Tuvo un sueño muy raro. Estaba en Londres, en Piccadilly Circus. Estaba en el bordillo de la acera, justo delante de Adams, la tienda de maletas. Por algún motivo desconocido era indispensable que cruzara la plaza a toda prisa en dirección a Regent Street. Pero pasaban muchos autobuses. No había taxis ni coches, solamente enormes autobuses con imperial, que, formando varias hileras, avanzaban unos tras otros sin dejar entre sí el menor resquicio. En los autobuses todos los viajeros tenían la cara vuelta hacia él, tanto los de abajo como los de arriba. Lo curioso era que los hombres llevaban bigote según la moda de 1900, y las mujeres, extraños sombreros planos coronando sus moños.
Parecía una ilustración, un grabado en colores. Hacía señas vehementes al policía que estaba en medio de la plaza y que hubiese tenido que interrumpir, aunque solo fuese por un momento, la oleada de autobuses.
Y el policía le veía. Y como los demás, como los que pasaban en autobús, expresaba en su rostro una severa reprobación.
Entonces hizo un descubrimiento desconcertante: las mismas personas, los mismos autobuses, pasaban ante él una y otra vez. Por eso había tantos, en hileras tan apretadas: daban la vuelta alrededor de Piccadilly Circus. Seguían mirando a Owen escandalizados, y este se palpaba la ropa, se preguntaba con angustia qué incongruencia había en su aspecto, terminaba por darse cuenta de que iba en calcetines, unos odiosos calcetines de seda violeta que nunca había tenido.
Solo al afeitarse ante su espejo de aumento colgado de la falleba de la ventana recordó los calcetines color violeta que uno de los cocineros del barco llevaba la víspera en el La Fayette.
Eran las once de la mañana, más allá de las casas de una sola planta, entre los macizos de framboyanes, se veía la chimenea y las superestructuras del Aramis, que seguía en el muelle. Sin embargo, creía haber oído en medio de su sueño, ya mucho antes, las sirenas que anunciaban la salida del barco.
Este llamaba de nuevo a los rezagados en el momento en que Philip Owen bajaba, dudaba, a causa de la hora, entre un desayuno y un whisky. Terminó por comer completamente solo fuera, en medio del verdor.
—El barco tenía que zarpar a las diez, ¿no?
—Sí, señor.
—¿No sabe por qué lleva retraso?
—No, señor.
Encendió un primer cigarro y encontró su coche junto a la acera. Unos minutos después giraba a la izquierda y se detenía ante el English Bar, del que empujó con una satisfacción de cliente habitual la puerta vidriera.
A causa del contraste con el sol de fuera, al principio solo distinguió unas manchas blancas en la penumbra. Hacía tiempo que perdía vista, varios años, pero apenas consentía en confesárselo a sí mismo y en usar gafas para leer.
Un hombre sin chaqueta, con la camisa deslumbrante de blancura, estaba acodado en el mostrador, del lado de los clientes, y del otro lado se veía la flaca cabeza del antiguo jockey, que, desde lejos, menudo y canoso, con la cara afilada, siempre tenía el aspecto de un muchacho. Solo de cerca se descubría no sin sorpresa que la cara estaba llena de finas arrugas, a la manera de los payasos y de los actores que han envejecido.
—Good morning, Sir.
En el momento de acercarse al bar el mayor miró al cliente con el que Mac mantenía una animada conversación, e hizo un movimiento de desagrado al reconocer a Alfred Mougins.
Evidentemente, tenía el mismo olfato que él para descubrir lugares de esa clase. Como se había acostado al amanecer y el mayor no había oído ruido en su habitación, había supuesto que su vecino aún dormía.
Lo que le irritó, provocando en él como un sentimiento de celos, fue ver al francés acodado familiarmente en el mostrador, frente a Mac Lean, y comprobar que ya se habían hecho amigos.
Por su parte Mac miraba al uno y al otro, esperando ver que se dirigían la palabra, quizá que se estrechaban la mano. ¿Acaso no sabía que habían llegado en el mismo barco?
—Hermoso día, Sir —dijo en inglés, sirviendo un whisky al mayor.
Owen puso una cara enfurruñada, no contestó, pareció estar de mal humor durante todo el tiempo que Mougins estuvo en el bar. Por fin el hombre de Panamá se decidió a irse.
—¿No se conocían? —preguntó entonces Mac.
—Sí.
—Me ha dicho que había hecho la travesía con usted.
—Pero no juntos…
—¿Se ha enterado de la noticia?
Tal vez a causa de su delgadez, de las mil arrugas de su piel o de sus párpados enrojecidos, Mac Lean, incluso cuando guiñaba un ojo o sonreía, parecía llorar.
