Cuando el mayor Owen fue el primero en cruzar la pasarela, hubiera podido creerse que para él, y solo para él, se había aglomerado en el muelle aquella abigarrada muchedumbre, entre los cobertizos y el barco, mirando con curiosidad; que también solo por él ondeaban las banderas en la punta de los blancos mástiles, y que era a él a quien la banda saludaba con sus relucientes instrumentos de metal.
Lo cierto era que el gobernador había ido a recibir al Aramis junto con el práctico, y que hacía cerca de una hora que conversaba animadamente en el salón del capitán Magre, con el señor Frère, el inspector de las colonias.
A Owen le habían llamado el primero, en el salón de la primera clase, para las formalidades de la policía y la sanidad. No había solicitado ese favor. No estaba cerca de la puerta, donde los demás pasajeros se apretujaban con la esperanza de pasar más aprisa.
Por el contrario, muy discreto, se paseaba aparte, sonriendo vagamente con aquella sonrisa que había cautivado tanto al capitán como a la señora Justin y al camarero anamita. No era casi nada, un centelleo de sus claras pupilas, más que un movimiento de los labios. Pero cada uno que recibía aquella sonrisa tenía la impresión de que estaba destinada personalmente a él, que era un contacto querido, que indicaba una elección.
Owen parecía decir:
«Le conozco, ya lo ve. Sé quién es usted. Y, en el fondo, a pesar de sus pequeños defectos, vale usted más de lo que cree… Sí, sí… La mejor prueba es que le otorgo toda mi simpatía…».
También había cierta unción en su actitud, algo que hacía pensar en un prelado refinado. Cuando pedía alguna cosa, ya fuera a Li, al barman, al maître o a cualquier otro, lo hacía de tal forma que hubiesen removido cielo y tierra para satisfacerle, y aún se quedaban con la sensación de no haber hecho bastante.
Tras él, aún había apretones de manos, la gente se despedía, corría, se apresuraba, reunía su equipaje.
Solo, con las manos libres, muy cómodo en su traje color crema, tocado con un panamá, un cigarro en los labios, desembarcó como en una apoteosis.
Era un espectáculo muy bello y colorista. Todos los blancos que tenían algo que ver con la Administración estaban allí, a causa del señor Frère, con trajes de hilo. Muchas jóvenes y mujeres indígenas solo llevaban sobre el cuerpo un vestido de algodón de colores. Mayoría de manchas rojas, de un rojo vivísimo bajo el sol. Algunas iban coronadas con flores blancas que tenían el perfume dulzón del jazmín.
Poca brisa, justo la necesaria para hinchar la seda de las banderas y para ser una caricia en la piel. Una veintena de automóviles descubiertos, con banderitas a menudo adornadas de flores. Mozos de cuerda que se precipitaban, taxistas de gorra blanca, maoríes de ancha sonrisa.
—¿Taxi, señor?
—¿Hotel Blue Lagoon?
—¿Hotel Des Îles?
Los iba apartando con sus cuidadas manos, que parecían bendecirlos, se abría paso lentamente por entre la multitud sonriendo, con el aire de gozar intensamente de la vida.
Después de dejar atrás los muelles, llegó a una plazuela en la que había tres o cuatro tiendas: un peluquero, un vendedor de souvenirs, un anticuario…
A lo largo del océano o, mejor dicho, del lagón, al que una invisible franja de coral formando arrecifes separaba del mar abierto, un muelle muy grande, con el suelo compuesto por una tierra rojiza, con dos hileras de magníficos framboyanes. Y el verde oscuro de los árboles, el azul del cielo, el púrpura de la tierra, el rojo más intenso del vestido de una niña que montaba en bicicleta, el blanco de los trajes coloniales, todo eso constituía como unos fuegos artificiales bajo el sol.
Owen ya no era un pasajero que desembarca. Al igual que había hecho a bordo, cuando subió en Panamá, hacía un pequeño recorrido para tomar posesión de aquellos lugares. El largo paseo bordeando el lagón ya tendría tiempo de darlo más tarde, ahora prefería torcer a la izquierda, descubrir otra plaza, un amasijo de casas, la mayoría de madera, de tiendas, sobre todo tiendas de chinos, que formaban el mercado.
Un garaje. Una gasolinera. La calle principal, sin duda, paralela al muelle, y en una corta calleja que la unía con este, un letrero: ENGLISH BAR.
¿Acaso en cualquier ciudad del mundo su instinto no le hubiera conducido a un lugar muy parecido a aquel? Empujó la puerta, con una vidriera que no llegaba hasta el suelo, penetró en una sombra fresca y olorosa. El alto mostrador barnizado estaba lleno de reflejos, las botellas familiares se alineaban en los estantes y en cilindros de madera, con las inevitables banderitas de todas las naciones. Un gato pelirrojo que ronroneaba sobre uno de los taburetes parecía ser el único ser vivo, pero cuando Owen tamborileó con la punta de los dedos sobre el mostrador, se puso en pie un hombre que estaba sentado en una silla detrás del mueble.
—Un whisky… sin hielo.
Miraba vagamente al hombrecillo que cogía la botella, y que solo vestía un pantalón de hilo y una camisa azul celeste.
—¿White Label como siempre, Sir?
