2

La primera mañana después de salir de Panamá hubo un incidente. Tuvo lugar alrededor de las diez.

A las seis, Owen se despertó por primera vez cuando los marineros limpiaban la cubierta bajo sus portillas. En aquellos momentos el aire, la luz, eran tales que había saltado de la cama. El Aramis, sin más ruido que un zumbido que se acababa por no oír, que el roce del agua en la roda, continuaba su ruta con una tranquila obstinación de insecto, en un universo azul y oro, recién lavado, nacarado, irisado, que parecía una concha gigantesca.

Unos marineros, en el castillo de proa, también baldeaban la cubierta, y cerca del cabrestante, el misionero, alto y delgado, barbudo —era pelirrojo, con la barba muy larga—, aprovechando que los pasajeros dormían aún, hacía flexiones con pantalón corto.

Owen volvió a acostarse, se durmió de nuevo, se despertó varias veces más; a decir verdad, su sueño fue más bien un duermevela en el que la realidad y el sueño terminaban por confundirse. Por ejemplo, tenía la impresión de ver desde el exterior, desde muy lejos y a gran altura, el barquito negro y blanco que se abría camino a través de la soledad del océano. Estaba conmovido. Era la primera vez que viajaba en un barco tan pequeño, tan modesto, a bordo del cual la vida tenía algo de familiar.

Debían de ser alrededor de las ocho cuando las dos mujeres, la tía y la sobrina, que eran sus vecinas inmediatas, empezaron a discutir detrás del mamparo. Aunque no entendía las palabras, tuvo la impresión clarísima de que era la joven quien levantaba el tono y chillaba a su tía. Una de ellas aún debía de estar acostada. La otra iba y venía. Llamó al camarero, sin duda para pedir el desayuno.

Se oyeron otros timbres, idas y venidas que el inglés tardó bastante en reconocer. Por eso se levantó por segunda vez y fue a mirar a la puerta.

Entonces apreció el privilegio de ocupar el camarote número uno, el único, además del camarote, oficial del señor Frère, que tenía cuarto de baño. Los otros pasajeros de primera clase se veían obligados a ir por turnos a un cuarto de baño que se encontraba exactamente al lado de Alfred Mougins, bajo la escalera.

Los hombres circulaban en pijama, con el pelo revuelto, dirigían una ojeada hacia fuera, fumaban un cigarrillo yendo y viniendo por la cubierta. También se veía a mujeres en bata. La señora Justin, que tenía cincuenta años y era muy morena, de cabeza pequeña, estrecha de hombros pero culona, había comprado, sin duda en Colón, en alguna tienda china o en un bazar, un quimono oriental de seda amarilla con un enorme sol bordado en la espalda.

—Pasen ustedes… Yo no tengo prisa… Tengo que plancharme un vestido.

En resumen, cada una se ocupaba de sus cosas, ocultando los bigudíes bajo un pañuelo.

A las nueve, en la cubierta de la segunda clase, en la parte de proa, ya había quien jugaba al tejo.

La voz del señor Lousteau, el negociante de Nouméa:

—Claro, Justin, ya están montando la piscina. Dicen que nos podremos bañar a partir de las once.

Owen llamó al camarero, pidió unos huevos con tocino, y necesitó cerca de una hora para arreglarse, operación a la que procedía con una minuciosidad de coqueta. De modo que cuando a las diez se produjo el incidente, estaba impecable, con las mejillas tan bien afeitadas que la piel parecía tan lisa como una piel de mujer, los cabellos relucientes, el cuerpo cómodo en un traje de buen hilo blanco de perfecto corte.

Todo empezó por un timbrazo persistente. En uno de los camarotes alguien llamaba sin cesar, rabiosamente, y el camarero, que estaba abajo, en las cocinas, llegó corriendo, llamó a la puerta del americano y entró.

Cuando salió, después de recibir una oleada de insultos ininteligibles, fue a hablar con el señor Jamblan, que precisamente se encontraba en la escalera.

Después de lo cual hubo un breve respiro. El camarero era un pequeño anamita siempre sonriente al que llamaban Li. Volvió con una bandeja, llamó, entró en el camarote y cerró la puerta tras él; al cabo de unos instantes se oyó ruido de porcelana rota, y el camarero salió precipitadamente limpiándose la chaqueta blanca.

