6

Owen aún estaba en la cama. Las ventanas, que daban al jardín, estaban abiertas; los estores venecianos recortaban la luz; y el aire, al atravesarlos, se dividía en mil arroyuelos que corrían a través del cuarto. Los mirlos de las Molucas todavía no habían terminado su algarabía, que comenzaba todos los días al salir el sol. ¿Eran dos? ¿Eran ciento? Sobre el césped, que regaba un chorro de agua, se entregaban a vehementes explicaciones sin fin.

Los primeros días a Owen le despertaron aquellos cantos. Ahora seguía oyéndolos, pero sin salir de su sueño; formaban parte de los ruidos de fondo, con el primer alboroto matinal.

El señor Roy, vestido de cocinero, con el gorro blanco en la cabeza, estaba de pie en el umbral. Los indígenas, portando frutas, verduras o pescado al mercado, pasaban ante él, y les detenía a su paso. Les hablaba en su lengua. Ellos respondían con una voz gutural, sonora y encantadora, entre grandes risotadas. La señora Roy iba y venía por la casa, vigilando la limpieza, abriendo a veces el enorme armario normando, en el rellano, justo al lado de la puerta de Owen, para coger sábanas, fundas de almohada y toallas.

Aquella mañana llegó alguien en coche. Aunque se hablaba maorí, Owen tuvo la impresión de que hablaban de él.

—Germaine —preguntó Roy a su mujer—, ¿se ha levantado ya el mayor?

La señora Roy, a su vez, preguntó a la criada:

—Nelly, ¿ha llamado ya el mayor?

—Sí, señora, hace media hora que le subí el desayuno.

Era verdad, pero luego seguía en la cama. Supuso que iba a tener visita, entró en el cuarto de baño y se puso la bata. Se lavó los dientes, se peinó cuidadosamente. Llamaron a la puerta.

—Adelante.

Era Mataia, el del coche, de quien ya no se acordaba. Sonriendo de oreja a oreja, daba vueltas a su gorra blanca entre sus lustrosos dedos.

—¿Sigues estando contento con el coche, Monsieur?

—Muy contento.

—Te he traído un papelito.

Sacó del bolsillo un papel doblado en cuatro y se lo tendió. Habían debido de ayudarle a escribirlo. Había palabras tachadas, letras añadidas. Era un recibo de mil francos, a nombre de «Monsieur mayor Owenne», por el alquiler de un coche durante un mes.

¿Acaso Mac Lean no había anunciado al mayor que no oiría volver a hablar de Mataia antes de su marcha? Owen le miró y comprendió que se sentía incómodo.

—¿Quieres que pague? —preguntó.

Y el otro, que hubiera querido decir que no corría ninguna prisa, asintió con la cabeza. El mayor sacó unos billetes de su cartera y los tendió al indígena.

—¿No me guardas rencor, Monsieur?

Claro que no. Pero aquel incidente trivial le estropeaba todo el día. Mientras se afeitaba, en el cuarto todavía fresco, seguía pensando en él, a pesar suyo, volvía a ver la sonrisa del encargado del garaje, que no era la sonrisa franca y alegre del primer día.

¿Y por qué al salir había sostenido Mataia una larga conversación en el umbral con el señor Roy? Poco antes, al abrir la cartera, Owen había comprobado que ya estaba casi tocando fondo. Se hospedaba en el hotel Pacifique desde hacía más de una semana. Como solía hacerse en la mayor parte de los hoteles europeos, ¿le presentarían la cuenta cada ocho días?

Al pasar por el vestíbulo, no sin cierta angustia dirigió una rápida mirada a su casillero, pero estaba vacío.

Cien veces le había ocurrido encontrarse en situaciones difíciles sin perder por ello la serenidad. Los problemas de dinero, sobre todo, nunca habían llegado a provocarle el menor sentimiento de vergüenza.

¿Por qué evitaba la mirada de la señora Roy? Sin embargo, ella le deseó buenos días con su amabilidad habitual, pero le pareció que había una pregunta en sus ojos.

El coche, como todos los coches de Tahití, pasaba la noche a la intemperie. Los asientos ya estaban calientes. El automóvil circuló por la carretera rojiza, y como si no necesitase que lo guiaran, giró a la izquierda y se detuvo delante del English Bar.