No se estremeció, ni siquiera se sorprendió, porque estaba acostumbrado a esa clase de encuentros. Observó más atentamente a aquel hombrecillo, muy delgado, con unos pocos cabellos descoloridos sobre el cráneo, que parecía un pájaro enfermo.
—¿No me reconoce, Sir?
El barman añadió, después de guiñarle un ojo:
—Mac Lean, el jockey… Han pasado muchos años, ¿verdad?
Volvió a guiñarle el ojo.
—Volvimos a vernos hace diez años en Niza, donde yo era barman en el Picratt’s… Recuerde… Por aquel entonces tuvo usted algunos problemas.
Era curioso: desde que el barman se dio a conocer, el mayor, por así decirlo, se había quitado la máscara, como un actor que vuelve a estar entre bastidores. Se le había borrado la sonrisa. De golpe, la cara parecía menos carnosa, los ojos menos brillantes, hasta el cuerpo parecía aflojarse un poco.
Lo que reflejaba ahora el espejo entre las botellas multicolores era un hombre de sesenta años, ya cansado, preocupado, tal vez inquieto.
—Ya me acuerdo, Mac…
—¿Y del almirante? ¿Se acuerda usted del almirante? Se pasaba la mitad del día en el Picratt’s… Bebía como una esponja… Claro que usted también, pero no tanto como él. Por la mañana muchas veces rompía su primer vaso, porque le temblaban las manos.
Miró maquinalmente las blancas manos del mayor.
—Yo le decía que para él era especialmente peligroso, pero no quería atender a razones, y de última copa en última copa, de night-cap en night-cap, había que acabar acompañándolo a su hotel y pidiendo al encargado que lo acostase…
¿Cómo relacionó una cosa con otra? Añadió:
—Un buen día aquellos tipos le echaron mano…
Luego, al instante, dijo:
—¿Está de paso con el Aramis o piensa quedarse algún tiempo por aquí?
—Todavía no lo sé.
—Aquí para usted no hay gran cosa que hacer, Sir. Yo incluso diría que en estos momentos no sería saludable que se quedara.
El mayor había hecho una señal para que le sirviera un segundo whisky.
—Acabamos de tener un escándalo que ha dado mucho que hablar, y supongo que por eso nos han mandado con tanta urgencia al inspector de las colonias… Un buen día, hace tres años, desembarca, como usted lo ha hecho hoy, un joven elegante, bien educado, con los bolsillos llenos de dinero. Se instala en el Blue Lagoon, la primera noche ya estaba aquí, conoció a esos señores…
»Ya sabe, en Papeete pasa lo que en todas partes… Hay unos cuantos que se divierten de lo lindo, siempre los mismos, una pandilla que se reúne aquí para tomar el aperitivo, luego va al Yacht Club, y termina en La Fayette, y en el Moana… No tardará mucho en conocer todo eso.
»El joven los engatusa a todos… Masson, Georges Masson se llamaba… Muy divertido, ingenioso, siempre pagando rondas… Pasan seis meses y es el niño bonito de Papeete… No hay fiesta sin él, ni siquiera en casa del gobernador. Alguien se lo toma mal, y hace que le oiga el inspector de las colonias… Bueno… El secretario del juzgado muere… Buscan otro secretario… No lo encuentran… Preguntan a Masson, casi como si bromearan: “¿No será usted licenciado en derecho?”. “Como todo el mundo”, respondió. “Pues oiga… Podría hacernos un favor. Le hacemos secretario del juzgado por las buenas… No se preocupe… Él escriba indígena hace todo el trabajo. Pero la ley exige que el titular sea licenciado en derecho, y aquí no contamos con nadie que lo sea. No tendrá más que firmar”.
»Fue aquí mismo. Masson estaba sentado en el taburete que ocupa usted en este momento… Tengo que decir que puso muchos peros, no quería, hizo toda clase de objeciones… Terminó por acceder, y unos días después era nombrado secretario del juzgado.
»De eso hace más de dos años. Durante dos años ejerció sus funciones… Cuando llegó el último barco de Francia estaba en los muelles, como todos esos señores. Un periodista de París que daba la vuelta al mundo desembarcó y se fue hacia él como una flecha: “¡Pigeon!”, le dijo, “¿qué haces aquí?”.
»Y así, por el hilo se saca el ovillo, y resultó que Georges Masson no era Masson, sino Georges Pigeon, condenado en rebeldía por el tribunal del Sena a tres años de prisión por estafa, falsificación y uso de documentos falsos…
»El secretario del juzgado, nada menos… Parece que es un asunto muy serio, porque todas las sentencias que ha firmado legalmente quedan anuladas. Imagínese lo que significa repetir todo el papeleo de los últimos dos años.
»Por eso no se le ha detenido… Tal vez se lo tropiece usted, aunque evita exhibirse en público… Algunos continúan celebrando juergas en su casa… Se espera al inspector de las colonias, que ha de decidir… Lo que quería decir es que a causa de esta historia no creo que el lugar sea muy bueno para usted… Ahora se fijan más en la gente, desconfían…
—Dígame, Mac, usted debe de conocer a todo el mundo en la isla, ¿no?
—Más o menos.
—¿Conoce a un tal René Maréchal?