Fue entonces cuando Philip Owen, como los demás pasajeros, salió de su camarote. Lo que había sucedido antes lo reconstruyó luego. La señora Justin estaba allí, todavía en quimono; Alfred Mougins se acercó también viniendo de cubierta, y otros surgieron sucesivamente.

El señor Jamblan sin duda hubiera preferido evitar un escándalo, pero el anamita, sin preocuparse por la presencia de los pasajeros, explicó con voz aguda lo que acababa de suceder.

Había llevado una taza de café solo al americano –se llamaba Wilton C. Wiggins—, y se había inclinado amablemente hacia él, todavía acostado, para ponérsela a su alcance.

El otro, furioso al ver el café, había volcado la bandeja con un ademán de rabia, y después, recogiendo la taza y la cafetera de porcelana, las había arrojado con todas sus fuerzas en dirección al camarero. La taza se había roto en la mano de este, que tenía un corte en el dedo índice.

Alfred Mougins escuchó con las cejas fruncidas. Luego, lentamente, con calma, como un hombre que estuviese acostumbrado a las peleas, se dirigió hacia la puerta, que había quedado entreabierta, diciendo:

—Voy a enseñarle buenos modales a ese salvaje…

El señor Jamblan se interpuso.

—Déjelo, señor Mougins… Es mejor que sea el capitán quien se ocupe de él…

De golpe el incidente adquiría proporciones cómicas; casi se convertía, porque el borracho era norteamericano, en una cuestión patriótica.

—Esos tipos creen que pueden permitírselo todo…

—Señor Mougins, por favor…

—Voy a romperle la cara.

Las mujeres, que adoptaban un aire de susto, eran las más excitadas.

—Mire, precisamente ahí viene el capitán.

En efecto, el capitán Magre, que había oído ruido, bajaba por la escalera.

—¿Qué pasa, Jamblan?

—El cinco ha llamado para pedir una botella de whisky… Por orden mía le han llevado un café, y entonces…

El capitán entró y cerró la puerta tras él. En el fondo, la mayoría de los que estaban allí deseaban volver a oír un estruendo. Pero solo se oía un zumbido de voces. Aquello duró bastante. El capitán salió, buscó a alguien con los ojos, vio a Owen y se lo llevó hasta cubierta.

—¿Puedo pedirle que hable con él? Yo no consigo comprender su inglés, y él tampoco entiende el mío.

Así fue como Philip Owen, ya el primer día de la travesía, desempeñó a bordo del Aramis un papel casi oficial.

Cuando a su vez salió del camarote, tropezó con la mirada irónica de Alfred, que fumaba un cigarrillo en cubierta. Subió directamente a la pasarela superior, donde se abrió una puerta.

—Adelante —invitó el capitán, haciendo los honores de su saloncito.

Era un lugar muy coquetón, con muchas acuarelas en los mamparos, obras del capitán, que pintaba en sus horas de ocio. Como ante él solo tenía el mar, copiaba pacientemente tarjetas postales, flores, gitanas, paisajes nevados, puestas de sol en la montaña.

—¿Un cigarro?

—Gracias… Creo que lo mejor que puede hacerse es llevarle la botella que pide… Me lo ha explicado todo casi con calma, cuando ha visto que le entendía. Es un contratista importante de Nueva Orleans. Eso le coge más o menos una vez al año.

Cuando hablaba, Owen lucía una suave sonrisa, muy benévola, que era el mayor de sus atractivos. Sin hacer grandes ademanes, movía sin embargo las manos, que eran blancas y carnosas, de líneas delicadas.

—No sé si ha navegado usted por Malasia, capitán… Entonces sabrá qué es lo que los indígenas de aquellas tierras llaman amok. Un hombre que hasta entonces ha sido tranquilo y modesto, de pronto cae en trance, se arma de un kris y se precipita fuera de su casa, y va por ahí con la mirada fija y la boca llena de baba, matando todo lo que encuentra a su paso. Pues bien, Wilton C. Wiggins es una especie de amok, aunque menos peligroso. He conocido a otros como él, y no todos eran americanos.

