5

—Quiere llevarle a comer al Cercle Colonial —anunció Mac Lean, que hablaba con la misma voz monocorde para decir una banalidad como aquella como para comentar una catástrofe—. Ayer le anduvo buscando toda la tarde.

Se trataba del médico, que aquella misma mañana había telefoneado a Owen. Su voz parecía más ronca en el teléfono, más vulgar:

«¿Oiga? Mayor, ¿me concede esta noche? Para cenar conmigo, claro. ¡Que sí, que sí! Paso a recogerle a la hora que usted quiera en su English Bar, del que parece que ya es usted un cliente habitual… A propósito, ¿le gustan las tripas a la manera de Caen? Muy bien. Perfecto. Pues hasta la noche».

—No quiero decir que con usted ocurra lo mismo que con los otros, Sir… Cuando el doctor se lanza sobre alguien, suele agarrarse a él durante un tiempo más o menos largo, como si de eso dependiera su vida… Cuando yo era niño, también tenía esas pasiones… Otro chico se convertía en amigo mío para toda la vida… Estaba muy orgulloso de exhibirme con él, y ya no saludaba a los demás. Solo que eso no duraba mucho. El tiempo de darme cuenta de que mi nuevo amigo era como todo el mundo, y entonces le despreciaba tanto como antes le había idealizado.

—¿Ha tenido muchos amigos así el doctor Bénédic?

—Casi tantos como barcos, Sir… Al menos cada vez que ha desembarcado alguien un poco vistoso… Lo que ocurre es que les detesta…

—¿A quién?

—A los de aquí. Aunque, si quiere conocer mi opinión, todos se detestan. Al principio me preguntaba por qué. Claro que los hombres se detestan en todas partes, pero con esa ferocidad… Pues bien, Sir, creo que es porque aquí terminan por parecerse más los unos a los otros. Lo saben. Mire usted, aquí, en el bar, a la hora del aperitivo se miran… Cada uno de ellos se dice: «Yo también debo de ser como eso… aunque no tan malo…».

»Por eso envidian a los nuevos, a los que desembarcan, a quienes aún queda cierta energía. Hay una palabra, Sir, que pocas veces pronuncian: encanacarse. Porque antes, a todos los indígenas de las islas les llamaban canacos… Y encanacarse, pues, ya se lo puede imaginar…

¿Era encanacarse empujar tres o cuatro veces al día la puerta vidriera del English Bar, después de haberse parado un momento para escuchar? Esta pausa se había convertido en una manía. A Owen le gustaba la atmósfera de aquel bar, cuando el gato pelirrojo dormía, el jockey salía de detrás de su mostrador con los ojos turbios de sueño, y los dos podían ponerse a charlar en paz.

A menudo, si oían voces, el mayor iba a dar la vuelta a la manzana, para dar tiempo al cliente a que se fuera.

—En cuanto a comer, le dará bien de comer… Mariette se encargará de la cocina. Probablemente tripas.

—Pues sí, me ha preguntado por teléfono si me gustaban las tripas.

—Él las adora. No le sirve de nada, pero tampoco le sirve de nada beber durante todo el santo día. Con los demás es terrible. Por eso hay muchos que le esquivan. Les dice con toda crudeza, incluso aquí, en el bar: «Amigo mío, tú reventarás dentro de seis meses… Ya empiezas a apestar. Palabra, hueles a muerto. Te estás pudriendo en vida…».

Fue una noche muy extraña. El Cercle Colonial estaba casi vacío. Era un local sombrío y polvoriento, frente al lagón. Pocos años atrás no había otro círculo en Papeete, y todo el mundo lo frecuentaba. ¿Fue a causa del médico por lo que los disidentes habían fundado el Yacht Club? Mac Lean lo aseguraba.