Y su cara, mientras esperaba la respuesta, expresaba ansiedad.
—Espere… ¿No es uno del grupo de Papeete? He oído hablar de eso. Hay blancos que viven en los distritos, algunos a treinta millas de aquí, y a los que casi no se les ve nunca. Maréchal…
Abrió una puerta tras él, se puso a hablar en maorí con un indígena gordo y reluciente que dormía la siesta en una silla.
—Es lo que suponía. Está instalado en la península de Taiarapu… Si es a él a quien quiere ver, tendrá que esperar algún tiempo. Hace tres semanas se fue con la goleta que da periódicamente la vuelta a las islas y a los atolones para el aprovisionamiento.
—¿Y esa goleta vuelve…?
—Dentro de quince días o de un mes. Depende de los vientos que encuentre.
—¿Y no hay ninguna manera de ver a Maréchal antes de eso?
—Ninguna, Sir.
Había servido maquinalmente un nuevo whisky.
—¿El mejor hotel es el Blue Lagoon?
—Depende. Es muy caro. Allí solo hay ingleses y norteamericanos. Antes que nada, lo que necesita es un coche, porque está fuera de la ciudad. En realidad, cada habitación es como un pequeño pabellón a orillas del lagón, en medio de la vegetación. El hotel Pacifique, más antiguo, está en la ciudad, no muy lejos del palacio del gobernador. Allí se alojan los franceses, sobre todo los funcionarios. La cocina es buena.
El antiguo jockey acarició su coctelera, y se inclinó un poco hacia adelante para preguntar a media voz:
—¿Cómo anda de fondos, Sir?
El mayor Owen se limitó a negar con la cabeza.
—¿Necesita verdaderamente esperar a ese Maréchal?
Señal afirmativa.
—Será difícil, por no decir peligroso. Perdone que le diga eso. Es demasiado pequeño, ¿entiende? Enseguida se han repasado todas las posibilidades. Ahora mismo conocerá a esos señores. O, mejor dicho, hoy no verá a muchos, porque cuando llega un barco van a tomar el aperitivo y a menudo a cenar a bordo.
—A propósito del barco, Mac, dígame… ¿Es complicado hacer desembarcar a un polizón?
El barman abrió unos ojos como platos.
—¿Que hay un polizón? ¿En un barco que navega dieciocho días sin hacer escala?
Expresó su admiración con un silbido.
—¿Alguien de la tripulación le esconde en su camarote?
—No.
—¿Entonces?
—Ha hecho todo el viaje en un bote de salvamento.
Nuevo silbido, más expresivo que el anterior.
—Debía de tener buenas razones para irse, Sir. ¿Le conoce?
—No.
—No comprendo, Sir.
—Una noche oí ruido en un bote, y le di de beber y de comer.
—¿Ha hecho algo muy gordo?
—No lo sé.
—¿Le buscan?
—El dice que no.
—¿Joven? ¿Viejo?
—Lo ignoro.
—Desembarcar no es muy difícil… Mire, esta noche habrá como siempre una gran cena a bordo. Todo el mundo está invitado, hasta el comisario de policía y sus dos inspectores. Van a beber lo suyo, y habrá mucho ruido.
»Puedo prestarle a Kekela, mi criado, que se encargará de bajar a su hombre… Pero una vez en tierra será mejor que se aleje de Papeete durante unos días… Que se vaya hacia los distritos, y nadie se ocupará de él. Más tarde, bueno, si le descubren y no ha armado alboroto, es posible que le dejen en paz.
Fue a hablar con su boy indígena y regresó con cara de satisfacción.
—Kekela dice que le esperará delante del barco hacia las ocho. No tiene más que indicarle dónde está su protegido, y él se encargará de todo.
El mayor sacó la cartera del bolsillo, pero Mac hizo un gesto discreto.
—Hoy no, Sir. Nunca el primer día.
Añadió por delicadeza:
—¡Luego ya tendré muchas ocasiones de resarcirme!
Una vez en la calle, el mayor Owen recobró automáticamente su sonrisa, el centelleo de sus ojos azules, la tranquila majestad de sus andares. Se acordó de una frase que la señora Justin cuchicheó al oído de su marido creyendo que el inglés no la oía:
—Me pregunto cómo se las ingenia para no sudar. ¿Te has fijado en que nunca hay ni una arruga en su traje?
En primer lugar, señora, porque sus trajes, incluso los de hilo, eran de muy buena hechura, y dejaban a su cuerpo en plena libertad. Y luego porque hacía mucho tiempo, lo que se dice mucho tiempo, desde la adolescencia, que aquel hombre había aprendido a andar, a moverse de tal manera que parecía no desplazar el aire.
Precisamente allí estaba la señora Justin, con su marido y los dos Lousteau, marido y mujer. Formaban un grupo ante un escaparate en el que se veían cotonadas, y las dos mujeres discutían precios, que comparaban con los de Francia.
—¿Qué nos dice de esta tierra, mayor? ¿Le gusta? Sonrió.
—Supongo que no se alojará usted en el Blue Lagoon, porque allí solo iba a tener cocina norteamericana. En cambio en el hotel Pacifique, que es de nuestros amigos los Roy, estará muy bien atendido. ¿Quiere que mi marido le presente al dueño? Nosotros vamos a ir dentro de una hora, ¿verdad, Charles?