Kekela estaba fregando el suelo. El antiguo jockey, sentado detrás de su mostrador, que le ocultaba por completo, con las gafas puestas leía un periódico. Solo se recibían periódicos una vez cada cinco semanas, pero se recibía un grueso paquete a la vez, de manera que los leían uno tras otro, empezando por el más antiguo, y la lectura constituía una especie de folletín.

—Hermoso día, Sir —decía invariablemente Mac Lean, aunque en Tahití, aparte de la estación de las lluvias, que dura dos meses, todos los días son igualmente radiantes.

—Hermoso día, Mac. Esta mañana he recibido una visita…

Aunque la cara del jockey permanecía impasible, a Owen le pareció que se lo esperaba. ¿Acaso no era el primero en saber todo lo que ocurría en la isla?

—Mataia, el del coche, me ha pedido el dinero…

—¿Le ha pagado, Sir?

—¡Qué remedio!

—Sí, es mejor que le haya pagado.

—Me habías dicho que no me pediría nada hasta el día en que me fuera.

—En efecto, así suele ser la mayoría de las veces, Sir.

—¿Y eso qué significa?

También Mac parecía sentirse incómodo. Ya la víspera Owen había creído encontrarle menos cordial que de costumbre.

—Creo que alguien le ha metido miedo, Sir.

—¿Sabes algo?

—Mataia, con su coche, lleva muchas veces a chicas al Moana. Es posible que allí haya alguien que hable de usted.

—¿Alfred Mougins?

—No sé nada concreto, Sir, pero hay alguien que no debe de quererle bien.

—¿Ha hablado con otras personas?

—Cuando se trata de cosas que pasan únicamente entre blancos no estoy tan bien informado… Entre nosotros, Sir, ¿tiene usted dinero?

—Muy poco, Mac.

—¿Suficiente como para esperar al próximo barco?

Negó con la cabeza, y Mac suspiró.

—Será muy difícil, Sir. Si yo estuviera en su lugar, me daría prisa antes de que sea demasiado tarde. No sé nada concreto. Mire, su amigo, el médico… Usted ha dejado que fuera solo al Moana… Eso le dolió. Antes de ir, vino a preguntarme dos o tres veces si sabía dónde estaba usted.

—No tengo ganas de ir todas las noches al Moana.

—Le entiendo… El doctor fue solo. Eso fue anteayer, ¿verdad? Al día siguiente del suicidio del joven telegrafista. Ayer no notó usted nada. Pero yo vi que el doctor le observaba a hurtadillas. Después de almorzar, cuando yo estaba solo, vino a tomar una copa, y me hizo preguntas…

—¿Qué preguntas?

—Preguntas bastante vagas. Si hacía mucho tiempo que le conocía, si de verdad era mayor, dónde nos habíamos visto antes de ahora… ¿Cree que es rico?, acabó preguntándome.

»Le respondí que para vivir como usted está acostumbrado a vivir, debía de tener rentas…

»Tal vez no sea grave, pero es significativo, ¿me comprende?

—Comprendo.

Aquello no solo le inquietaba, sino que le dolía. Se había creado una cierta intimidad entre el doctor Bénédic y él. No era amistad propiamente dicha. Observaba al médico. Sentía un poco de compasión por él, y le divertía comprobar que por su parte el otro espiaba sus menores reacciones.

—Créame, Sir. Seria mejor que tomara sus precauciones. El señor Weill le propuso ayer presentarle en el Yacht Club…

Había comprendido. Le humillaba ver que el antiguo jockey le indicaba así la conducta que debía seguir. Bebió dos whiskis más que las otras mañanas. Georges Weill, el abogado, que era soltero y que solo tenía unos treinta años, fue a tomar el aperitivo hacia las doce.

—¿Qué le parece, mayor, le llevo esta tarde al club para jugar al bridge? Ya verá que es un poco menos polvoriento que el Cercle Colonial. Allí encontrará menos funcionarios, más comerciantes, personas que hacen o que han hecho algo… Algunos están casados y tienen mujeres guapas… ¿Usted no pesca?

No pescaba.

—Tenemos algunos pescadores entusiastas, que tienen canoas automóviles… A propósito, en su barco había un norteamericano, un tal Wiggins…

Owen se había olvidado completamente de aquel hombre, que había estado borracho durante los dieciocho días de la travesía.