—¿Lo oye? Aún le están llamando.
—¿A quién?
—Al telegrafista. Esta noche no ha vuelto al barco. No estaba en su puesto en el momento de levar anclas. Lo han buscado por todas partes. Han retrasado la salida. Ahora han decidido irse sin él, porque el segundo oficial sabe manejar los aparatos. Esperan recuperarlo al regreso, dentro de cuatro semanas…
Mac miraba a Owen de una manera significativa. Owen comprendía lo que el barman quería decir.
Evidentemente la pasajera del bote se había burlado de él. Durante toda la travesía no había sido más que un estorbo, al que soportaba por miedo a que la delatase. Debían de reírse de él los dos, la mujer y el telegrafista, cuando desde la cabina le oían dar vueltas por cubierta, tabalear sobre la lona, llamar a media voz.
—¿Lo sabe el cliente que acaba de irse?
—Sí, Sir… Mientras el barco siga en el muelle es inútil que busquen al oficial. Pero ya verá que apenas haya zarpado el Aramis sabremos dónde se ha metido.
—¿Por qué?
—Entiéndame… Es más que probable que no se hayan quedado en la ciudad. Y si están aquí no se alojan en ninguno de los tres hoteles, sino en la casa de algún indígena. Yo creo que habrán cogido un taxi y se habrán ido a otro distrito, a Tuapuna, a Punauia, a Marao, quizá más lejos. Por toda la isla hay una aldea cada seis o siete millas poco más o menos. El taxista es un maorí. Habrá vuelto a la ciudad y se callará mientras el barco siga en el puerto. Luego contará la historia a sus camaradas. ¿Comprende, Sir?
—¿Le ha dicho todo eso al francés?
—Más o menos, Sir. ¿No hubiera debido decírselo?
—¿Le ha interesado?
—Creo que sí.
—Cuando se haya ido el barco, ¿habrá alguna manera de conseguirme la información?
—Haré que Kekela pregunte a sus camaradas.
Entraron otros clientes, que fueron a sentarse en su lugar, como habituales, y Mac se precipitó hacia ellos. De su conversación se deducía que uno de ellos era abogado, y el otro debía de ser el anticuario cuya tienda había visto el mayor al desembarcar. Los dos le observaban. Luego entraron otras personas a las que Philip Owen había visto en el La Fayette o en el Moana. Todos al entrar le habían dirigido la misma mirada curiosa.
En resumen, fatalmente iba a formar parte de su grupo. No era más que una cuestión de días, de horas, que surgiera la oportunidad. Tal vez ya se habían informado acerca de él.
—Dígame, Mac, ¿no sabe adónde ha ido el tipo que estaba aquí? —preguntó en inglés.
—No lo sé, Sir, pero me ha preguntado dónde podía encontrar un taxi.
Aquella mañana Owen estaba muy cansado. Se sentía blando. No quería reconocer que se sentía viejo, pero era la verdad, eso le ocurría a menudo desde hacía algún tiempo, y necesitaba varios whiskis para ponerse en forma.
Estaban hablando cerca de él.
—¿O sea, que se van sin su telegrafista? ¿Se sabe quién le ha engatusado?
—No es una mujer de la isla. Acabo de estar en el barco. Hace apenas una hora, un marinero que limpiaba la cubierta superior ha descubierto que uno de los botes de salvamento había estado ocupado durante la travesía. Han encontrado restos de comida, botellas vacías y una peineta. Como el bote está justo enfrente de la cabina del telegrafista… Él es un chiquillo. Veintidós años. Es su primera travesía. Los oficiales apenas le conocían, porque salía muy poco de su cabina.
Y por la noche hacía entrar allí a la mujer. Y mientras, Owen sufría dando vueltas en torno al bote. El inglés no estaba celoso, pero sí ofendido. Sobre todo estaba descontento de sí mismo. Varias veces, desde que salió de Cannes, había tenido la sensación de agitarse en el vacío. Más exactamente era como su sueño. No se sentía en un terreno sólido. Había algo que fallaba, algo que fallaba dentro de él.
Hasta Panamá había viajado en un gran paquebote norteamericano. Lo había elegido porque normalmente hubiera debido de ganar unos cuantos cientos, si no miles, de dólares. Pero ya en la segunda noche en el bar tropezó con un sirio que lo hacía mejor.
Todos los jugadores estaban convencidos de que el sirio hacía trampas, hasta tal punto tenía cara de tramposo y miraba a sus compañeros de juego con una calma insolente. Parecía decirles:
«¿Creéis que hago trampas? ¡Pues demostradlo!».
Precisamente para conseguir desenmascarar sus manejos seguían jugando, consentían en apostar cada vez sumas mayores. Tomaban por testigo a Owen.