Owen paseaba. En un taxi descubierto vio a la robusta muchacha pelirroja y a su flaco galán rodeados de equipajes. Más lejos, el misionero salía de un estanco y también saludaba al mayor.
En todas partes el suelo era del mismo rojo oscuro y suntuoso del muelle. En todas partes las mujeres indígenas, con sus vestidos multicolores, eran como manchas intensas. Las jóvenes, casi todas, iban en bicicleta, luciendo piernas morenas y bien torneadas, de fuertes músculos que se movían con una maravillosa soltura. Pero lo que predominaba, lo que hacía que aquel paseo despreocupado fuese un prodigio, era el olor. Owen tardó bastante en poder analizarlo.
Era un olor dulzón y pesado, aunque también con una pizca de algo más especiado. En todas partes había flores, en la maleza de los jardines, alrededor de las casas, sobre las mesas que podían verse en la penumbra de los interiores, en los cabellos de las mujeres y hasta detrás de la oreja de los taxistas.
Si en aquellos momentos le hubieran preguntado en qué hacía pensar Tahití, sin duda hubiese respondido:
—En una siesta maravillosa a orillas del mar.
La luz, los colores, los ruidos, todo evocaba una siesta de ensueño. El sol redondeaba los ángulos, borraba levemente los contornos, y era el sol también lo que espesaba el aire, hasta el punto de amortiguar los sonidos, hasta las bocinas de los coches.
Bajo la cúpula de un cielo límpido solo se oía un vasto zumbido inconcreto en el que participaban las moscas, y del que se elevaba de pronto la voz grave y cantarina de una indígena.
Otras islas, invisibles en el mar abierto, yacían perezosamente, simples atolones con cocoteros que se balanceaban igual que abanicos, y René Maréchal, a bordo de una goleta blanca, se deslizaba por las aguas sedosas del archipiélago.
Quince días o un mes, había dicho Mac Lean. Una niña ofreció flores a Owen, y se puso una en el ojal, luego aspiró el perfume dulzón del tiaré.
Pasaban blancos en sus coches, la mayoría sin chaqueta, y los agentes, que llevaban pantalones cortos, parecían policías de music-hall.
—¿Coche, señor?
Pasaba delante de un garaje. Un indígena tocado con una gorra blanca le interpeló sonriendo, y el mayor le sonrío a su vez.
—Si te quedas aquí necesitas alquilar un coche… Es menos caro que un taxi. Mira, un bonito coche como este…
Y el coche era bonito, largo, reluciente, con almohadones de cuero rojo.
—Te lo llevas y pagas cuando te vas… Coge el coche, Monsieur… ¿Inglés?
Se puso a chapurrear inglés.
—¿Estás en el Blue Lagoon? ¿En el Pacifique?
—Me parece que me quedaré en el Pacifique.
—Bien… Muy bien… Está lejos. Al final de la calle. Hace calor. Coge el coche, Monsieur…
¿No era maravilloso? Tahití es una isla, evidentemente, y hubiera resultado difícil desaparecer con el coche.
—Pruébalo… Mañana u otro día iré a verte al hotel. Si estás contento, te lo quedas.
A pesar de sus sesenta años, sentía por aquel coche, que parecía tan ágil, una codicia infantil. Y aquel otro maorí, que era un niño grande que lo observaba, comprendía su deseo, abría la portezuela.
—Solo pruébalo…
¿Qué le había dicho Mac, que sabía bien de lo que hablaba? Que sería difícil, muy difícil.
Subió al coche, jugó con los mandos, lo puso en marcha maquinalmente.
—Iré a verte. No te preocupes por nada —le gritó el mecánico mientras se alejaba.
Quince días o un mes esperando a Maréchal, a Maréchal, que sin duda no tenía dinero, que quizá ya estaba al corriente…
Frunció el ceño al acordarse de Alfred Mougins. ¡Quién sabe si no se había equivocado acerca de él, y si el capitán Magre no se había equivocado también!
—A mi entender —le había repetido el capitán de las acuarelas—, les ha hecho una mala jugada, no sé cuál… Quiero decir a sus amigos, a los demás de la banda. O bien ha hecho trampas en un reparto, o ha delatado a un tipo a la policía. Porque esa gente casi siempre está conchabada con la policía. El clima de Panamá le habrá parecido poco saludable, y habrá venido a tomar el aire a Tahití.
¿Y si Mougins solo hubiera emprendido el viaje también para ver a Maréchal? Debía de tener dinero. Era la clase de hombre que llevaba mucho dinero encima. Quizá consiguiese alquilar una goleta para ir en busca de Maréchal.
El coche se deslizaba a lo largo de una calle en la que casas de madera pintadas de vivos colores se escondían entre el oscuro verdor de los jardines. A la izquierda vislumbró los rígidos edificios de un cuartel de ladrillo. ¿Seguro que era un cuartel? En cualquier caso, algo oficial.
Más lejos, una casa de piedra blanca parecía haber sido llevada hasta allí desde las orillas del Loira, con su ancha muestra de hierro forjado donde estaba escrito en letras de oro: HOTEL PACIFIQUE.
Se divisaba un jardín, e inmediatamente después mesas cubiertas de manteles blancos en un cenador.