—Esa Mariette y su marido desembarcaron un buen día sin que nadie supiera de dónde venían ni lo que querían hacer. Al parecer él había sido peluquero en varios paquebotes, y quiso abrir una peluquería en San Francisco, pero los negocios le fueron mal. Vivieron un tiempo en la fonda de Marius, y el médico fue allí a olfatearles, sí, lo mismo que un perro va a olfatear a una perra que acaba de llegar al barrio. Ella no es guapa, ya la verá. Es vulgar. Con la voz cascada, más bien tiene el aire de salir de alguna casa…

»Pero a pesar de eso, al menos hubo cinco o seis que anduvieron detrás de sus faldas… Hombres que aquí, téngalo en cuenta, tienen todas las chicas guapas que quieran. Enseguida quedó claro que no había que preocuparse por el marido. El gobernador, que también tuvo que ver con Mariette, contrató a su marido como jefe de los jardineros… No sé si él entiende de eso, pero tampoco tiene ninguna importancia.

»Cuando todos se cansaron, solo quedó el médico, y su relación aún dura. La instaló en el Cercle Colonial, del que no tardará en ser el único miembro, y donde ella lo dirige todo, el bar, la cocina… Por encima de las mesas verá usted ropa interior de mujer y novelas baratas.

Aquella noche el médico llevaba un traje de hilo muy limpio, una camisa ligeramente almidonada, abierta sobre su cuello colorado y macizo. Incluso había ido al barbero, y aún olía a loción de violeta.

Mostraba cierta afectación comportándose como el dueño de la casa, metiéndose detrás del mostrador para servirse a sí mismo los aperitivos.

—Es que hoy Mariette nos va a hacer la cena. No sé si es usted un sibarita, mayor…

Desapareció dos o tres veces, y volvió frotándose las manos.

—Ya verá, ya verá… Cuando lleve varios meses aquí comprenderá lo que valen ciertas delicias…

¿Por qué tenía Owen la sensación de que su compañero era un ángel caído que se empeñaba en arrastrarle a los abismos? Veía todo aquello desde su lado cómico, como si viera un grabado de Épinal. Tenían la misma edad. Los dos tenían muchas cosas parecidas. ¿Acaso el médico no se sentía despechado, cuando observándole a hurtadillas comprobaba que su compañero estaba menos ajado que él, con los ojos aún claros, sin ojeras o casi sin ellas, con la carne más firme?

Apareció Mariette. Para cocinar se había anudado un pañuelo a la cabeza, y cuando se lo quitó los cabellos le cayeron en desorden a ambos lados de la cara. Iba en zapatillas, sin más ropa que un vestido que, a causa del calor, se le pegaba a la piel. Su cuerpo se había ajamonado, tenía los pechos caídos, un rollo de carne en la cintura, un vientre tan moldeado por el vestido que se le veía el ombligo.

Bénédic la tuteaba adrede, cuando pasaba cerca de ella o ella cerca de él, no dejaba de darle una palmada amistosa en las nalgas.

Y sin embargo era un hombre lúcido. Era él quien explicaba:

—Ya verá qué gentío habrá esta noche en el Moana. Todos esos caballeros tan distinguidos estarán allí sin faltar uno. Ayer algunos aún no estaban al corriente. Ahora saben que hay una chica nueva, y seguro que puede contar con una veintena de candidatos. Aunque sea fea… Y además dicen que es guapa. Usted ya la ha visto…

—Solo a medias.

—Además tiene toda una historia, no es una pasajera cualquiera, ha hecho el viaje en un bote de salvamento, y un oficial del barco ha desertado por ella… Por cierto, a ese muchacho le he visto…

Soltó una risa que quería ser cínica.

—Sí, sí, he ido a verle, como los demás. Usted también se volverá así, mayor. No tenemos tantas distracciones. Hoy, personas serias como yo se han tomado la molestia de ir a tomar una copa a la fonda de Marius para ver al telegrafista… Hay quien dice que matará a la mujer. Se preguntan si tiene un revólver. ¿Qué me dice de estas tripas? Ven a brindar con nosotros, Mariette. Claro que sí, tal como vas… Es inútil que vayas a vestirte, ¿verdad, mayor?

Comía, bebía, hablaba abundantemente.