Jugaba negligentemente con su cigarro, del que ascendía un delgado hilillo de humo azul. Al mismo tiempo observaba al capitán, a quien ya creía haber calado. Un buen hombre, desde luego, cuyo sueño era presidir, no los destinos de un pequeño barco de funcionarios como el Aramis, sino los de un suntuoso transatlántico. Era un hombre que se observaba a sí mismo, que calculaba sus movimientos, que a veces miraba de reojo hacia el espejo para cerciorarse de que efectivamente se parecía a la imagen que se hacía de sí mismo. Debía de admirar la soltura de Owen, y acaso, inmediatamente después, una vez solo, trataría de copiar los ademanes de este.

—Como suele decirse, se corre una juerga. Se va de su casa, se pone a beber, embarca para un país cualquiera, y continúa bebiendo durante diez, veinte días, desde la noche hasta que amanece. Hasta que un día, de pronto, se despierta con muchas ganas de volver a su casa, a su familia, a su existencia bien ordenada. Si le niega el whisky hará un estropicio. Si le da lo que pide, no me extrañaría que ni siquiera saliese de su camarote.

Con lo cual el capitán llamó al camarero y le dio la orden de que llevase a aquel pasajero la botella de whisky que le había pedido.

Luego los dos hombres siguieron conversando un poco más. El capitán Magre, sonrojándose, le enseñó sus acuarelas, así como la fotografía de su hija, que estudiaba canto en Burdeos.

—¿Es la primera vez que va a Tahití, mayor Owen? ¿Piensa quedarse allí mucho tiempo? Ojalá no se lleve una decepción. Es algo muy distinto de lo que uno espera encontrar. No por el decorado, que es único en el mundo, ni por el clima, que es perfecto. Pero la gente, su manera de vivir, las relaciones de las personas entre sí… Ya verá.

Añadió, traicionando en cierto modo a los suyos:

—A bordo ya puede hacerse cierta idea de lo que le espera allí…

Lo cual significaba:

«Nos comprendemos, ¿verdad? Usted y yo pertenecemos a otro mundo. Esos pequeños funcionarios, esos comerciantes, son buena gente, pero desde luego carecen de verdadera educación…».

Hablaron de lugares que uno y otro conocían o, mejor dicho, el capitán fue quien habló de ellos, de Génova, de Nápoles, de Port Said, de Colombo, de Saigón…

—Suba a verme cuando quiera, sin cumplidos. Si le gusta el coñac, aún tengo dos o tres viejas botellas que vienen directamente de la finca… Porque soy de la Charente, por mi mujer…

En el almuerzo el mayor se encontró sentado a su mesa, en compañía del inspector de las colonias, el señor Frère. Y durante toda la comida sintió clavada en él la mirada a la vez dura e irónica de Alfred. Alfred Mougins comía en compañía del segundo oficial, y la silla vacía hubiera tenido que ocuparla el americano, que seguía sin salir de su camarote.

Hacia las cuatro, cuando Owen entró en el salón, los Justin y los Lousteau jugaban al bridge. Siguió maquinalmente la partida, y la señora Lousteau le propuso amablemente:

—¿No quiere ocupar mi lugar, mayor? De veras, yo estaría encantada. ¡Juego tan mal! Mi marido no deja de mirarme con malos ojos. Preferiría hacer calceta en un sillón.

Él le dio las gracias, excusándose.

—¿No sabe jugar al bridge?

Vaciló, con una extraña sonrisa en los labios.

—No… Muy poco… Es usted muy amable.

¿Por qué Alfred, que también seguía la partida, sintió la necesidad de echarse a reír con una risa silenciosa?

La vida seguía su curso cotidiano. Hacia las cinco algunos decidieron aprovechar la piscina instalada en la cubierta de popa, y se oyeron alegres gritos. Luego vino el aperitivo. Los hombres fueron a ponerse una chaqueta, una corbata, porque nadie se vestía de esmoquin.

En su camarote, después de cenar, Owen redactó una notita.

«No tenga miedo. Solo quiero ayudarle. Si necesita algo, esta noche estaré cerca del bote. Basta con que levante la lona cuando me oiga toser. Si quiere puede hablarme o pasarme una nota. Cuidado con el telegrafista, que siempre tiene abierta la cabina».

Había tenido tiempo de recorrer el barco en todas direcciones. Había visto a la muchacha pelirroja de la noche cuando se bañaba en la piscina. Era entrada en carnes, de piel lechosa, con muchas pecas; sonreía sin cesar con sus labios rojos y carnosos, descubría continuamente al reír unos dientes de deslumbrante blancura, mientras su abundante pecho parecía hincharse de vida.