—Es un tipo asombroso. Esta mañana ha pescado con caña un tiburón que mide cerca de dos metros. Ha alquilado por un mes la motora de uno de mis amigos. Sale al mar todas las mañanas, antes de que amanezca, medio desnudo, con un solo indígena que le han recomendado… Ya está casi tan bronceado como él. Empezó a pescar con arpón, zambulléndose…

Aquello era inesperado: el que a bordo había sido tema de todas las conversaciones, el que provocaba con su conducta la indignación o la compasión, en tierra resultaba ser el más sólido. Vivía en una de las cabañas del Blue Lagoon. Nunca se le veía en Papeete. Tal vez ni se había puesto un traje desde que llegó. Vivía en el mar, pescaba, nadaba.

—¿Bebe? —preguntó el mayor.

—Sí, agua mineral. Nada más. Si le divierte salir a pescar uno de esos días…

Él no era hombre de motoras, anzuelos, arpones, como para exhibirse con el pecho desnudo y broncearse al sol. Necesitaba sus trajes bien cortados, su andar digno, su sonrisa.

—¿Le recojo esta noche a las nueve? A no ser que prefiera cenar allí…

—A las nueve.

Después de almorzar encontró al médico.

—¿Qué hacemos esta noche, mayor?

No se atrevió a confesarle que iría al Yacht Club, la bestia negra del hombre del Cercle Colonial.

—Creo que me iré a la cama.

—¿Una vueltecita por el Moana?

—Hoy no.

—¿Sabe que Lotte ha estado muy bien? Anteayer tenía que empezar a cantar. Debido a lo que pasó con el telegrafista, decidió no debutar hasta el día siguiente del entierro.

Habían encontrado el cadáver en la playa, justo enfrente del Blue Lagoon…

—Mougins parece que se ha convertido en su empresario… No se aparta de ella ni a sol ni a sombra. ¿Hubo algo entre ustedes dos?

—¿Entre quiénes?

—Entre Mougins y usted.

—Nada de particular. Nunca nos hemos dirigido la palabra.

—¡Ah!

Y el médico, que se moría de ganas de decir algo, prefirió callarse. Mac Lean tenía razón. Había que actuar aprisa. Lo peor es que no se sentía con ánimos.

En Francia, en Italia, en Egipto o en Londres, estaba en su terreno. En el marco de un hotel de lujo, ya fuera en los Champs Élysées o en la Croisette de Cannes, se movía a sus anchas. Los empleados de la recepción, los porteros, los barmen lo conocían bien, le trataban con la respetuosa familiaridad que se reserva para los clientes antiguos.

Incluso los que sospechaban su verdadera actividad, no lo demostraban, porque sabían que con él no se corría ningún peligro. En el casino los jefes de juego le dirigían sonrisitas que hubieran podido parecer alentadoras. Solo a veces alguno de ellos le decía en voz baja:

—Esta no es una mesa para usted, mayor.

Gente que no se dejaría desplumar sin poner el grito en el cielo, o personalidades a las que tenían interés en dejar a salvo. Él no insistía. Todo se hacía correctamente, entre hombres de mundo. Y si llegaba a perder, la casa no tenía inconveniente en adelantarle unos cuantos luises.

Personajes muy bien situados volvían a coincidir con él cada temporada, y le invitaban a su mesa. No en su intimidad, claro, sino cuando tenían cierto número de invitados. Les divertía. Era alegre, ingenioso, siempre con la misma sonrisa deliciosamente irónica en su cara redonda y rosada.

Le pedían pequeños favores porque conocía a todo el mundo y podía poner en relación a personas que necesitaban conocerse.

Sin embargo, ya en Europa, en los últimos tiempos no tenía los mismos ánimos. No es que estuviera propiamente cansado. El corazón seguía respondiendo, el hígado apenas un poco sobrecargado. Se movía con agilidad, tenía buena vista y un apetito excelente.

Pero no dejaba de notar síntomas de envejecimiento. Él, que durante toda la vida había sido un gran amante de la soledad, empezaba a tenerle casi miedo. Se quedaba en los bares hasta que cerraban, aceptando cualquier compañía, no se resignaba a volver a su cuarto hasta que no tenía más remedio que hacerlo.

Ahora a veces miraba a las parejas con envidia. Se volvía para mirarlas, no a causa de su amor, sino porque eran dos.

También miraba a los niños, a los jóvenes, a las jóvenes.

¡Bueno! Basta ya de pensar en todo eso. Volvió al hotel Pacifique. Tenía que cuidar sus ademanes, su sonrisa. También aquí estaban pendientes de él.