Owen paró el coche, cuyo motor hacía menos ruido que un insecto. Al levantar la cabeza vio la cara de Alfred en una ventana del primer piso. Mougins miraba el coche, miraba al mayor y conservaba su sonrisa sarcástica.
Un vestíbulo embaldosado con plantas verdes en tiestos de loza. Un mostrador pintado de blanco, y detrás un tablero con las llaves, como en un hotel de provincias. En el porche, a la derecha, frente al jardín, varias personas tomaban el aperitivo, y el señor Justin se levantó precipitadamente y se acercó al mayor, envolviéndole en un olor a pernod.
—Precisamente estaba hablándole de usted al dueño… Venga, voy a presentárselo. Hace veinte años que nos conocemos, desde mi primer viaje, ¿no es cierto, señor Roy?
El señor Roy, bajo y rechoncho, con la cabeza calva, iba vestido de cocinero; había dejado el gorro blanco sobre una silla. Una señora vestida de seda negra, tan baja y gordezuela como él, estaba sentada a su lado.
—El mayor Owen, señora Roy… Hace cincuenta años que viven aquí o, mejor dicho, que ella vive aquí, porque fue su padre quien fundó la casa, y la señora casi nació en este lugar. Para ser más exactos, vino de Francia aún en pañales. Roy llegó unos años después, cuando tenía quince, y empezó…
—Nunca mejor dicho…
—… como pinche de cocina… Como ve, no se avergüenza de nada… Se casaron y él se hizo cargo del negocio de sus suegros. ¿Podrá darle una buena habitación al mayor, Madame Roy?
—Tengo la tres, al lado del caballero que acaba de llegar… Si quiere verla…
—Hay tiempo. Primero tomará una copa con nosotros. Un whisky, mayor, ¿verdad? Esta ronda va por mi cuenta.
Hubo otras. En un momento determinado, mientras las mujeres charlaban entre sí, el señor Justin se inclinó hacia el mayor.
—¿Tiene algún compromiso para esta noche? Me estaba preguntando si no iría usted a la fiesta del gobernador… Yo tendré que hacer acto de presencia, aunque solo sea un momento, ya sabe, mis funciones… Pero a las diez estaré libre. Si quiere acompañarnos, iremos a dar una vuelta, con el señor Lousteau, por el La Fayette y el Moana. Sin las mujeres, claro. ¿Se viene? Es un poco lejos, a orillas del lagón, porque las salas de fiesta no están permitidas en el mismo Papeete… Lo cual por otra parte es mejor… Así hay más libertad.
Curioso hombrecillo, devorado por las fiebres, con el hígado hinchado de pernod, que iba a regresar a su puesto, por unos años, en Port-Vila, en uno de los climas más malsanos del mundo, entre los indígenas más feos y más pérfidos, y que sin embargo, allí iba a volver, a la sombra de su mujer, a la existencia burguesa de la Francia provinciana. Estaba claro que Tahití era para él la escala maravillosa, un poco como para ciertos extranjeros el viaje a París, con el Moulin Rouge y el Folies-Bergère.
Le brillaban los ojos, había avidez en sus labios.
—¡Ya verá! Le presentaré…
No dijo a quién. Era fácil de adivinar. Dirigió una sonrisa de complicidad al gordo y macizo Lousteau, que parecía un albañil que ha conseguido emborracharse.
Todos ellos llevaban dinero en el bolsillo, tenían una cuenta en el banco, ahorros. Lousteau incluso era rico. Estaba apoltronado en su sillón como un hombre que no debe su fortuna a nadie, que la ha hecho a fuerza de brazos, y que al llegar al umbral de la vejez tiene derecho a mostrarse satisfecho de sí mismo.
El mayor tenía que resistir quince días o un mes. Tenía un coche a la puerta, y después de haber pagado las cuentas del bar a bordo, apenas le quedaba para vivir una semana.
No obstante sonreía. Haría lo que hiciera falta. Mac le había anunciado que sería difícil, si no peligroso.
Tenía sesenta años. Era más o menos mayor que todos los demás.
—¿No quiere cenar con nosotros?
No se sintió con valor. Durante dieciocho días había oído sus conversaciones a bordo. Conocía sus bromas de memoria. Como un actor, hubiera podido representar el papel de cada uno de ellos. No, aquella noche no se sentía con ánimos.
—Tengo que regresar al barco, he dejado allí mi equipaje.
—¿Por qué no manda a alguien para recogerlo? ¿Verdad, señor Roy?
—Prometí al capitán ir a despedirme de él.
—Eso es distinto. Entonces, ¿a las diez aquí?
—Es muy probable…
Fue una chiquillada. Sin embargo no resistió a la tentación de ir a estacionar su nuevo coche delante del English Bar, aunque sin conseguir el efecto que esperaba. Mac lo miró a través de los cristales.
—¡Ya veo! Seguro que ha sido Mataia quien se lo ha alquilado… ¿Han convenido el precio, Sir?
—Todavía no.
—Serán mil francos al mes.
Anocheció muy aprisa, como siempre ocurre en el trópico. Había tres o cuatro clientes en el bar, que observaron al recién llegado sin interrumpir su conversación.