—¿Cree usted que lo hace al cortar? ¿O que esconde reyes y ases en las mangas?
Como un prestidigitador, el sirio jugó con las mangas arremangadas, y en ocho días se llevó más de dos mil dólares, mientras Owen apenas ganaba con qué pagar las notas del bar.
—Me ocuparé del dinero más tarde. Siempre habrá tiempo.
Pero en Colón, donde tuvo que quedarse ocho días, solo había un hotel de primera categoría, un hotel inglés donde el hospedaje costaba más caro que en cualquier otra capital. Como estaban fuera de temporada no encontró a nadie, aparte de algunas ancianas que solo jugaban al bridge.
En resumen, desde el principio tenía la impresión de que todo salía mal. No obstante, en un night-club cuya clientela cambiaba cada noche de nacionalidad —según la nacionalidad de los barcos de paso— conoció a una bailarina que había conocido a la madre de Maréchal; sabía que esta tenía un hijo, pero ignoraba qué había sido de él.
—Creo que trabaja en Panamá…
En Panamá, Owen se alojó en el hotel París, y la mayor parte de las personas que encontró allí eran como Alfred. También en Panamá se informó en las salas de fiesta. Las conocía hasta el hastío. ¿Acaso la madre de Maréchal no había sido cantante en una sala de fiestas?
Aunque no se hacía llamar Maréchal, sino que usaba el nombre de Arlette Mares.
—Una rubia alta, ¿verdad?, que se dedicaba a la canción sentimental. ¿No se fue a Chile?
No. Él sabía que había muerto.
—Es verdad, tenía un hijo… Espere… Trabajaba como empleado en la French Line.
En la French Line encontró el rastro de René Maréchal.
—No estuvo mucho tiempo con nosotros, como máximo seis meses. Era un chico reservado, receloso, que se ofendía enseguida, siempre parecía creer que se burlaban de él o que se le despreciaba.
—¿Tiene idea de dónde puede estar?
—En un momento dado se fue a Guayaquil, al Ecuador… Trabajaba de secretario de un importante plantador de cacao.
—¿Sabe si volvió?
—Hace tiempo que no hemos oído hablar de él. Si pudiera dar con su amiguita, tal vez ella lo supiera. Cuando vivía aquí tenía una amiga un poco mayor que él, que muchas veces le esperaba a la salida. Era bonita, más bien gordezuela, de piel blanca y cabellos castaño claro.
No encontró a la amiguita, pero un barman, por casualidad, le dio la pista.
—¿Maréchal? Trabajó conmigo durante unos días antes de embarcar para Tahití. De eso hace más de un año. Estaba en la caja. Se fue harto de aquí.
—¿No sabe si ha regresado?
—En la French Line se lo podrán decir.
—Ya he estado allí.
—Quizá no se les ocurrió consultar las listas de pasajeros.
Era cierto. Así se encontró el rastro de Maréchal, que trece meses antes había estado a bordo precisamente del Aramis, en el que viajó en segunda clase. En cambio, ni rastro de su regreso.
—Puede haber continuado hasta Australia, o haber vuelto a San Francisco a bordo de un barco inglés. Hay uno que cada seis semanas hace el viaje de Frisco a Sydney, con escala en Papeete.
Owen no tuvo tiempo de reponer fondos, porque se enteró de que el Aramis pasaba por Panamá al día siguiente, y compró un pasaje.
—¡Vaya! Buenos días, mayor.
Una voz jovial, un poco ronca, que Owen reconoció. Era la de su médico de la víspera, que avanzaba hacia él tendiéndole la mano, y que luego estrechó otras manos a su alrededor.
—Ustedes no se conocen… Un pernod, Mac… Les presento al mayor… el mayor… ¿Wens?
—Owen.
—Eso, el mayor Owen, un tipo formidable.
Luego presentó a los demás: el abogado, el anticuario, el farmacéutico, y otros cuya profesión no precisó. El médico, que se llamaba Bénédic, iba tan despechugado a las doce del mediodía como a las tres de la madrugada, con la camisa abierta sobre un pecho cubierto por pelos de color rojo, mal afeitado, con el cabello pegado a las sienes por el sudor. Tenía barriga, y el pantalón siempre parecía a punto de deslizársele de las caderas.
—He anunciado al mayor que solo con que se quede aquí un mes, ya no se irá. ¿Ustedes qué creen? A propósito, ya tenemos un telegrafista más. Hace unos meses, fue el tercer oficial del barco inglés, que los plantó y al cabo de unos días reapareció instalado en la península.