Sin duda alguna Alfred Mougins había desencadenado las hostilidades. ¿Por qué? ¿Para qué hacerse la pregunta? Mougins le detestaba, era un hecho, porque era Mougins.

La señora Roy, ¿era menos afable que los demás días?

«Peligroso», se repetía. «Si empiezo a preocuparme…».

¿Iba a dejarse impresionar por la dueña de un pequeño hotel de Tahití?

Necesitaba ser él mismo, plenamente. Actuar aprisa, como había dicho Mac Lean, pues el muy granuja sabía muy bien lo que se decía.

A veces sonreía mientras estaba comiendo en su rincón del jardín. Pensaba en el antiguo jockey.

«No es tonto el muy canalla», pensaba. «Tiene miedo de que le dé un sablazo. Preferiría no tener que decirme que no. Pero sin duda me diría que no. Por eso me aconseja que actúe aprisa».

Permaneció echado durante casi toda la tarde. Dormía poco, casi todo el rato se mantuvo en un duermevela, viendo desfilar imágenes en medio de la luz dorada que atravesaba sus cerrados párpados.

Lo que predominaba en él era la sensación de una injusticia de la suerte. Nunca había pedido grandes cosas al destino. En resumidas cuentas, ¿qué le había pedido? Vivir en unos decorados armoniosos, por otra parte siempre los mismos, siempre los de grandes hoteles que se habían convertido casi en su hogar. El desayuno de todas las mañanas, y su buen olor en el balcón, casi siempre ante el mar o ante los Champs Élysées.

Un aseo largo y minucioso de mujer hermosa. El baño, la ducha helada, el guante de crin, el barbero del hotel que subía a acicalarlo a su cuarto.

El ascensor y el vestíbulo fresco, las sonrisas del personal, un cigarro que encendía, sintiéndose cómodo en un traje bien cortado, recién afeitado, el paseo higiénico antes del primer whisky en un bar donde le conocían…

No tenía coche. Siempre había conducido el coche de los demás. No tenía el menor deseo de poseer uno. Almorzar en un buen restaurante en el que casi siempre se le invitaba, el coñac y el cigarro antes de la siesta…

A su alrededor, la gente, sus vecinos de piso, aquellos con los que cenaba o jugaba por la noche, se daban la gran vida, manejaban millones de francos, de libras o de dólares, y él no les envidiaba, estaba contento con su suerte, satisfecho de aquella existencia que se había creado a su sombra.

Volvían a encontrarle con el mismo placer con que él volvía a encontrar a tal barman o tal jefe de recepción.

—¿Ya en Cannes, mayor? La temporada es espléndida.

¿Qué había ido a hacer a Tahití? ¿Y por qué René Maréchal había tenido que sentir la necesidad de recorrer el archipiélago en goleta?

¡Las cosas hubieran podido suceder de una forma tan sencilla! Un poco más de mansedumbre por parte de la suerte, y ahora seria un hombre jubilado, sin más preocupación que la de pasar el resto de sus días con dignidad.

Se vistió con esmero, comió ligeramente, siempre en el jardín, donde había insectos girando alrededor de las lámparas. Se le ocurrió la idea de tomarse una copa de Chartreuse, y lo hizo. ¿De veras temía la señora Roy por su factura?

A las nueve se encontró con Georges Weill en el English Bar, y Mac Lean le dirigió una sonrisa alentadora.

El Yacht Club era una simple construcción de madera sobre pilotes. Cuando llegaron había allí una veintena de personas que tomaban el café o la copa, y Weill le presentó en varias mesas.

—El mayor Owen…

La mayoría de las caras le eran familiares. Conocía menos a las mujeres, que apenas frecuentaban los bares o el Moana, y algunas de ellas eran jóvenes y bonitas.

—¿Usted qué toma, mayor?

A pesar de todo, aquello era pobretón. No pobre literalmente hablando, pero todo apestaba a aficionado. Evidentemente, aquellas personas, perdidas en una isla del Pacífico, querían hacerse la ilusión de llevar una vida lujosa. Aunque no era polvoriento, como el Cercle Colonial, no dejaba de ser mezquino, y el mayor tenía la impresión de contemplarse a sí mismo con ironía en medio de un decorado como aquel.

Qué más daba; Mac tenía mucha razón: había que actuar aprisa.