—Dentro de un cuarto de hora, si le parece bien, Sir. Encontrará allí a Kekela.
Otro whisky. En vez de excitarle, aquello le calmaba, le hacía estar más serio. Tan solo al término del día había en torno a sus pupilas azules como un agua turbia; pero, aunque sus movimientos se habían hecho mesurados, un poco vacilantes, no titubeaba jamás.
—Buena suerte, Sir.
El coche en la oscuridad. El Aramis, que en el muelle parecía mucho más grande que en Panamá. De las portillas brotaba música. A bordo unos indígenas tocaban la guitarra hawaiana y cantaban. Kekela esperaba en la sombra, junto a la pasarela. Fue él quien tocó el brazo del mayor para avisarle de su presencia.
—Espérame en la cubierta de los botes.
Al pasar cerca del comedor tuvo la impresión de que allí se celebraba un banquete. Todos los que no habían sido invitados a la cena del gobernador estaban allí, coronados con tiarés, bebiendo champaña y hablando ya con voces muy agudas. Había mujeres que reían a carcajadas, y en un rincón una pareja hacía una exhibición de danza indígena.
Pasó ante su camarote sin entrar en él, subió las escaleras, llegó a la cubierta de los botes, que estaba desierta. Una vez más, allí estaba Kekela, que le tocó el brazo.
Entonces fue hacia el bote, del que levantó la lona.
—Soy yo… No tenga miedo.
Esperó, y cuando hubieron pasado unos segundos tuvo la intuición de lo que le esperaba.
Deshizo unos cuantos nudos, alzó un poco más la lona doblándola sobre sí misma, y había luz suficiente para permitirle ver que el bote estaba vacío.
En el fondo, todo revuelto, una botella, mondas de naranja, varios corazones de manzana, una manta arrugada y una almohada del barco.
—¿Qué hacemos, Sir? —preguntó el boy de Mac Lean.
Se encogió de hombros. ¡Nada! ¿Por qué se había metido en aquel asunto? Quizá no había hecho más que estorbar.
Le dolía. Se sentía mortificado. Se inclinó hacia el interior del bote y recogió un objeto que a la luz reconoció como una peineta.
¿Por qué inmediatamente después de aquel descubrimiento dirigió la mirada hacia la cabina del telegrafista?
Por vez primera desde que salieron de Panamá la puerta estaba cerrada, y ninguna luz se filtraba del interior.
—¿Me necesitas para algo más, Sir?
Había algo afectuoso en aquel tuteo que adoptaban todos los maoríes.
—Puedes irte, Kekela.
—¿Qué le digo al patrón?
—Nada… Ya hablaré con él.
Al quedarse solo se acercó a la cabina del telegrafista y trató de abrir la puerta. Luego se puso de puntillas para mirar por la portilla. La luz de la luna iluminaba los aparatos y una parte del suelo.
Bajó las escaleras y tropezó con Li en un corredor.
—Dime, Li, ¿está el telegrafista en el comedor?
—No, señor. No creo que esté a bordo.
—¿Es su primer viaje en la línea?
—Sí, señor. Y me parece que también es su primera travesía.
—¿Ha bajado a tierra con los demás oficiales?
—No, señor. Los demás oficiales están aquí.
—Quisiera hablar con el señor Jamblan.
—Sí, señor.
Y Jamblan, siempre tan correcto, salió del comedor con la cara muy colorada, evidentemente con alguna copa de más.
—¿Por qué no viene a tomar una copa con nosotros, mayor? Nos estamos divirtiendo de lo lindo, ya lo verá…
—He venido a recoger mi equipaje.
—Dispone de mucho tiempo. El barco no zarpará antes de las diez de la mañana. ¡Venga! Todos los caballeros y damas de Papeete están aquí. El farmacéutico está contando unas historias…
—¿No sabe dónde está el telegrafista?
Al maître pareció ocurrírsele de pronto una idea.
—¡Vaya! —exclamó cómicamente—. Ahora caigo en que no he visto al telegrafista. No ha cenado a bordo. ¡Vaya, vaya! Si este no fuera su primer viaje, yo diría que tiene aquí una amiguita. Porque, entre nosotros, Sir, en Tahití…
Le guiñó el ojo, más o menos como lo había hecho el señor Justin.
—¿De veras no quiere tomar una copa de champaña? Claro que muy pronto volveremos a encontrarnos en el Moana o en el La Fayette… Su equipaje, quiere llevárselo, ¿no? Bueno, habrá que buscar a alguien para que le lleve el equipaje, y a esta hora no será fácil…
Ya no era el mismo hombre. También él al día siguiente reanudaría su existencia modesta, y dirigiría respetuosos saludos a los pasajeros. Pero aquel era su día, su noche. Aquella era su gran escala. Se embolsó la propina con un púdico pestañeo.
—Entre nosotros, mayor, no tenía por qué hacerlo… —y añadió-: hasta ahora, ¿verdad? Y hasta dentro de cinco semanas, cuando volvamos a pasar por aquí. ¿Quién sabe? Tal vez regrese con nosotros.
Cargaron el equipaje en el coche. Owen se detuvo en el English Bar. Hubiérase dicho, por el aire divertido de Mac, que este había previsto lo que iba a suceder.
—O sea, que había volado.
—Era una mujer.