Bénédic hablaba animadamente, con la cara colorada, los ojos saltones y húmedos. En apariencia disfrutaba de la vida, y sin embargo, mirándole atentamente se tenía la impresión de que su jovialidad era forzada. A veces, por ejemplo, cuando Owen le miraba de frente, desviaba la vista, como si sintiese vergüenza.
Había cierto parecido entre los dos hombres. Tenían más o menos la misma edad, la misma corpulencia. Los dos tenían la piel encarnada y las pupilas claras.
En resumidas cuentas, quizás el médico no fuese más que un Owen que se había abandonado.
Un Owen después de un año de Tahití, pensó este con desasosiego.
—Voy a contarles algo que vale la pena. ¿Han visto al inspector de las colonias? A primera vista, no parece muy jaranero, ¿verdad? A mí me recuerda a Don Quijote. Tieso, lúgubre y muy… Pues nuestro queridísimo gobernador está probando con él lo que le dio tan buen resultado hace un par de años con el ministro de las Colonias… En vez de alojarle en el palacio del gobierno, le ha instalado en una quinta estupenda… Seguro que todos la conocen. Justo enfrente de la casa de las mujeres, sí… Y Colombani, el jefe de gabinete, está encargado de los recreos del señor inspector.
Todo aquello debía de tener para ellos una gracia que a Owen se le escapaba, porque se rieron a carcajadas.
—Se lo explico, mayor. Usted es todavía un novato. Denos unos días y le convertiremos en un tahitiano veterano.
Tuvo que aceptar varias rondas. Luego fue a almorzar a su hotel, al que Alfred Mougins aún no había regresado, y subió a su habitación para echar la siesta.
Varias veces, en su duermevela, tuvo una sensación desagradable, que guardaba cierta semejanza con su sueño nocturno. Ya no se trataba de un sueño, sino de una especie de premonición.
En primer lugar, él, que se había pasado la vida viajando por todos los continentes, experimentaba por vez primera como una angustia ante la idea de su lejanía. Tahití no estaba más lejos de Londres que Bombay, Calcuta o Shanghai, y sin embargo le parecía sentir la amenaza de no volver a ver Trafalgar Square nunca más.
Solo hacía veinticuatro horas que estaba en la isla, y aquel decorado ya se le pegaba a la piel. Aquel verdor oscuro punteado de flores monstruosamente grandes, aquella tierra rojiza, el agua color de ópalo en el lagón, los olores, los ruidos, todo aquello le asediaba como si fuese una materia blanda y cálida en la que se fuese hundiendo.
Llegaban hasta él palabras del médico, retazos de frases, miradas. Sobre todo miradas. Porque Bénédic no era el imbécil que quería parecer. De vez en cuando su mirada se hacía más penetrante, una verdadera mirada de médico que trata de hacer un diagnóstico. ¿Había hecho ya el del mayor?
«¿Está maduro?», se habría preguntado.
Había visto a otros desembarcar de la misma manera, con el traje de hilo impecable, el paso digno y aplomado, ¿y en qué se habían convertido sino en hombres como él mismo?
Pero Owen se negaba a plantearse aquel problema. No tenía nada que hacer en Tahití. Solo estaba de paso. Más exactamente, tenía que hacer un trabajito. Terminaría pronto si René Maréchal no tenía la desgraciada idea de pasearse por el archipiélago a bordo de una goleta.
Luego Londres, Londres para siempre. Tenía hambre de Londres, de Piccadilly Circus, para ser más exactos, de Trafalgar Square, de los autobuses con imperial, de los pequeños restaurantes del Soho y de los clubes con mullidos sillones de cuero en los que uno puede permanecer arrellanado durante horas enteras con un cigarro en los labios, un whisky al alcance de la mano, leyendo el Times o el News Chronicle.
Londres con un poco de Costa Azul, cuando las nieblas amarillas se hacen demasiado espesas.
Escuchaba maquinalmente los ruidos del hotel, de la ciudad. Al cabo de pocos días cada uno de aquellos ruidos iba a tener para él un significado preciso. ¿Para qué? No hacía ninguna falta.
Esperaría a René Maréchal, eso sí. Además, como no había ningún barco, no era posible hacer otra cosa. Los dos embarcarían en el Aramis cuando este volviese de las Nuevas Hébridas con una nueva hornada de funcionarios, de gendarmes, de maestros y de misioneros.
Llamaron a la puerta. Se sobresaltó. Le parecía estar muy lejos. ¿Había llegado a dormirse de veras?
—¿Quién es?
—Preguntan por usted al teléfono.
Naturalmente no había teléfono en las habitaciones. Tuvo que vestirse, se peinó apresuradamente. Le señalaron el aparato, encima del mostrador, cerca del tablero de las llaves.