Su compañero nocturno, que la abrazaba entre las sombras de la cubierta, ¿era aquel joven flaco, de frente abombada y cabellos cortados a cepillo? «Sería una lástima», pensó Owen mirándole, piel blanquecina y un poco patizambo, con el bañador negro demasiado grande para él, flotando alrededor de sus muslos.

El telegrafista era rubio, muy joven, apenas veintidós años; raras veces se le veía fuera de su cabina, solo aparecía por cubierta para dar a grandes zancadas un paseo higiénico que prefería efectuar cuando los pasajeros estaban sentados a la mesa.

Después de la cena se reanudó la partida de bridge, en la que Alfred Mougins sustituyó a la señora Lousteau. El señor Frère, en un rincón, estudiaba unos documentos administrativos y tomaba notas.

Hacia las doce, Owen se creyó solo en cubierta, pero no tardó en ver a Alfred acodado en la batayola a pocos pasos de distancia. Entonces, para librarse de él se refugió en su camarote. Por fin, hacia la una de la madrugada, pudo acercarse a las embarcaciones y deslizar dentro del bote el papel que había escrito, junto con un lápiz y un bloc de notas. Se le había ocurrido la idea de añadir un paquete de cigarrillos, pero ¿acaso el polizón no se delataría al fumar?

Aquella noche no pasó nada. Claro que el telegrafista no tardó en salir a tomar el fresco.

El día siguiente se pareció al anterior, y así iba a suceder todos los días; así vivían también los demás desde el comienzo de la travesía; la gente, sin darse cuenta, hacía lo mismo a las mismas horas.

Por ejemplo, unos minutos antes de las once podía verse al señor Justin pasear por cubierta, mirar de vez en cuando hacia la escalera y entrar una o dos veces en el salón. Alfred no tardó en hacer lo mismo, y Owen se acostumbró a estar también a aquella hora por aquellos mismos lugares, esperando a que se abriera el bar. Bob, el barman, acababa por aparecer, saludaba a todos, se metía en su cuchitril y levantaba el postigo.

Un pernod, invariablemente, para el señor Justin, cuyo bigotito castaño olía a anís durante todo el día. Un picon para Alfred, que bebía cuatro o cinco antes del almuerzo. Whisky para Owen.

—Sin hielo, ¿verdad? —preguntaba ritualmente Bob.

Se oían cuchicheos —sobre todo entre las mujeres— acerca del número de botellas que el americano se hacía llevar a su camarote.

—Casi puede decirse que no come nada. Apenas se levanta de la cama. Ayer, en todo el día, solo comió un arenque escabechado.

Seguían observándose unos a otros. Cien veces al día Owen tropezaba con la mirada de Alfred clavada en él, y el hombre de Panamá no desviaba los ojos.

—No me gusta mucho tener a gente como él a bordo —le había confiado el capitán, que se apresuraba a abrir la puerta de su salón cuando veía al inglés—. Entre Marsella y Panamá nos pasa a menudo. Con frecuencia también acompañados de mujeres. Algunos hacen este viaje todos los años para ir a componerse el hígado en Vichy. Raras veces se aventuran por el Pacífico, por esta parte de la línea. ¿Qué se les ha perdido en las islas, donde enseguida se les ve? De todas formas, no son peligrosos.

¡La inefable sonrisa del señor Owen!

—Son bastante numerosos en Colón y en Panamá, más de una veintena, entre los cuales se cuentan al menos cinco fugados del presidio. Forman una especie de gang, como dicen los americanos. Manejan grandes negocios. Son ricos. Viven como buenos burgueses. Mire, si vuelve a pasar por Panamá le daré las señas de un café donde podrá encontrarles todos los días a la hora en que juegan a la belote.

»De vez en cuando arreglan cuentas entre sí, y encuentran a uno, que era demasiado glotón o que no se portaba del todo bien con los demás, con un cuchillo en la espalda o una bala en la cabeza…

»Fíjese en la manera como embarcó ese Mougins… Me informé en nuestra agencia de Panamá. La mañana del día en que zarpábamos aún no había reservado su pasaje. O sea que no estaba seguro de irse, o prefería que no se supiera…

»¿Comprende lo que quiero decir? En el último momento telefoneó para preguntar si podía subir a bordo apenas el barco atracase…

—Ya le vi —dijo Owen—. Estaba nervioso.