—Ya ve, es otro drama en potencia. Hablo de Lotte y de su oficial. Cuando llegó usted, ya vio el gentío que había en el muelle. Cada vez es lo mismo. Pues bien, lo que todo el mundo se pregunta al mirar a los pasajeros que cruzan uno a uno la pasarela es: «¿Qué va a suceder de interesante?».

»Cada barco supone alguna novedad. Nos enteramos enseguida. A veces los recién llegados pasan aquí semanas, meses sin llamar la atención, y solo más tarde estalla el drama.

»Sí, al desembarcar me fijé enseguida en usted. Al otro extremo de la isla hay un Lord inglés que se le parece un poco, aunque es más delgado y tiene más edad. Porque también estamos acostumbrados a los ingleses. A menudo incluso son los más interesantes, porque se aferran más a su respetabilidad, luchan durante más tiempo…

Y en el coche, un poco más tarde:

—¿Qué opina usted de Mariette? Todo el mundo le dirá que me engaña, y es verdad… Hay días en que está de tan mal humor que uno no puede ni acercársele. He tratado de prescindir de ella. Estuve tres semanas sin poner los pies en el Cercle… A propósito de Lotte…

Hasta los que aún no la habían visto ya la llamaban Lotte.

—Seguro que Mac le ha hablado de ella. Antes de embarcarse bailaba en una sala de fiestas de Colón. Alfred Mougins parece conocerla. Sin embargo no debía de conocer su presencia a bordo. ¿La vio a menudo en la cubierta de los botes?

—Por así decirlo, nunca.

—Es una historia curiosa. Claro que los que nos llegan son casi siempre fenómenos. Hasta los funcionarios. Porque sepa usted que a los otros no se les ocurre hacerse nombrar en Tahití. Cuando veo que uno desembarca, sea quien sea, me digo: «este tiene una tara». Y busco la tara.

—¿Ya ha encontrado la mía?

—Tal vez. Se lo diré dentro de unos días. En cuanto a esa Lotte, ya la tiene instalada en el Moana. No sé si ya la harán bailar esta noche, pero no tardarán en exhibirla. Oscar es muy listo, y no perderá esta oportunidad. El otro, el Alfred de Panamá, hoy se ha mudado a una casita cerca del Moana, que también pertenece a Oscar… Son muy amigos, uña y carne… Todos van a vivir juntos y mezclados… El telegrafista no tardará en ir a merodear por aquellos parajes.

Se produjo un silencio durante el cual solo se oyó el coche que se deslizaba por la carretera, luego un suspiro.

—Es para morirse de risa, ¿no le parece a usted, mayor?

Y no podía saberse si hablaba en serio o con ironía.

—¿No se lo había dicho?

Aunque en el puerto no hubiera ningún barco, en el Moana había más gente que la primera noche. Todas las mesas estaban ocupadas, y a los dos hombres les costó bastante encontrar un velador en un rincón.

—Fíjese… Ahí está.

En efecto, en una mesa, cerca del bar, se veía a dos hombres y a una mujer hacia la que se dirigían todas las miradas. Los dos hombres eran Alfred y el dueño del local, Oscar. Entre ellos, una mujer que en otro lugar hubiera pasado inadvertida, a la que quizá no se hubiera prestado atención aquí, de no ser por su aventura.

Sonreía vagamente, consciente del interés que despertaba. Como una vedette reconocida por la muchedumbre, adoptaba una actitud despreocupada, fumaba lentamente su cigarrillo, inclinándose a veces hacia sus acompañantes para hablarles a media voz.

Casi inmediatamente Alfred Mougins vio al médico con Owen, y tocó el brazo de Lotte.

—Mira —debía de decir—, es él… El de los cabellos plateados.

Él, el hombre que en el barco todas las noches le llevaba agua, víveres y fruta, el que daba unos golpecitos en la lona como si fuese una puerta, el hombre al que habían engañado.

Ella miraba con curiosidad a Owen, hacía preguntas, sonreía.

—Están hablando de usted, mayor.

—Ya lo sé.