—Oiga… ¿Es usted, Sir?
La voz de Mac Lean.
—¿Sigue interesándole el telegrafista?
—¿Por qué?
—Sé dónde está. Con la joven. Porque parece que es una mujer joven y guapa. Si pasa por el bar esta tarde le daré detalles…
Volvió a subir a su habitación para terminar de arreglarse, y una vez más sintió la misma inquietud, la de alguien que cree estar cometiendo un error y que no puede evitarlo.
Un poco después paraba su coche frente al English Bar. Era una hora tranquila. El bar estaba vacío, con el antiguo jockey sentado detrás de su mostrador, donde pasaba horas adormilado, para erguirse como un diablo cuando entraba algún cliente.
—Ya se lo anuncié ayer, Sir… Aquí las noticias van aprisa. Al menos para los indígenas. Ya aprenderá a conocerlos…
¿También él? Era como una conspiración. Todo el mundo parecía estar seguro de que iba a pasar el resto de sus días en Tahití.
—Están al corriente de nuestras menores idas y venidas. Y tenga en cuenta que no es por interés. Sencillamente les divierte observarnos, y luego se cuentan entre ellos nuestras historias. Podría decirle todo lo que hizo usted anoche. Sé también que Mataia ha ido a su hotel cuando usted no estaba. No era para verle, sino para informarse acerca de usted. Ahora está tranquilo, y no le volverá a ver hasta que se vaya, si es que se va… ¿Otro whisky, Sir?
Se sirvió a sí mismo una copa de menta.
—Tal como imaginaba, nuestros fugitivos tomaron un taxi. Tuvo que haberse cruzado con ellos, porque desembarcaron ayer más o menos a la misma hora en que usted subió a bordo. Pidieron al taxista que les llevara lo más lejos posible, y que les buscase una habitación.
»El taxista tiene una hermana, Mamma Rua, en la península… Se necesitan más de dos horas, yendo aprisa, para llegar allí. La hermana tiene una media docena de hijos. Su marido trabaja para Caminos, Canales y Puertos. Tienen una cabaña, al fondo de su jardín, que alquilan cuando pueden… Hace unos años un escritor se alojó en su casa durante varios meses…
»El taxista no ha vuelto hasta esta mañana, y no ha dicho nada… Hace poco mandé a Kekela para informarse… Como el barco ya había zarpado, el taxista había empezado a hablar… ¿Piensa ir hasta allí, Sir?
¿Parecía, pues, que Owen se interesaba por aquella historia del polizón y del telegrafista?
—Podría prestarle a Kekela para que le acompañe.
Lo más asombroso fue que dijo sin vacilar que sí.
—Irás con este gentleman, Kekela. Me parece que también eres algo pariente de Mamma Rua, ¿no? Aquí todos son más o menos parientes. Le aconsejo que llene el depósito, porque se arriesga a no encontrar gasolina en la carretera.
El tahitiano se instaló a su lado, con una ancha sonrisa. Poco después el coche salía de la ciudad. La carretera tan pronto pasaba junto al lagón, bordeada de cocoteros, como se hundía en la vegetación, y de vez en cuando se veían chozas, algunas abandonadas, algunas tierras de labranza, vacas de color claro que pasaban.
El aire y la luz eran distintos a los de cualquier otro lugar de los que conocía el mayor, y envolvían los objetos como de una materia preciosa. Se veía a mujeres andar en grupos de dos o tres, descalzas, con las piernas de bronce, vestidas con ropas de algodón. Algunos vestidos eran rojos; otros mostraban lunares azules o verdes.
En ocasiones la carretera atravesaba un arroyo que iba a perderse en el lagón, y en el cauce de estos arroyos las mujeres se detenían para refrescarse, sentándose vestidas en medio del agua con lentejuelas de sol. Reían al ver pasar el coche. Todas tenían la misma risa, que cantaba en el fondo de su garganta.
Una aldea. Una iglesia de madera, muy blanca, con un tejado rojo y una esbelta aguja grabada en el cielo. Una escuela, también de madera, sobre pilotes, como la mayoría de las casas de la isla, donde, por las ventanas abiertas, se veían veinte caras de niños.
Atravesaron así ocho o diez aldeas, y cuando se acercaban al lagón divisaron piraguas con balancín que iban lentamente a la deriva, con un hombre desnudo, de pie en la parte posterior, con el arpón en la mano, a punto de sumergirse.
—¿No te parece, Monsieur, que es el país más hermoso del mundo?
Y Owen tenía ganas de responderle que lo detestaba, precisamente porque aquel país se le metía cada vez un poco más dentro de la piel.