Y mientras degustaba un viejo coñac, recuperaba su mirada profesional para tomar las medidas a los personajes presentes. Sonreía, muy hombre de mundo.

—Tenemos muy buenos jugadores de bridge —anunció Weill con orgullo.

No se atrevió a preguntar a cuánto jugaban.

—Si quiere que organice una mesa…

Él seguía diciendo que sí, sonriendo. Trajeron las cartas. Le preguntaron:

—¿A cuánto su punto, mayor?

—El suyo me parecerá bien.

¿Habían llegado hasta allí las murmuraciones de Alfred Mougins? Creyó que así era. Le pareció que aquellos caballeros cambiaban entre sí rápidas miradas.

Entonces llegó a preguntarse si la invitación del abogado no sena una trampa.

—¿A cinco céntimos el punto?

—De acuerdo.

—¿Juega usted al culbertson?

—Si ustedes lo juegan…

Sus manos, finamente modeladas, estaban extendidas sobre la mesa, y no tocaban las cartas. Aunque todos ellos solo jugasen al bridge, con un poquitín de suerte conseguiría ganarse el sustento. Le había ocurrido a me nudo, en la temporada baja, ganarse el pan con la única ayuda de sus ganancias en el bridge. Sin hacer trampas, porque en este juego es casi imposible.

Perdió una manga, y se preguntó si no era mejor perder la partida. La ganó para no decepcionar a su compañero, que se estaba poniendo nervioso.

Con el cigarro en los labios, permanecía inmóvil, aureolado de humo, y sus manos parecían casi ni tocar las cartas. Hablaba poco, escuchaba cortésmente los comentarios, no se impacientaba cuando los espectadores que tenía detrás se inclinaban sobre sus cartas.

—Es usted un gran jugador, mayor.

—De clase internacional —corroboró Weill.

—Trato de defenderme.

A las doce había ganado tres partidas y había perdido una. No se dignaba tocar los mil y pico francos que había ante él sobre el tapete.

—Siento tener que…

—¿Está usted bromeando?

La mayoría de los casados se iban. Quedaban unos diez jóvenes, así como el industrial belga, de unos cincuenta años, que había seguido las partidas manifestando cierta impaciencia.

—¿Qué me dice de una partida de póquer?

Lo esperaba. No podía haber sido de otra manera. Había que permanecer tranquilo, no demostrar ninguna alegría. A pesar de la cordialidad bastante ruidosa que le rodeaba, a pesar suyo continuaba pensando en una trampa.

«Hay que actuar aprisa, Sir».

—Si les divierte este juego…

¿Qué límite fijamos?

—Espero que no sea demasiado alto. Hoy en día los rentistas, incluso los rentistas ingleses, no están en una situación óptima.

Lo decía sonriendo, disculpándose.

—¿Un luis por envite? Como ve, casi jugamos como padres de familia.

Pensaba en la señora Roy, quien, probablemente inquieta por su dinero, un momento antes le miraba a hurtadillas; en Alfred Mougins, quien sin duda había hablado; en el médico, que aquella tarde no le había demostrado su cordialidad habitual.

¿Qué debía hacer? Se sentía como un malabarista, como un acróbata de circo que estaba a punto de efectuar su número. Estaba seguro de sí mismo, de su habilidad, de su sangre fría. Jamás en el curso de su carrera había cometido un error.

Solo de él dependía que al cabo de una o dos horas ganara unos cuantos millares de francos que le permitieran salir del apuro. Sin duda ganaría más, porque los demás jugadores insistirían por voluntad propia en pedir que se aumentaran las puestas.

Aún vacilaba, seguía pensando en una trampa. Le inquietaba un presentimiento.

Varias personas se habían sentado alrededor de los jugadores, y Owen creyó reconocer a una de ellas: ¿no era el comisario de policía que había examinado su pasaporte cuando desembarcó?

«Si está aquí para vigilarme…».

Perdió una partida, dos partidas: tres damas contra un trío de reyes, un full contra un póquer de jotas…

—Un whisky —pidió al barman indígena.

Y un nuevo cigarro.

«Actuar aprisa…».

Y lo hizo precisamente porque el comisario de policía estaba allí, precisamente porque olfateaba el peligro. Lo hizo porque se había sentido cansado, porque había dudado de sí mismo y necesitaba volver a cobrar ánimos.

Se había prometido ser prudente: el primer día, perder más que ganar, o ganar muy poco.