Ya no era una niña. Tenía al menos veintiséis años, quizá treinta. Era rubia, de un rubio artificial. Llevaba, como las indígenas, un pareo con grandes flores blancas anudado justo por encima de los pechos, y que se ceñía estrechamente a las caderas.

—Mire ahora en medio de la sala… Más a la izquierda… Sí, la mesa grande, donde ya hay unas cuantas botellas de champaña.

El mayor reconoció al señor Frère, siempre alto y sombrío como un Don Quijote vestido de paisano. Estaba en medio de dos muchachas maoríes. En su mesa había otros blancos, entre ellos un hombre bastante joven que se agitaba mucho y que hacía el papel de gracioso.

—Es Colombani, el jefe de gabinete del gobernador. Ya se lo había anunciado. No han perdido el tiempo. Y Frère, ese alto funcionario que en Francia debía de tener costumbres rígidas, al menos en apariencia… Si me permite decirlo así, le están poniendo un cohete en el culo… Dentro de dos días ya no pensará en las cuestiones administrativas por las que emprendió el viaje. Dentro de un rato, cuando vaya por la cuarta o quinta botella de champaña, tuteará a Colombani, y sabe Dios en qué cama se acostará esta noche.

Owen ya estaba acostumbrado al canto de las guitarras, a la luna, colgada encima de los cocoteros, que cubría el lagón de escamas plateadas.

Bénédic levantó la mano, chasqueó los dedos para llamar la atención de alguien, esbozó un ademán, y Oscar se puso en pie y fue hacia ellos.

—Buenas noches, doctor.

—Te presento a un amigo, el mayor Owen. ¿Qué tal, Oscar? ¿Estás contento? Te has salido con la tuya, bandido…

—¿Qué quiere usted decir?

—¿Con qué salsa vas a servirnos a la Lotte?

Se rio de su propio juego de palabras, que Owen no había comprendido.

—¿Va a bailar?

—Esta noche no. Aún está cansada.

—¿Nos la presentarás?

—Cuando quiera, doctor. Ahora mismo, si lo desea.

Volvió la cabeza hacia la mesa de la joven y le hizo señas de que se acercara.

—El doctor Bénédic y su amigo.

—Encantada, doctor.

—¿Podemos pedirle que tome una copa con nosotros?

—Muy amables.

Tenía costumbre de hacerlo, en los cabarets de Colón y de otros lugares, una vez terminado su número debía sentarse con los clientes. Al quedarse solo, Alfred Mougins dirigía al inglés una sonrisa más irónica que nunca.

El médico pidió champaña. El dueño se alejó.

—¿No reconoce a mi amigo Owen?

—Me hubiera resultado muy difícil reconocerle, pero me han dicho quién era.

Y volviéndose hacia él añadió:

—Le agradezco mucho todo lo que hizo. Debe de guardarme un poco de rencor, ¿verdad? Le aseguro que no es culpa mía. Al principio me gustaba que usted se acercase. Yo llevaba cosas de comer, pero nada para beber. Tenía jamón, salchichón y galletas… Solo cosas saladas. ¿Adivinó usted que era una mujer?

Parecía sentirse a sus anchas, y de vez en cuando dirigía una señal amistosa a Mougins y a Oscar. Miraba a todo el mundo, cada vez se sentía más el centro de la atención.

—No me atrevía a hablar mucho a causa de eso. Con los hombres nunca se sabe. Me decía que tal vez no me dejaría tranquila, que iba a tratar de aprovecharse… No sabía su edad. Fue lo que pasó con Jacques, quiero decir con el telegrafista. Seguramente le vio rondar siempre por los alrededores del bote. Tal vez le oyó hablar. Y ya la segunda noche fue él quien se acercó.

»Solo que fue menos discreto que usted. Levantó la lona. Me vio. Enseguida se desbocó, me dijo que no podía quedarme allí, que iba a ponerme enferma, que acabarían por descubrirme… Es un buen chico, pero ¡qué joven puede llegar a ser! Yo ya veía más o menos lo que iba a pasar. Por otra parte, había cosas para las que le necesitaba.