Cuando estuvieron a una veintena de millas de Papeete, empezaron a encontrar de tarde en tarde una casa más importante que las casas indígenas, algunas eran verdaderos cottages ingleses, y Kekela servía de guía.
—Aquí vive un gran cirujano francés. Hace cuatro años que se instaló aquí con su mujer y su hija. Aquí viven unos americanos, una vieja solterona muy rica, que tiene un yate precioso en el puerto…
Había otras, un Lord inglés, un antiguo industrial belga, que se habían comprado de esta forma un pedazo de soledad.
—¿Se ven mucho unos a otros?
Kekela se echó a reír.
—No se ven nunca. Se detestan. Algunos no llegan a ir ni una vez cada seis meses a Papeete.
A orillas de un río, donde este desaguaba en el lagón, una casa modesta, que además de la veranda tradicional, solo debía de tener un par de habitaciones.
—Las señoras Mancelle, que han vuelto contigo…
Parecían estar en el otro extremo de la isla. Rodeaban altísimos acantilados desde donde los arroyos caían en cascada, y se descubría una franja de arena que conducía a la península.
—Ya no estamos muy lejos… No vayas demasiado aprisa.
Una espesa vegetación y una casa pintada de rojo. Pero aún no era aquella.
—Cuidado, Monsieur…
Un coche venía en dirección contraria, y Owen apenas tuvo tiempo de apartarse. A causa de una curva de la carretera, solo lo vio durante unos momentos. Reconoció enseguida a Alfred Mougins, pero no era él quien iba al volante, sino que conducía otro blanco.
—Es el dueño del Moana, ¿no?
—Sí, Sir. Monsieur Oscar. ¿Has visto a la mujer?
En efecto, en medio de los dos, en la parte delantera del coche, había una joven cuyos rasgos Owen no llegó a distinguir, pero cuyos cabellos rubios brillaban al sol.
—¿La conoces?
—No, Monsieur… No es de la isla.
—¿Crees que será ella?
El maorí comprendió lo que quería decir.
—Seguro que es ella. Desde el momento en que Monsieur Oscar se ha tomado la molestia…
Quinientos metros apenas, y esta vez sí era la casa que buscaban. Casi desaparecía por completo en medio de una vegetación tan abundante que costaba encontrar un paso.
—Sígueme, Monsieur.
En la veranda había una máquina de coser y un fonógrafo. Una mujer indígena muy gorda de amplia sonrisa surgió del interior y se puso a hablar animadamente con Kekela. Eran como dos chiquillos que se cuentan historias graciosas, y no dejaban de reírse a carcajadas. Por el suelo se arrastraban unos niños desnudos.
—¿Aceptarás un ponche, Monsieur? Mamma Rua dice que debes de tener sed. Casi no habla francés, pero lo entiende. ¿Sabes que en toda su vida solo ha ido dos veces a Papeete?
La mujer asentía con la cabeza y seguía sonriendo. Luego limpió con su falda un sillón de roten e hizo señas al extranjero de que se sentara allí.
—¿Todavía está aquí el telegrafista?
—Espera, Monsieur. No hay que ir demasiado aprisa, porque si no se va a hacer un lío.
Secaba unos vasos, exprimía limones, echaba ron. Seguía hablando, con cloqueos en el fondo de la garganta, y a cada paso el vestido se le ceñía a las enormes nalgas.
Kekela escuchaba con atención, no se apresuraba a traducir. Estaba allí como si hubiera ido por su cuenta, feliz de vivir, de escuchar una historia interesante, a la sombra, bebiendo un ponche que habían enfriado con el agua helada de una tinaja.
—Es muy complicado, Monsieur… Esta noche ya han discutido… Se les oía hablar en voz muy alta. Parece ser que el joven lloraba. Dos veces salió de la habitación y se puso a andar por el jardín. Una vez se alejó por la carretera y solo volvió al cabo de media hora. Cuando volvió la puerta estaba cerrada. Llamó. Hablaba en voz baja. Suplicaba. Volvió a echarse a llorar.
La mujer escuchaba esta traducción con una abierta sonrisa, manteniendo las manos cruzadas sobre el vientre.
—Por fin le abrió. Pero no han dormido en la misma cama. El joven ha dormido en el suelo, sobre la estera. Por la mañana, cuando los mirlos de las Molucas han empezado con su algarabía, ¿no los has oído?, han vuelto a pelearse otra vez.
»La puerta estaba abierta, la mujer medio desnuda. Se peinaba delante del espejo. Dice que es muy hermosa. Ha preguntado a mi prima si podía prestarle un pareo, y mi prima se ha echado a reír, le ha dado uno, la mujer se lo ha anudado por encima de los pechos y se ha ido a bañar.