—Suponga que haya hecho una jugada a los otros, y que hayan jurado liquidarlo. En Francia o en cualquier otro lugar, sabe que acabarán por echarle el guante. En cambio, en las islas, donde solo pasa un barco cada seis semanas, gana un tiempo precioso. Me gustaría saber qué es lo que contiene su baúl verde, ese que no es mayor que un baúl corriente, pero que apenas pueden transportarlo dos hombres.

Así pasaban las horas. Y volvía a ser de noche, la oscuridad sobre el océano, las estrellas, la estrella más brillante que se balanceaba en la punta del palo, la puerta abierta y el rectángulo luminoso de la cabina del telegrafista.

Owen desplegó su tumbona junto al bote. Solo cuando el telegrafista apagó la luz, tosió, con la mirada fija en el lugar en el que la primera noche había visto levantarse la lona. Tuvo que esperar varios minutos, volver a toser tres, cuatro veces, antes de advertir un leve ruido que revelaba que seguía habiendo vida en el bote.

En voz muy baja, mordiendo su cigarro, susurró:

—¿Me ha escrito una nota?

Y otra voz, muy cerca de él, se limitó a contestar:

—No.

—¿Necesita algo? ¿Tiene para beber?

—No.

—¿Quiere vino?

—Agua.

—¿Ahora mismo?

—Si es posible…

—¿Tiene comida?

—Sí.

—¿No quiere que le traiga nada?

—Algo de fruta.

Los labios de Owen apenas se movían. Mantenía los ojos fijos en la cabina del telegrafista.

—Le traeré algo para beber y comer todos los días.

—Sí.

—¿Quiere que le suba una almohada?

—Demasiado peligroso.

Pero precisamente porque era peligroso aquello le divertía.

—Tal vez mañana.

—Si puede…

—Espere… Ahora vuelvo.

Bajó a su camarote en busca de la botella de agua fresca. Luego pensó que el camarero la echaría en falta al día siguiente, y fue a buscar la del cuarto de baño común. Había fruta sobre su mesilla, porque a veces comía durante la noche, y se guardó en el bolsillo una manzana y dos plátanos.

—Cuidado… Le doy la botella… Levante la lona. Había esperado divisar la cara del desconocido, pero solo pudo entrever la mancha lechosa de una mano.

—¿Se la va a beber ahora?

—Preferiría guardármela para todo el día.

—Aquí tiene un poco de fruta. Mañana le traeré más comida. ¿Va a Tahití?

Esta pregunta no obtuvo respuesta.

—¿Ha subido a bordo en Cristóbal?

Tampoco hubo respuesta, pero era evidente que sí, pues el hombre no podía haber permanecido oculto en aquel bote de salvamento desde que salieron de Marsella, o sea, durante veintidós días.

—¿No tiene nada que decirme?

—No. Gracias…

Una voz sorda, como la que se oye a veces en sueños.

—¿No está muy incómodo?

—Estoy bien.

Al día siguiente comenzó a preocuparle una cuestión. Más exactamente, pensó en ella en medio de la noche, y le costó mucho volver a dormirse. Cuando el camarero le llevó sus huevos con tocino, le preguntó:

—¿No hacen maniobras de alarma?

A bordo de todos los barcos, por lo común el segundo día de navegación, se daba la señal de alarma, cada pasajero debía ocupar el lugar que se le había asignado, cerca de los botes, y estos se retiraban de su sitio habitual para izarse en los aparejos, que los bajaban hasta pocos metros por encima del mar, con el fin de asegurarse de que todo funcionaba correctamente.

—Ya se hizo en el Atlántico, y no suelen repetirlo aquí… Como en Panamá nunca suben más que dos o tres pasajeros nuevos, no valdría la pena…

Owen circulaba mucho, dirigía la palabra a unos y a otros, sobre todo en la segunda clase, donde empezaban a conocerle. El misionero era simpático. Desde hacía dos años vivía en un atolón de las Paumotu, donde era el único blanco, y una goleta le llevaba víveres una vez al año. Regresaba de sus primeras vacaciones en Francia. Y para decidirle a hacer aquel viaje había tenido que morirse su padre, que dejaba una herencia complicada.

En cuanto a la bella joven pelirroja, estaba claro que estaba enamorada del hombre delgado y patizambo, al que dirigía ardientes miradas durante todo el día.