Sus manos tocaban las cartas como las de un malabarista tocan las bolas que parecen obedecerle. Y las cartas le obedecían.

—Tres reyes —mostró su compañero.

Él dio la vuelta negligentemente a cuatro damas.

Un primer jugador, que había perdido mil quinientos francos, fue a firmar un cheque a la caja para continuar la partida. Weill, en cierto momento, cedió su lugar a otro, desalentado.

«Sospechan de mí. Me observan. El comisario no aparta los ojos de mis manos. O sea, que debo ganar…».

Era casi su vida lo que ponía en juego aquella noche, y era consciente de ello. Mañana, pasado mañana, Mougins haría el vacío a su alrededor. Si la señora Roy le presentara la nota y no pudiese pagarla, perdería todo crédito.

¿Le quedaría entonces el recurso de adentrarse en la isla y convertirse en un turista de plátanos?

¡No a los sesenta años! Mac Lean tenía razón. Había que ganar muy aprisa, ganar todo lo que fuera posible. Ya tenía ocho o diez mil francos ante sí.

—El único medio de resarcirnos, mayor, es que acepte usted que se eleven las puestas.

Estaba seguro de que lo propondrían, fingió vacilar.

—Verán, caballeros, temo que se expongan ustedes demasiado, y que luego me acusen de abusar de su hospitalidad. Yo hace muchos, muchísimos años que juego al póquer… En Oxford, allí se nos prohibía, pero debido a la prohibición aún jugábamos más, hubiera podido mantener a una bailarina con lo que gané a mis camaradas.

Ellos se obstinaban. Dos jugadores tuvieron que abandonar por falta de dinero. El comisario en persona ocupó el lugar de uno de ellos, y perdió tres mil francos en pocos minutos.

—Desde luego, no tengo inconveniente —bromeó Owen— en jugar con la camisa remangada.

Cierto. Así lo hizo, como si no se lo tomara en serio y siguió ganando.

—Ya se lo había dicho… Son más de las tres… A no ser que quieran ustedes…

¡Lo había conseguido, demonio! Tenía que ser así. Había ganado treinta y dos mil francos: lo suficiente para todos sus gastos hasta que volviera el Aramis, y también para el pasaje de regreso.

—Si me permiten que les invite a una ronda…

Pidió champaña. Más que guardarle rencor, le admiraban. En un rincón Weill preguntó en voz baja al comisario:

—¿Cree que ha hecho trampas?

—Juraría que no. He estado observándole todo el rato.

Y Owen adivinaba las palabras que decían, sonreía seguro de sí mismo, igual a sí mismo en sus mejores días.

—No les ofrezco desquite porque no sería honrado por mi parte… Ya ven que las cartas me —conocen tan bien que por nada del mundo querrían serme infieles.

Ya no había luz en el local de Mac cuando pasó ante el English Bar, y ello le produjo como un resentimiento infantil. Le hubiera gustado anunciar al antiguo jockey, pidiendo un último whisky: «¡Misión cumplida!».

Otra vez estaba solo; estuvo a punto de ir hasta el Moana para mirar cara a cara a Mougins.

Pero ¿para qué? Tenía ganas de seguir bebiendo, pero recorrió en vano con su coche las calles de Papeete buscando un bar abierto. En el hotel solo encontró al vigilante nocturno.

—¿Puedes servirme un whisky?

—No, señor. La dueña tiene la llave del bar.

Tuvo un sueño agitado y soñó con Mougins. Era confuso. La cara fría y maligna del hombre de Panamá era como un muro que se levantaba sin cesar ante él y a la que intentaba en vano rodear.

Cuando le despertaron los gritos de los mirlos de las Molucas, lo primero que pensó fue: «¿Por qué no llegar a un acuerdo con él?».

Ahora que tenía dinero en el bolsillo, volvía a sentirse seguro. No era solo por odio hacia un hombre de otra clase por lo que Mougins se obstinaba en irle poniendo zancadillas.

Había tomado a Lotte bajo su protección. Lotte conocía a Maréchal. Lotte no había hecho porque sí, en el fondo de un bote, el viaje a Tahití.

¿Por qué no llegar a un acuerdo amistoso?

A las once empujaba la puerta vidriera del English Bar. Contrariamente a lo que esperaba, Mac Lean estaba tan lúgubre como los demás días.

—Hermoso día, Sir.

—Especialmente hermoso, Mac, porque he actuado aprisa, siguiendo tu consejo.