Owen había pensado en ello, pero había tenido la delicadeza de no mencionarlo. Ella sí lo mencionó, sin falsos pudores.

—Ya sabe, hay ciertas necesidades… Acepté ir a su cuarto de baño. Cuando vi que tenía una ducha no resistí al deseo de utilizarla. Se convirtió en una costumbre. Yo iba allí todas las noches. Me vio desnuda. Yo no podía imaginar que eso le produciría tanto efecto. Se puso como loco, hasta llegué a tenerle miedo… Me suplicó que durmiese unas horas en su cama mientras él montaba guardia, y se pasó todo el tiempo viéndome dormir…

»Ha de saber que ni me tocaba. Fui yo quien por fin tuvo compasión de él. No me figuraba que eso pudiera tener ninguna importancia. Se le había metido en la cabeza que yo había cometido un crimen, y después, que era una espía. ¿Se imagina? Cuando le decía que era bailarina no me creía. “Reconozca que ha querido abandonar a sus padres…”. ¡Qué idea! Hace siglos que mis padres no se ocupan de mí.

»Se había enamorado. Insistía para que continuase el viaje con él. Quería instalarme en su cabina, que él mismo limpiaría para que no me descubriera el camarero.

»¡Y a usted, cómo le detestaba! Estaba convencido de que sabía que yo era una mujer, y que se había enamorado de mí. Tuve que dejarle que me llevase a tierra.

—Y entonces no quiso separarse de usted.

—Ya no sabía lo que quería. Había momentos en que me preguntaba si no estaba borracho, porque le veía tan exaltado… Según decía, su vida solo tenía sentido desde que me conoció. Siempre había sido desgraciado. Nadie le comprendía. El cuento de siempre, vaya. Hay muchos que nos cuentan lo mismo, incluso personas en apariencia serias, pero a las cuatro de la madrugada, cuando han bebido demasiado champaña.

»Me acuerdo de una frase que repetía con obstinación: “No volveré al desierto”. ¡Pobre chico! Si yo fuese su madre… En el fondo, todo eso es culpa de su madre, que nunca le dio rienda suelta… En otro momento, en el extremo de la isla, me propuso seriamente que muriéramos los dos. ¿Es verdad que ahora está más calmado?

Owen y el médico se miraron.

—¿No le ha vuelto a ver? ¿No ha venido por aquí?

—Si ha venido, no me lo han dicho. ¿Cree que corro algún peligro?

Bénédic, que debía de tener cierto fondo de sadismo, pareció vacilar.

—Quién sabe. Esos chicos son capaces de todo…

—Pero yo no le he hecho nada… He sido buena con él, nada más. Ni siquiera le he dado alas…

—¿Qué le dijo usted que venía a hacer a Tahití?

Entonces hubo en ella un cambio radical. Hasta entonces había hablado con espontaneidad, pero de pronto miró al doctor desconfiadamente, y luego se volvió hacia Owen.

—No me acuerdo… No tiene importancia.

—¿Conocía a Mougins antes de embarcarse?

—¿Yo?, no.

—¿Y él?

—Conoció a mi madre. Me había visto bailar. Sabía quién era.

—¿Y será él quien se ocupe de usted?

—Ya soy mayorcita para ocuparme de mí misma.

—¿La ha contratado Oscar?

—Oiga usted, matasanos, me parece que es demasiado curioso.

A juzgar por su sonrisa, se hubiera jurado que Alfred oía toda esa conversación. Era imposible a causa de la música, de las voces, de los bailes, pero no le resultaba difícil adivinar lo que ella estaba diciendo.

Hasta entonces Owen, por así decirlo, no había participado en la conversación. Lo hizo negligentemente, como si le hablase al aire.

—¿No se ha sentido muy decepcionada?

—¿Decepcionada de qué?

—Al no encontrar a nadie…

Al otro lado de la pista, Alfred, al verle hablar, frunció imperceptiblemente las cejas.

—No le comprendo.

—Es mala suerte que él no esté precisamente aquí.

La joven miró hacia Mougins como para pedirle consejo, luego tomó la decisión de levantarse bruscamente.