Al quinto día se anunció tierra a lo lejos, a babor. Todo el mundo subió a cubierta para mirar, aunque solo se veía una línea oscura en el horizonte: estaban dejando atrás las Galápagos.

Se produjo el pequeño misterio de las botellas. Por dos veces Owen había cogido la botella del cuarto de baño común. Las dos veces se había olvidado de pedir la botella de la víspera a su polizón, de manera que Li, intrigado, espiaba a sus pasajeros.

Quizás opinaba también que el mayor Owen adoptaba costumbres curiosas. Por la mañana, en lugar de los huevos con tocino se hacía subir varias lonchas de jamón y huevos duros. Pero cuando Li volvía para recoger la bandeja no había cáscaras de huevo en el plato.

Por la noche el inglés pedía bocadillos. Los servían en el bar, donde le hubiera sido fácil comerlos. Pero los quería en su camarote, de noche, y además con fruta, mucha fruta, sobre todo manzanas.

Porque al polizón le gustaban las manzanas.

Las cosas pasaban siempre del mismo modo. Esperaba a que todo el mundo se hubiera acostado. Alfred Mougins le obligaba a menudo a una larga espera, porque tenía la manía de fumar cigarrillos acodado en la batayola hasta muy avanzada la noche.

Owen se llenaba los bolsillos, ocultaba como podía la botella bajo los faldones de su chaqueta. Esto estuvo a punto de hacer que todo se descubriese, porque la sexta noche tropezó con el capitán en la escalera.

—¿Aún no se ha acostado?

—Voy a tomar el aire arriba.

Y se alejó tan aprisa que cayeron unas gotas de agua sobre los escalones. Por eso al día siguiente se llevó una botella de whisky y un vaso. Lo cual le valió la fama de ir a beber solo, de noche, en la cubierta superior.

El desconocido no se volvía más locuaz con el paso de los días. La mayoría de las veces respondía con monosílabos a todas las preguntas.

—¿Ha estado ya en Tahití?

—No.

—¿Ha pensado en la manera de bajar a tierra?

—No.

—¿Es usted francés?

—Sí.

—Entonces es más fácil… Pero no mucho… He estado hablando con el capitán…

El telegrafista era exasperante. Parecía no dormir nunca más de una hora seguida. De pronto se despertaba, encendía la luz, se sentaba, en pijama, ante sus aparatos, y Owen sospechaba que se dedicaba a escuchar así conversaciones ajenas. No tenía ningún contacto, salvo los estrictamente profesionales, con los demás oficiales. En resumen, era el único a bordo que no participaba en la vida del barco, que se escapaba sin cesar por las ondas, conversando Dios sabe de qué con otros telegrafistas perdidos como él en el espacio.

—Si le descubren a bordo, aunque sea durante la escala, no le dejarán desembarcar, a no ser que tenga cierta cantidad de dinero que le permita vivir en Tahití.

—No tengo dinero.

Owen sonrió. ¡Como si alguien que tuviese dinero aceptase vivir, aunque solo fuera durante tres días, tendido bajo la lona de un bote de salvamento, en pleno sol de los mares del Sur!

A menudo durante el día pensaba en aquel desconocido. Había horas en las que en cubierta el calor era tan grande que el barco entero parecía vacío, porque todo el mundo estaba echado en su litera, bajo su ventilador, salvo los hombres de las máquinas, abajo, el oficial de guardia y el timonel.

La apetitosa muchacha pelirroja se pasaba al menos dos horas remojándose en la minúscula piscina en la que hacía el muerto, con sus grandes pechos flotando en la superficie.

Y eso casi estuvo a punto de ocasionar un incidente, porque la piscina a ciertas horas estaba reservada a los pasajeros de primera clase, y los otros solo tenían derecho a bañarse en las peores horas del día, muy temprano por la mañana o a la caída de la tarde.

La pelirroja exageraba, quería remojarse en cualquier momento. La señora Justin se lo hizo observar agriamente al señor Jamblan, quien le prometió que daría los avisos pertinentes.

—Parece ser —explicaba el señor Owen a la lona, porque lo único que podía ver era una lona— que las autoridades de Tahití están hartas de los que en aquellas tierras llaman turistas de plátanos…

Temió haber ofendido a su interlocutor.

