produzca.
—Mayor, sería mejor para usted que no se cruzara en mi camino.
—Yo más bien tenía la impresión de que era usted quien se había cruzado en el mío.
—También hay otras posibilidades, al menos una, en la que usted no ha pensado.
—Soy todo oídos.
—Permítame que no le enseñe esta carta… Ya se lo he dicho al comienzo, no somos de la misma raza. Yo soy un hombre que acepta los riesgos, sean cuales sean. Por mil francos, que se cuidaron bien de quitarme, estuve seis meses en la cárcel. Luego he corrido riesgos mucho mayores, y a menudo expuse el pellejo por sumas no mucho más considerables. ¡Y quiere usted que renuncie a los millones de libras esterlinas de Joe Hill! Seamos serios, mayor… Reflexione. No olvide la prudencia. No insista. Le hablo como un amigo.
—Parece que usted ya confunde la fortuna de Maréchal con la suya propia.
Entonces, de pronto, Mougins le miró con dureza. Hasta entonces había fanfarroneado. Ahora no había la menor apariencia de comedia o de fanfarronada en sus ojos.
—¿Y qué? —preguntó con énfasis.
Owen tuvo miedo, verdadero miedo, no por él, sino por aquel Maréchal a quien nunca había visto y que en aquellos momentos aún no sospechaba nada. Lotte también se estremeció, y miró a su compañero con cierta inquietud.
—Créame, mayor… Salga lo antes posible del circuito. Eso no es para usted. Bébase un vaso, ya que necesita absorber whisky desde la mañana a la noche para darse ánimos, y lárguese… Dame una camisa limpia, Lotte.
Entró en el cuarto, cuya puerta dejó abierta. Owen se quedó sentado, y a pesar de las últimas frases pronunciadas en un tono despectivo, se sirvió whisky por última vez. Luego apagó el cigarro en la suela del zapato, y encendió calmosamente otro.
Alfred se ponía una camisa blanca, y fue a buscar su pantalón, que estaba sobre una silla. Lotte le hablaba en voz baja, y él se encogía de hombros.
En un momento dado Owen comprendió que murmuraba:
—¡No le tengas miedo, mujer!
El mayor por fin se levantó, y como no había nadie en la estancia, tuvo que ir hasta la puerta de la alcoba para despedirse.
—Hasta la vista, señorita. Hasta la vista, señor Mougins.
—No tengo nada más que añadir, mayor.
—Yo tampoco.
Volvió a encontrarse en medio del aire cálido de fuera, de los rayos de sol tamizados por los cocoteros y el zumbido de las moscas. Los asientos del coche ardían.
No se dio cuenta del camino que recorría, torció maquinalmente a la derecha al llegar a la calle principal y paró ante el English Bar.
Ya había pasado la hora del aperitivo. Mac Lean, con un plato sobre las rodillas, almorzaba detrás de su mostrador.
—¿Whisky, Sir?
El antiguo jockey no le hizo preguntas, pero le miraba con atención.
—¿Nada nuevo, Mac?
—Nada especial, Sir. Esos señores hablan mucho del dinero que ganó usted anoche. Ya se forman dos bandos: los que están a favor de usted y los que están en contra.
—¿Y el doctor?
—Aún no le ha perdonado que fuera al Yacht Club. No dice nada, pero tampoco le defiende. Me parece que sería mejor no ir más lejos, Sir.
Volvió a comer, aunque de vez en cuando miraba a hurtadillas al mayor.
—He oído hablar de otra cosa, pero no es seguro…
—Dime.
—Dicen que Mougins no se va a quedar aquí…
—Hasta dentro de tres semanas no hay barco.
—Está buscando uno. No él personalmente, sino Oscar. En el puerto hay una goleta que pertenece a un comerciante que todos los años hace un recorrido por las islas. Yo creía que no estaba en condiciones de hacerse a la mar… Pero parece que sí, porque el dueño del Moana quiere alquilarla por varias semanas… Se habla del precio altísimo que ofrece.
Mac Lean se mezclaba como a pesar suyo con todas aquellas historias que empezaban a darle miedo.
—No sé qué es lo que eso quiere decir, Sir. Supongo que usted debe de entender algo.
Owen tal vez no comprendía aún, pero recordaba la dura mirada de Alfred, que súbitamente le había lanzado unas palabras silabeando cuidadosamente: «Hay otras posibilidades, al menos una, en la que usted no ha pensado».
—Dime, Mac, desde Papeete, ¿es posible seguir las idas y venidas del Astrolabe?
—Casi día por día, Sir. En primer lugar, porque sigue un itinerario invariable a través del archipiélago… Además, Papeete está en comunicación con las diversas estaciones de radio instaladas en algunas islas…
—Gracias, Mac.
—¿Algún problema, Sir?
Apuró su vaso sin oírle, suspiró, no sabía si servirse otro, y salió encogiéndose de hombros. Si Owen hubiese sido un caballo de carreras, Mac le hubiera considerado como perdedor.