—No sé de lo que me está hablando —dijo con mal humor.

Y volvió a la mesa de sus dos amigos. Al principio evitó dirigirles la palabra. Mougins, por su parte, evitó hacerle preguntas. En cuanto al médico, sorprendido, miraba de reojo al inglés.

—Apuesto lo que quiera que dentro de unos minutos se levantarán —murmuró este.

No tardó en suceder. Mougins se puso en pie el primero, como un caballero que invita a bailar a su acompañante. En efecto, bailaron, lo cual les permitía hablar a media voz. Y solo lo hacían cuando estaban de espaldas al mayor.

—Parece que le haya metido usted miedo –masculló el doctor, intrigado.

—Eso parece.

—¿Sabe lo que ha venido a hacer a Papeete?

—Quizás.

—¡Ah!

Era un hombre obeso de sesenta años, y sin embargo se agitaba en su silla como un niño ansioso por saber algo.

—En cualquier caso, Alfred Mougins también está al corriente…

—Es probable.

—¿Cree que han venido para lo mismo?

Owen no respondió. Cada vez que la pareja pasaba ante él, sostenía la mirada de Alfred, que no sonreía.

El médico seguía diciendo frases sueltas con la esperanza de arrancar una confidencia a su compañero, pero sus intentos fueron en vano.

—Me estoy preguntando si va usted a quedarse aquí tanto tiempo como yo suponía.

—¿Por qué?

—Porque por lo que veo usted ha venido con un objetivo muy concreto. Reconozca que piensa volver a embarcar en el Aramis cuando vuelva a pasar por aquí.

—Esperaba poder hacerlo.

—¿Y ahora?

—Ya no estoy seguro.

La verdad es que el desaliento acababa de abatirse sobre él, en aquel lugar, mientras sonaban las guitarras hawaianas, las carnes de las tahitianas le rozaban y respiraba su perfume.

¡Dios mío, qué lejos se sentía ahora! ¡Y qué viejo se sentía! Nunca se había sentido tan viejo. Miraba al médico y no estaba lejos de creer que había llegado al mismo punto que él.

¿Qué edad tenía Mougins? Cuarenta años, sin duda. No mucho más. Tenía la carne dura, los rasgos duros, la mirada dura. Ninguna consideración podía detenerle cuando se fijaba un objetivo.

Se habían visto por vez primera en aquel oscuro embarcadero de Panamá. Cada uno de los dos solo era para el otro un puntito rojo, el punto rojo de un cigarrillo.

Entonces Owen habló como un ser humano habla con otro ser humano, y le habían hecho un desaire.

Desde aquel momento habían sido enemigos. Se habían estado espiando.

Pero entonces aún no eran rivales. Se contentaban con retarse con la mirada, sobre todo Mougins, que era agresivo por naturaleza.

Cuando veía desembarcar a un pasajero, el médico, por ejemplo, se preguntaba, tal como acababa de confesar: «¿Qué tara tiene?».

Dicho de otro modo, buscaba el resorte humano, mejor dicho, la herida que había conducido a un individuo cualquiera hasta el corazón del Pacífico.

Mougins era más práctico. No buscaba la herida. El resorte humano no le interesaba. «¿Cuál es su truco?».

Esta es la pregunta que se hacía delante de Owen. Porque el lugar de Owen no estaba a bordo de un modesto barco de funcionarios, de gendarmes, de maestros y de misioneros, sino en los grandes hoteles de la Riviera o de las capitales europeas.

Y ahora lo había descubierto. El inglés encontró a Lotte en el bote de salvamento, le había dado comida, se había preocupado por hacerla desembarcar, pero en resumidas cuentas había sido el francés quien se había quedado con ella.

¿Acaso Lotte le había pedido ayuda? Era improbable.

Él había impuesto su colaboración, y las mujeres como ella no están acostumbradas a resistir a los hombres de esa clase.

—No está usted muy comunicativo, mayor.

—Le ruego que me perdone. Estaba muy lejos.