—Perdone… Pero es mejor que lo sepa. Llaman de este modo a los que van allí sin dinero, para vivir como indígenas, en una choza a orillas del mar, alimentándose de fruta y de pescado… La mayoría cae enferma al cabo de unos meses, y la Administración tiene que cargar con los gastos. Tiene usted que desembarcar sin que nadie le vea, y luego salir inmediatamente de Papeete y adentrarse en la isla… Una vez allí…

Eran diez mil francos lo que cada pasajero tenía que llevar encima para bajar a tierra, lo suficiente con que pagar su repatriación en caso de necesidad. Ahora bien —y esto era lo que le hacía sonreír—, Owen tampoco los tenía. Aquella misma mañana había vaciado su cartera. Le quedaban exactamente un hermoso billete de banco de cinco libras esterlinas, de papel blanco y sedoso como la piel de la cebolla, ocho billetes de diez dólares, largos, estrechos, gruesos y lisos, así como billetes pequeños franceses y unas cuantas monedas panameñas.

Para él eso carecía de importancia. Enseñaría su pasaporte, se enseñaría a sí mismo, y no le harían ninguna pregunta. ¿Acaso no se había convertido en el amigo casi íntimo del capitán, quien todos los días, hacia las doce, le hacía buscar para que tomasen juntos el aperitivo?

—Lo mejor es que se quede a bordo durante unas horas. El barco suele llegar hacia las dos de la tarde, y no zarpa hasta el día siguiente por la mañana. Yo bajaré a tierra. Me informaré. Volveré para ponerle al corriente con el pretexto de recoger mi equipaje.

—Gracias.

Era un poco desalentador, no solo ese mutismo, sino la falta de calor que se notaba en el desconocido. Algunas noches la presencia de Owen parecía molestarle.

—No le extrañe si durante el día oye unos golpecitos en la lona. Sepa que soy yo. Le pido que me responda del mismo modo. Eso querrá decir que todo va bien.

Porque se le había ocurrido la idea de que el polizón también podía sucumbir en aquella especie de tórrido ataúd.

Hizo la prueba una, dos veces. Al salir del camarote del capitán, poco después del mediodía, cuando el telegrafista almorzaba, y la cubierta, bajo el sol que caía a plomo, estaba desierta, tamborileó con los dedos sobre la lona.

Al principio no hubo respuesta, y sintió miedo. Volvió a empezar, y por fin se oyó rascar bajo la lona.

—Hasta la noche —dijo a media voz.

Tomó la costumbre de hacer lo mismo cada día, incluso varias veces al día, y el polizón respondía dócilmente, aunque sin entusiasmo, como a pesar suyo.

—¿De verdad no quiere vino?

—No, gracias.

—¿Nada de alcohol?

—No, gracias.

Cuando servían pastas secas en el postre, guardaba algunas en el bolsillo para su protegido.

—¿Le buscan?

—No.

—¿No tiene nada que temer de la policía?

—No.

—No tenga miedo de decírmelo…

—No.

—¿O sea que si viaja así es solamente por falta de dinero?

—Sí.

—¿Conoce a alguien en Tahití?

No hubo respuesta.

Al decimotercer día, cuando el mar estaba muy agitado y gris a causa de un tifón que hacía estragos en una zona próxima, el polizón, después del aperitivo del capitán, no respondió. Tres, cuatro veces, Owen tabaleó sobre la lona. Por fin se decidió a hablar.

—¿Está usted ahí?

Nada. El silencio. Volvió a hablar con una voz más ansiosa. Luego se vio obligado a callar y a alejarse, porque apareció el telegrafista.

A las dos, apenas levantarse de la mesa, repitió la operación. El telegrafista estaba en su cabina, pero Owen adoptó un aire indiferente.

No hubo respuesta.

Sin embargo, a las cuatro, cuando ya empezaba a preguntarse si no debía avisar al capitán, pidiéndole que guardara el secreto, oyó como un rascamiento bajo la lona. No se atrevió a hablar a causa de un marinero que sacaba brillo a los cobres de los respiraderos.

Por fin, a la una de la madrugada, cuando el viento silbaba en los obenques, pudo volver junto al bote.

—¿Sigue ahí?

—Sí.

—¿Por qué no me ha respondido durante el día? Silencio.

—Le he llamado tres veces.

—Estaba durmiendo.