»Al principio el hombre se ha quedado solo, como si estuviera enfurruñado. Luego ha ido a reunirse con ella a orillas del lagón. Le gritaba que volviese, y ella nadaba hasta muy lejos.
Owen entornó los ojos, con el vaso en la mano, un cigarro apagado en los labios, y aquel relato ingenuo y deshilvanado era para él más elocuente que el más minucioso de los informes.
El telegrafista, lo recordaba muy bien, era un joven desgarbado y tímido, lo que se llama un muchacho bien educado. El mayor hubiera apostado que pertenecía a una familia modesta, e incluso que había sido educado por una mamá viuda que le había rodeado de mimos.
Buen estudiante, uno de esos que, sin ser muy inteligentes, a fuerza de trabajo llegan, no a conseguir ser el primero, pero sí el segundo o el tercero.
Seguramente no jugaba mucho. Por la noche estudiaba, a la luz de la lámpara. Estaba fuerte en matemáticas. No podía permitirse entrar en la universidad, y eligió una carrera que le abría grandes horizontes.
Podía imaginarse, en el pisito burgués, a madre e hijo celebrando los nuevos galones. Había un pastel sobre la mesa, tal vez una botella de champaña o de vino dulce. Y sin duda ella fue a Marsella para ver cómo se embarcaba por vez primera.
¿Había conocido a mujeres? Es probable que no. Si las había conocido, sin duda eran profesionales que le habían inspirado repugnancia.
El Aramis. El sol que salía por fin, a la altura de las Azores, sobre un océano azul y oro. La Martinica y sus criollas, el frenesí del salón de baile Doudou, y por la mañana el intenso colorido del mercado… Colón… Panamá…
¿En qué momento descubrió a la pasajera? ¿Antes que Owen? ¿Después?
El misterio de su vida allí en lo alto, en la cubierta de los botes… Los cuchicheos… Aquella mujer que de vez en cuando iba a descansar a su cabina… Y él, Owen, que para los dos debía de ser como un ogro…
¡Qué luchas, entre ellos, durante la noche pasada, en la casita indígena perdida entre las flores!
¿Era él quien quería dejar el barco? ¿Por qué le suplicaba? ¿Qué quería de ella?
No habían dormido en la misma cama. Ella se arreglaba en su presencia, impúdica, se bañaba en el lagón, mientras él estaba a orillas del agua, llamándola.
—Al mediodía, cuando él ha visto pasar el barco, ha habido una nueva escena —contaba Kekela—. Casi no han comido. La mujer se ha acostado, y él se paseaba nerviosamente alrededor de la casa. Hace una hora ha llegado un coche, con Monsieur Oscar y el señor que usted ya conoce. Enseguida han querido hablar con la mujer. Por un momento parecía que el joven no les iba a dejar entrar en la habitación.
»Parecían burlarse de él. Han entrado. Les daba lo mismo que ella estuviese acostada. Le han hablado durante un rato, y mientras les escuchaba, ella se ha levantado, se ha vestido y se ha vuelto a peinar. Monsieur Oscar ha salido para hablar con el telegrafista. Los dos han echado a andar por la carretera, mientras los otros seguían en la casa. El joven agachaba la cabeza. No sé lo que Monsieur Oscar le ha dicho. Supongo que prefería no hacerse cargo de él, ¿me comprende?
»Quería llevarse a la mujer, pero no a su compañero. Ha debido de meterle miedo, le habrá contado que si iba a Papeete le cogerían y le encerrarían en la cárcel. Porque al dejar el barco se ponía fuera de la ley. La mujer ha subido al coche. Ya les ha visto. Y a él le han dejado aquí.
Kekela se reía. La mujer gorda se reía. Para ellos todo eso no era más que una película para espectadores europeos. Era divertido. No había tenido importancia. Ignoraban por completo las complicaciones sentimentales.
—¿Dónde está ahora?
—Se ha encerrado en la habitación. Está echado en la cama, vestido, con la cabeza debajo de la almohada. Se le puede ver por la ventana. Llora y de vez en cuando habla solo.
—Quisiera verle.
—Mamma Rua lo permite. Pero no sé si él te abrirá la puerta.
Le miraban con curiosidad. Para ellos aquel era un nuevo episodio que iba a desarrollarse, y se preguntaban si sería tan divertido como los precedentes.
Owen apuró su vaso, volvió a encender un cigarro para tener las manos ocupadas, bajó los peldaños que separaban la veranda del jardín. Vieron cómo se alejaba. Se deslizó entre las largas hojas de pandanus y de bananos, llegó hasta la cabaña de puerta acristalada y llamó.