Era verdad. En Londres. En otros lugares. Estaba lejos de todo. Estaba cansado. Ahora se preguntaba por qué había emprendido aquel largo viaje.

Hablaban de él en la mesa de Lotte. El médico pidió otra botella, llamó a una joven tahitiana con vestido de baile, los pechos desnudos, la cintura con gajos de pandanus a modo de falda.

—¿Sigues viviendo en la fonda de Marius?

—Como siempre.

—¿Cómo pasa el tiempo el telegrafista?

—La primera noche Marius le emborrachó. No debe de tener costumbre de beber, porque enseguida perdió la cabeza. Se puso a llorar y a contar sus desgracias. Luego se sintió mal y no hubo más remedio que acostarle.

—¿Y durante el día?

—Se queda horas y horas encerrado en su cuarto. A veces sale. Anda solo por el muelle, con la cabeza descubierta. Qué lástima, es un chico guapo.

—¿No te has acostado con él?

—Todavía no.

La muchacha se alejó riendo, y el doctor murmuró al oído de su compañero:

—Con esta puede usted lanzarse si se lo pide el cuerpo. Se llama Faatulia. Está limpia.

La mesa del señor Frère se hacía cada vez más ruidosa. Y era un espectáculo curioso ver a aquel hombre alto, de mediana edad, con una perilla color caoba, que perdía poco a poco su respetabilidad. Se echaba de ver que no estaba acostumbrado a aquellas cosas, y exageraba, se volvía lúbrico. Los otros se guiñaban el ojo. Empujaban hacia él a las muchachas, se las sentaban en las rodillas, veían crecer su excitación al contacto de los muslos desnudos y calientes.

Un boy indígena entró casi corriendo y se precipitó hacia la mesa del dueño, a quien habló en voz baja. Casi pisándole los talones entró un blanco que acababa de bajar de un taxi y que se detuvo un instante en el umbral, deslumbrado por las luces, ensordecido por el estruendo.

Era el telegrafista del Aramis, que aún llevaba su uniforme, porque había dejado el baúl a bordo.

Lotte no se movió. Había tenido el impulso de levantarse, pero Mougins le había puesto la mano sobre la rodilla, obligándola a permanecer inmóvil. El dueño, con aire desenvuelto, avanzó hasta el centro de la sala.

El joven estaba visiblemente desconcertado por todas aquellas miradas fijas en él. Al principio no vio a la que estaba buscando; un camarero fue hacia él y le condujo a una mesa, en el otro extremo de la sala.

Se adivinaba el diálogo, el camarero que preguntaba qué iba a tomar, el telegrafista que respondía que le daba igual.

Otro que también se encontraba en estado de amok. No debía de distinguir nada de lo que le rodeaba, nada, excepto de pronto la silueta, la cara de Lotte.

Entonces palideció.

—Estoy seguro —murmuró el doctor— de que Oscar ha telefoneado a su amigo Marius para que le coja el revólver, en caso de que tuviera uno.

Owen se secaba el sudor. Al contrario del joven, lo veía todo, advertía los menores detalles con una agudeza casi dolorosa.

Había allí una treintena de blancos venidos de Europa. Dios sabe por qué, una treintena de hombres para los cuales la mayor distracción, la de todos los días, la de todas las noches, era beber y acariciar la carne morena de aquellas muchachas maoríes que parecían pertenecer a otro mundo.

Muchos años atrás llegó un barco a esta isla, en la que vivían, como en un paraíso terrenal, hombres y mujeres coronados de flores.

Hoy los hombres eran camareros o taxistas; las mujeres, las más hermosas de ellas, pasaban riendo de los brazos de un hombre blanco a los brazos de otro hombre blanco.

El Moana, bajo la luna, rodeado de cocoteros que se balanceaban, parecía un decorado de teatro, pero era una realidad, y el hombre que acababa de entrar, que miraba fijamente ante sí con ojos extraviados, sufría tanto como si hubiese llegado su última hora.

Era incoherente. Incoherente que aquellas gentes se hubieran reunido, que aquella Lotte que bailaba en Colón para los pasajeros de los barcos, estuviera ahora sentada aquí bajo la protección de un crápula, que aún tenía su dura mano sobre su rodilla.