—Tal vez un poco demasiado aprisa, Sir.

—¿Qué quieres decir?

—Aquí no gana uno de golpe más de treinta mil francos a la gente… Esta mañana todo el mundo habla de lo mismo. El comisario ha enviado un cable a París.

El whisky del mayor sabía a cartón.

—El doctor ha pasado por aquí muy de mañana.

—¿Qué dice?

—En primer lugar está ofendido porque usted fuera al Yacht Club… Me ha dicho: «Ni siquiera tuvo la franqueza de confesármelo… Me dijo que se iba a acostar…». Está celoso, ¿comprende? Hay otras cosas, yo no lo sé todo. Mougins no necesita venir a la ciudad para ver a todo el mundo, porque la mayoría de la gente va al Moana. El comisario fue a verle…

—¿Cuándo?

—Ayer por la tarde. A propósito del telegrafista. Seguramente solo hablaron de él.

Evidentemente también habían hablado de Owen, y esta era la razón de que el comisario se encontrase por la noche en el Yacht Club.

—Por el recaudador he sabido que envió un cable al departamento de juegos de azar, en París. ¿Nunca ha tenido problemas con aquellos señores, Sir?

¿Era solo una impresión? ¿Se había pasado Mac Lean al otro bando?

—Nunca, Mac.

—Entonces no hay nada que temer. Si mañana zarpase un barco, yo le diría…

—Comprendido. Pero no me iré.

—Nunca se siguen los consejos, ¿verdad, Sir?

¡Y pensar que ahora todo dependía de un detalle irrisorio! Owen nunca había sido «fichado» en las salas de juego, como suele decirse de los profesionales a los que se prohíbe la entrada en los casinos y en los círculos.

Nunca le habían sorprendido en flagrante delito. ¿Nunca? Solo una vez. Hacía más de veinte años. Era uno de los recuerdos más penosos de su vida.

Y en aquella ocasión había sido por su culpa, se había aventurado en un ambiente que no era el suyo, un pequeño casino de la costa atlántica, en Francia, en Fouras.

Hubiera debido bajar hasta Royan, apenas a cien kilómetros de distancia, y allí habría encontrado un marco familiar. Le divirtió medirse con burgueses de La Rochelle, en su mayor parte mayoristas de pescado, con las carteras repletas de billetes.

Fue una mujer la que hizo que le pillaran, una mujer de unos cincuenta años, una vendedora de pescado que se pasaba las noches en el casino, y que de pronto le cogió la mano.

—Este señor hace trampas… —dijo en medio de un silencio de catedral.

Hubo un alboroto que recordaba con la mayor de las contrariedades, y le acompañaron, casi le llevaron, hasta el despacho del director del casino. Allí había un inspector de la policía para los juegos de azar. Se quedaron a solas.

—Le creía más prudente, mayor Owen. Me… pone usted en una situación embarazosa.

¿Había acabado arreglándose todo? Después de veinte años, Owen lo ignoraba. Devolvió el dinero, invitó al inspector para el día siguiente y se fue con la impresión de que se habían comprendido.

—¿Seria terrible, verdad, que se abriera un expediente por una cuestión de esa clase?

Había pagado bastante dinero. Nunca más volvió a oír hablar de aquel asunto: el azar hizo que no volviera a tropezar jamás con su inspector.

¿Significaba eso que no había presentado ningún informe? Un papelito dentro de una carpeta en la Rue des Saussaies, y mañana el comisario de Tahití recibiría un cable afirmativo.

—No sé qué aconsejarle, Sir… Sobre todo porque ignoro lo que ha venido a hacer aquí.

Estaba claro, Mac Lean le abandonaba, era evidente. Lo hacía con buenas formas. Estaba desolado. Pero antes que nada era comerciante, y sin duda también él, como todos los propietarios de bares, tenía obligaciones con la policía.

—Esto es muy pequeño, ya se lo dije, todo el mundo se conoce.

En aquel instante el médico empujó la puerta. Owen no miraba en aquella dirección, pero le veía en el espejo, entre las botellas. Bénédic vaciló, y creyendo que no le había visto, volvió a cerrar la puerta y se fue.

—¿Otro whisky, Sir?

Tomó dos, uno tras otro, porque acababa de decidir que iría a verse las caras con Alfred Mougins.

Y era importante no ir a verle con la sensación de que ya había perdido la partida.