El hombre ya no estaba echado, sino de pie. ¿Se había enterado de su llegada? Se miraron un momento a través del cristal, luego la puerta se abrió.
—¡Es usted! —exclamó el telegrafista con odio.
Luego, sin transición, de una manera dolorosamente irónica, añadió:
—Llega demasiado tarde. Ella ya no está aquí.
¿Se había figurado que Owen estaba enamorado de la desconocida? En la candidez de su primer amor, no podía imaginar que un hombre no se enamorara de su ídolo.
—Le diré que si le envía la policía estoy dispuesto a seguirle. Me da igual, ¿entiende? Todo me da igual.
Había comenzado en un tono irónico, y terminaba aullando sus últimas palabras retadoramente, mientras le temblaban los labios.
Sin dejarse impresionar, muy tranquilo, Owen preguntó:
—¿La conocían los hombres que han estado aquí?
El otro, a punto de romper a sollozar, con los nervios deshechos, dijo:
—¡Yo qué sé! Ni siquiera sé lo que me pasa… En el barco creía…
Pero no. No quería confiarse. Se detuvo en seco, miró a Owen recelosamente.
—¿Qué quiere de mí? ¿Qué ha venido a hacer aquí?
—Tal vez pueda ayudarle.
—¿En qué?
Tenía razón, ¿en qué podía ayudarle?
—El barco se ha ido, y mi carrera está perdida. Aunque, a mí qué, que se j… mi carrera.
Como todos los tímidos, como todos los que estaban acostumbrados a vigilar su lenguaje, empleaba a propósito palabrotas que gritaba con rabia.
—¿Por qué no me deja en paz?
Estuvo a punto de añadir: «Tengo sueño».
Owen adivinó estas palabras en sus labios. Pero el joven hubiera considerado como una profanación pronunciarlas en aquel momento. Sin embargo era verdad. Se caía de sueño. ¿Cuántas horas había dormido desde Panamá? Su piel era gris, los párpados de un feo color rosado.
—¿Por qué le han obligado a quedarse aquí?
—¡Yo qué sé! Supongo que para que no esté cerca de ella. El más delgado de los dos me ha llevado hasta la carretera para contarme no sé qué historias, que me andaban buscando en Papeete, que me encerrarían en la cárcel hasta que volviera el Aramis, que…
Y, plantando cara al inglés:
—¿Y se puede saber qué quiere usted de mí? Confiese que no soy yo quien le interesa, sino ella… Usted tiene dinero… Se imagina que con eso puede conseguirlo todo… ¡Confiéselo!
—He venido para ayudarle —dijo suavemente Owen.
Una risa sarcástica, dolorosa.
—¿Puede hacer que vuelva conmigo?
—¿Por qué no?
—¿La conoce?
—No.
—¿No la conocía cuando subió a bordo?
—No.
—Entonces me ha mentido…
—¿Qué le ha contado?
—¡Eso no importa! Me ha mentido. Me ha mentido siempre… Y no obstante…
«¡Y no obstante la quiero!», tradujo Owen.
—Si quisiera escucharme por un momento con calma, creo que podrían arreglarse muchas cosas. Solo le pregunto lo que ella le ha dicho.
—Es mejor que…
Aún se resistía, pero ya estaba casi domado.
—Por una u otra razón esos señores prefieren no verle en Papeete.
El otro se aferraba a cualquier cosa, a lo que estas palabras comportaban para él de vaga esperanza.
—Es poco probable que la policía se ocupe de usted.
—¿De veras?
—Tiene otras cosas que hacer. Además, todo Papeete sabe dónde está, y sería fácil venir a detenerle aquí.
—Me ha dicho…
—¿Quién?
—El más delgado. Me ha dicho que la policía apenas se ocupaba de lo que ocurre en los distritos, y que mientras me mantuviera tranquilo…
De pronto cayó en ello.
—Tiene usted razón. Me tienen miedo, no sé por qué, pero ahora comprendo que me tienen miedo. No quieren que esté cerca de Lotte…
Por fin un nombre. La desconocida al menos, ya tenía nombre.
—Iré a la ciudad… La veré, tanto si les gusta como si no… No tienen derecho a secuestrarla… Hay cosas que yo sé… ¿Querrá usted llevarme?
—He traído mi coche.
—¿Seguro que no la conocía antes de embarcar, seguro que no está enamorado de ella?
Las canas de Owen, su aire apacible, debieron de tranquilizarle un poco.
—Qué más da, a usted no le tengo miedo.
—Hace bien.
—No se burle de mí. Tal vez sea ridículo, pero…, pero…
Al no encontrar las palabras o al no atreverse a pronunciarlas, por pudor, miró a su alrededor y concluyó:
—Ni siquiera he traído mi baúl…