Incoherente que el hijo de una modesta viuda de Francia, que le esperaba en su piso limpio y bien ordenado, no tuviese más meta en la vida que aquella bailarina que ni siquiera era muy guapa, y que se le había entregado una vez como una compañera, amablemente, para pagar su hospitalidad.

El señor Frère estaba borracho. Debía de tener una mujer, hijos. El gobierno de su país le enviaba muy lejos para descubrir los abusos de sus administradores, y se dejaba ensuciar por ellos en medio de carcajadas. Si las mujeres que se sentaban a su mesa le hacían beber un poco más, si le animaban un poco más, si aventuraban unas cuantas caricias, de proponérselo, no tardarían en hacerle andar a cuatro patas como un perro.

—Para morirse de risa…

Owen se sobresaltó y miró al médico. Tuvo la intuición de que este pensaba más o menos lo mismo que él. Pero el médico no luchaba. Al contrario. Se abandonaba. Cuanto más aprisa fuera todo, mejor.

Permaneciendo lúcido, mirando a los demás, ferozmente, repitiendo con una dolorosa ironía:

—Para morirse de risa…

Lotte se esforzaba, sin duda siguiendo el consejo de su compañero, por no mirar al telegrafista. Este seguía estando muy tenso, solo en su rincón. Bebía maquinalmente, encendía un cigarrillo que le temblaba en los dedos.

¿Qué misterio la adornaba a sus ojos? Se puso en pie. Los duros dedos de Mougins seguían manteniendo a la joven en su lugar.

No fue hacia ella, se deslizó hacia la salida sin acordarse de pagar la consumición, y el dueño, desde lejos, hizo una seña al camarero para que no la reclamara.

Era un alivio que se hubiese ido. Lotte, a su vez, encendió un cigarrillo y soltó una bocanada de humo.

—No ha pasado nada —dijo Owen.

—Espere. Aún no ha terminado.

El médico tenía razón. Como las demás noches, había parejas que de vez en cuando abandonaban la sala para ir a tenderse en la playa. El propio inspector de las colonias fue hasta allí tambaleándose. Podían verse las sombras que se alejaban. Ya nadie se tomaba la molestia de sonreír.

Unos taxis se iban. Otros llegaban. Un taxista de gorra blanca entró y miró a su alrededor. Oscar, al verle fue a su encuentro, y los dos hombres conversaron a media voz.

Entonces Oscar se acercó para murmurar algo al oído de su amigo Alfred, y Lotte, que lo oyó, comenzó a agitarse.

El telegrafista no se había ido en su coche, y el taxista estaba inquieto.

Buscaron por los contornos del establecimiento, construido sobre pilotes. Interrumpían a las parejas.

—¿No ha visto al telegrafista?

—Acaba de pasar.

Le habían visto en la playa. Se dirigía hacia un pequeño cabo que cerraba el horizonte.

Seguían bailando. Las guitarras hawaianas continuaban sus cantos bajo la luna.

—Es el tercero —suspiró el doctor, cortando con los dientes la punta de un cigarro.

—¿El tercer qué?

—¿No ha observado que hay lugares que inspiran tal o cual gesto? Aquí la mayoría de las personas sienten la necesidad de ir a tenderse por parejas en la playa… Otros van más lejos, pero solos…

—¿Quiere usted decir…?

—Ya lo verá, ya lo verá.

Se vio. Se necesitaba la penetrante vista de un indígena para distinguir a lo lejos, a la luz de los rayos de la luna, un puntito oscuro que se movía. Un hombre nadaba frenéticamente hacia alta mar, como si quisiera huir, como si millares de millas de océano no se extendieran alrededor de la isla.

Salieron unas piraguas, con unos hombres de pie en la parte trasera. Cuando llegaron ya era demasiado tarde: ya no había nadie.

Alfred Mougins, sin moverse de su rincón, hizo una seña al barman para que sirviera a Lotte alguna bebida fuerte.