—Lo suponía.
—¿Por qué?
—Porque un hombre no habría tenido tanta paciencia.
—Estoy convencido de que ha sido el telegrafista quien se la ha llevado.
—¿Le ha visto? ¿Está a bordo?
—No está a bordo, y me gustaría saber dónde podría encontrarlo.
—Pues no hay tantos lugares donde buscarlo. En primer lugar, aquí. O en el hotel de usted. ¿Ha estado en el local de Marius?
—¿Eso qué es?
—Un pequeño restaurante marsellés, en los muelles… También alquilan habitaciones. Arman mucho alboroto, toman bullabesa, hay indígenas guapas y casi todo el mundo se tutea… Aparte de eso, si a medianoche no lo ha visto en ninguno de esos lugares, y si no está ni en el Moana ni en el La Fayette, si tampoco ha vuelto al barco, es que ha ido a llevar a esa joven a los distritos… Mañana se lo podré decir, cuando Kekela haya interrogado a sus amigos taxistas. ¿No quiere que le prepare un bocadillo?
Owen se contentó con un whisky, y un poco más tarde se dirigió con su coche a la fonda de Marius. Era un local alargado, con un bar a la derecha, y unas cuantas mesas con manteles manchados de vino. Reconoció a varios marineros del Aramis que cenaban en compañía de muchachas indígenas. También aquí se tocaba la guitarra hawaiana, y hombres y mujeres llevaban —una corona de tiaré en la cabeza.
Detrás del mostrador había un hombrecillo moreno.
—¿Cena?
—Whisky.
El hombrecillo moreno le miró de reojo, porque aquel no era precisamente el tipo de cliente que solía tener. En cualquier caso, el telegrafista no estaba allí.
Un cuarto de hora después el mayor cenaba en una de las mesas del jardín, en el hotel Pacifique. En otra mesa Alfred concluía su cena solitaria. La señora Justin y la señora Lousteau se balanceaban en unas mecedoras de la terraza, en compañía de la señora Roy, mientras que los hombres, sin duda, habían ido a presentar sus respetos al gobernador.
¿Acaso Mougins sabía por qué estaba allí Owen? De manera creciente, los dos parecían ser como enemigos íntimos.
¿No hay una enemistad fatal entre un Alfred y un mayor Owen? Uno y otro llevaban una vida marginal, pero en niveles diferentes. Uno venía de la Place de la Bastille o de la Place des Ternes, si no del Boulevard Sebastopol, y exageraba complacidamente lo que tenía de duro y de vulgar.
El otro, que salía de Oxford, se encontraba más en su ambiente en un gran hotel de la Costa Azul, de El Cairo o de Estambul que en aquel tranquilo restaurante que, en plena Oceanía, recordaba tanto la vida provinciana en Francia.
El primero proclamaba rotundamente: «¡Soy un hombre duro!».
Mientras que el segundo, gentleman de pies a cabeza, recibía las confidencias del capitán Magre y de la señora Justin, y era el primero al que llamaban las autoridades para bajar a tierra.
¿Por qué Alfred parecía en mejor situación? Owen, siempre sonriente, degustando a la manera de un hombre de mundo la selecta cena que le habían preparado, estaba inquieto e instintivamente buscaba la grieta.
Aunque no tenía dinero, podía encontrarlo aquella noche, si se le antojaba.
Maréchal no estaba en la isla, pero fatalmente iba a volver.
Varias veces se secó el sudor de la frente y de la nuca, y terminó por rehuir las miradas de su enemigo. Era un poco como alguien que en una fiesta nota de pronto, por las miradas de las mujeres y de los hombres, que algo llama la atención en su aspecto, y se pregunta en vano qué es, sin atreverse a mirarse en un espejo.
—Mire… Ya están aquí.
Los hombres volvían. Las esposas les hicieron preguntas. Hablaban de asuntos administrativos. Fueron a buscar a Owen a su mesa.
—Claro que sí, usted nos acompaña. Y además tiene que llevarnos en su coche.
Ahora se olían los cigarros y el coñac del gobernador. Tenían prisa por dejar a las mujeres a bordo y precipitarse hacia aquel La Fayette y aquel Moana de los que el mayor oía hablar desde Panamá.
Por fin se metieron los tres en el coche. El telegrafista no había vuelto a aparecer por el barco.
—Siga a lo largo de la calle, luego gire a la izquierda. En la estación de las lluvias la carretera está casi impracticable. A veces se circula con sesenta centímetros de agua. Pero ahora…
Árboles a ambos lados, un verdor oscuro, diez, veinte kilómetros antes de distinguir unas luces, que desde lejos recordaban un merendero.
Y en efecto, era un merendero a orillas del lagón, entre los rumorosos cocoteros, una vasta estancia sin paredes, sobre pilotes, inundada de luz eléctrica.
Allí estaba todo el mundo, y los que aún no estaban no tardaron en llegar, excepto el señor Frère, retenido por la austeridad de sus funciones oficiales en los salones del gobernador, y el misionero de la segunda clase.
Allí estaban, despechugados, todos los pasajeros, todos los de Papeete que habían cenado a bordo del barco, y el señor Jamblan, e incluso Li, el camarero, en una mesa de marineros.