Las dos Mancelle, tía y sobrina, estaban mareadas, y ya no se las veía jugar al rami horas y horas en su ángulo del salón. Hacía años que vivían en Tahití, en una casa aislada, junto al lagón, y allí eran tan poco sociables como a bordo, donde no hablaban con nadie.

¿Se les echaría encima el tifón? ¿Lo esquivarían? El barco, al seguir su ruta en línea recta, describía un arco de círculo. La radio anunciaba que una isla de las Marquesas había sido barrida por el huracán, y que este había ocasionado varios muertos. Una goleta debió de encontrarse en el centro del cataclismo, y no se tenía ninguna noticia de ella, porque no tenía aparato emisor.

Y siempre el bridge. Los aperitivos, el café, las copas. El mar que se encalmaba. Los días que pasaban enormemente aprisa, porque se parecían muchísimo unos a otros.

Las botellas de agua, la fruta, las lonchas de jamón, los huevos duros y los bocadillos, además de las pastas secas.

Las dos de la madrugada. Decimosexto día.

Los dedos de Owen sobre la lona. El silencio. Otra vez los dedos. Su voz.

Y nadie respondía. Angustiado, volvía a llamar, elevaba la voz sin querer.

Se alejaba porque oía pasos; volvía media hora después, siempre con los bolsillos llenos de vituallas.

—¿Sigue ahí?

Nada. Todavía nada a las tres de la madrugada. El sueño más profundo no podía explicar aquel silencio.

Entonces empezó a deshacer los nudos para alzar la lona, fue a su camarote en busca de una linterna.

Cuando la introdujo por la hendidura y luego acercó la cara, solo vio dos botellas vacías, unos mendrugos de pan, una almohada sucia y unas mantas arrugadas.

Algunos, como Alfred Mougins, ya hacían el equipaje. Se divisaba a lo lejos una tierra muy baja, un atolón, vanguardia de las islas de la Sociedad.

El capitán no hacía ninguna alusión, lo cual permitía suponer que el polizón no había sido descubierto.

Owen espiaba a los pasajeros, a los oficiales, sin advertir nada anormal, y la noche siguiente, cuando arañaba por si acaso la lona, un ruido volvió a responderle desde dentro.

—¿Dónde se había metido anoche? Silencio.

—No estaba aquí.

Silencio.

—¿Alguien más está al corriente de su presencia? Seguía el silencio.

—¿Le molesto?

—No.

—¿No tiene confianza en mí?

—Sí.

—¿Sigue queriendo desembarcar en Tahití?

—Sí.

—¿Y le parece bien que le ayude?

—Si quiere…

—Llegaremos pasado mañana.

—Sí.

—Quédese donde está hasta que venga a buscarle o a darle instrucciones.

—Sí.

Era desalentador. Tenía la impresión de que su ayuda cada vez era acogida con menos entusiasmo.

Quizá Mougins le miraba con más ironía que antes. Llegaba a preguntárselo, a sospechar de todo el mundo, incluso del capitán.

El penúltimo día. Los equipajes que sacaban de las calas se iban alineando sobre la cubierta. Empezaban a discutir acerca de las propinas que iban a dar.

Aquel día dos veces, dos veces de cuatro, el hombre del bote no respondió. ¿Era posible imaginar que se paseaba solo por el barco sin que le viese nadie? La noche. La tumbona. El cigarro.

—¿Sigue ahí?

A la una y media no había nadie en el bote. A las cinco de la madrugada, cuando Owen subió a cubierta, su interlocutor respondió con su habitual ruido de arañazos.

—¿Ha vuelto a salir?

Silencio.

—Como quiera. Si no me necesita, dígamelo.

—Yo no he dicho eso.

Aquella fue una de sus frases más largas.

—Mañana seré uno de los primeros en bajar a tierra, y volveré al cabo de unas horas, porque dejaré adrede mi equipaje a bordo.

—Sí.

—¿No necesita nada?

—No.

—¿Está enfermo?

—No. Gracias.

Se acostó de mal humor, y vio luz en el camarote de Mougins. A pesar de todo se durmió, y solo le despertó el zafarrancho de la arribada. A lo lejos, en forma de cono, se veía el pico central de Tahití.

Todo el mundo estaba en cubierta, y los que continuaban viaje hasta Nouméa o hasta las Nuevas Hébridas, los Justin y los Lousteau, intercambiaban sonrisas cómplices. Unas horas más y el barco sería suyo.