Se descorchaba champaña sin tregua. Los músicos con el torso desnudo, bronceados, coronados de flores, adornados con collares de flores y conchas, tocaban incansablemente la guitarra, y había mujeres bailando, con pareos de flores rojas que moldeaban sus amorosas caderas.
Olía a tiaré y a carne cálida, sobre todo a carne de mujer.
—Si tuviéramos la suerte de encontrar a Teha —dijo el señor Justin, tembloroso.
Allí estaba Teha, él fue a besarla, la invitó a su mesa, a la que no tardaron en ir a sentarse otras bellas muchachas.
De vez en cuando se veía desaparecer a alguna pareja, que se perdía por la playa plantada de cocoteros. ¿Qué importaba la luna, puesto que nadie miraba, ni pensaba en ofenderse?
También estaba allí el médico, que aquella misma mañana había hecho enseñar la lengua al mayor en el salón del Aramis. Se desanudaban las corbatas y se abría el cuello de las camisas. Los bailes eran cada vez más frenéticos. Todo el mundo tenía carne desnuda entre las manos, aquella carne morena, grasienta y lisa de las maoríes, y las mujeres reían, arrastrando a sus compañeros a la danza.
Los perdió. Llegó un momento, hacia las tres, en que el mayor Owen ya no vio a sus compañeros. En cambio había tenido una larga conversación con el médico, que estaba borracho, y que le había contado la historia de la mayor parte de aquellas muchachas indígenas.
El telegrafista no estaba allí.
—¿Y el Moana?
—Está a cuatro kilómetros. Podemos tomar un taxi.
—He traído mi coche.
—¿De Mataia, verdad?
Todos lo sabían todo. Era algo previsto como un espectáculo.
—Pues vamos. Allí encontrará a sus amigos. En Tahití todo el mundo vuelve a encontrarse. Y si no los encuentra esta noche, los encontrará mañana por la mañana en alguna de las habitaciones que alquila Marius.
El Moana era más pequeño, pero también más ruidoso, porque se iba allí después de haber pasado por el La Fayette. Unas mujeres se habían bajado el pareo hasta más abajo de los pechos. Un camarero del Aramis, alto y rubio, muy pálido, estaba enfermo en un rincón.
—¿No ha visto al telegrafista del barco?
No se le había visto en ninguna parte. En cambio Owen se había hecho muy amigo del médico, que absorbía tanto alcohol como él.
—La mitad de esas chicas tan guapas tiene sífilis —decía con una sonrisa feliz—. Lo sé mejor que nadie, porque soy director del hospital y yo mismo las atiendo. Dentro de unos días, muchos de los que esta noche se lo pasan tan bien, descubrirán que están picados. No tiene importancia, pero reconozca que es divertido. Mire, aquella chiquita, la que tiene la nariz chata y viene de Moréa… tiene el tipo maorí casi puro… Es más raro de lo que se suele creer. ¡Ha habido tantas mezclas desde que desembarcó aquí Bougainville con su hatajo de marineros! Los americanos se la querían llevar a Hollywood para hacer no sé qué película… Se llama Paoto. Necesitaba un certificado médico. No lo pudo conseguir. ¿Se imagina por qué? Y ahora, fíjese, es el amigo de usted ese que la abraza…
¡El señor Lousteau!
El olor a tiaré, a whisky, a champaña, el olor de todas aquellas mujeres tan próximas, de todas aquellas pieles bronceadas y perfumadas, el canto de las guitarras hawaianas, y aquella luna, siempre suspendida como en el teatro encima de los cocoteros que bordeaban el lagón.
¡Vaya! También Alfred estaba allí, no rodeado de mujeres, no con pasajeros o con juerguistas locales. Estaba sentado tranquilamente en un rincón con el dueño de aquella sala de fiestas, otro tipo duro como él, de cara flaca y nariz torcida, que le ponía al corriente, que se le desabrochaba, para emplear su lenguaje, como el médico hacía con el mayor.
Sus miradas se cruzaron. ¿Qué hora era? Muy tarde.
Los taxis se iban alejando unos tras otros.
—¡Que sí, que sí! Yo le acompaño. A no ser que crea que estoy borracho y que tenga miedo de…
Un ademán casi ofendido del médico.
—Le sigo.
El coche zigzagueó un poco a lo largo de la carretera mientras los dos hombres seguían hablando, bajo las estrellas, y a veces los guardabarros rozaban la maleza llena de flores de denso perfume.
—¡Ya lo verá, mayor! Se viene aquí para seis semanas, para tres meses, hasta que un buen día uno se da cuenta de que ya no puede irse. ¿Y sabe por qué? Porque uno ha empezado a licuarse, y cuando se ha empezado solo se puede hacer una cosa: continuar… Tal vez no me cree, pero estoy convencido de que será uno de los nuestros… Por ejemplo, del Cercle Colonial. No del Yacht Club. Porque hay dos círculos, pero las personas como nosotros solo pueden frecuentar uno de ellos… La verdad es que me apenaría verle en el Yacht Club.
Yacht Club… Yacht Club… Este nombre le estuvo obsesionando sin razón en medio de su sueño, y ya amanecía cuando oyó abrir y cerrarse la puerta de la habitación de al lado, a la que Alfred Mougins volvía para acostarse.